Opinión

La desaparición definitiva del Estado de Israel, al alcance de la mano

El lado correcto de la Historia
Marcha ciclista a favor de la liberación de los rehenes israelíes ep

Este es el sueño, hasta hace poco inconfesable, de tantos seres humanos en todo el mundo, desde que en 1947 la ONU repartiese las tierras del Mandato británico entre judíos y palestinos, sueño que ahora, tras el 7 de octubre, creen tener, casi, al alcance de la mano.

La indignación con los judíos nunca, ciertamente, dejó de crecer. Guerra tras guerra impuesta sobre el pequeño Estado judío, desde la primera Guerra de Independencia en 1948, pasando por las del 56, 67, 73, 82 y 86, la sorpresa de ver a los judíos transformarse, no solo en dueños de su propnio destino, sino en luchadores invencibles y temidos, ha ido haciéndose paulatinamente insoportable.

Entiéndanlo, 76 años demostrando una y otra vez que los judíos son imbatibles, después de haber llevado sobre sus espaldas el largo bagaje de haber sido, desde hace 2.000 años los parias de la tierra, acaba siendo tan fascinante para unos, como perturbador para otros.

Por fin, el 7 de octubre pasado, a la vista del mundo entero, los judíos han vuelto a ser recolocados donde la Historia de los últimos veinte siglos quería, periódicamente, verlos: en un pogromo.

El ser humano occidental, educado en la doctrina cristiana, y el ser humano musulmán, obediente al Corán, llegaron a hacerse, con el paso de los siglos, una idea inamovible sobre cuál era el lugar del judío en sus respectivas sociedades.

En el cristianismo, el judío únicamente podía ser un pueblo errante, condenado al exilio eterno hasta que diese su brazo a torcer y reconociese a Cristo como el verdadero mesías. Un pueblo forzado, como Sísifo, a cargar eternamente con la falsa acusación del deicidio, de consecuencias devastadoras, y merecedor, por lo tanto, de todas las iniquidades, vilezas e infamias, por parte de quienes aspiraban a ser ellos, el nuevo Israel, es decir, el nuevo pueblo elegido. Los pogromos eran medidas favorecidas por una larga política de intimidación y sometimiento. Todo esto, hasta Juan XXIII y su Concilio Vaticano II que modificaron el curso de la Historia hace 60 años en relación con el judaísmo y la percepción de los judíos como hermanos.

Los abusos inimaginables hacia semi-seres vejados, confinados en guetos insalubres, sobre los que los ciudadanos de primera tenían poder de vida o muerte, se saldaban cada cierto tiempo con pogromos tan “excitantes” como el del 7 de octubre

En el Islam, tanto la judía como la cristiana sí eran religiones admitidas como establecía el Corán, por ser monoteístas como el propio Islam y, además, con un ancestro común, Abraham. Sin embargo, se toleraron durante siglos, pero con un estatus humillante de ciudadanos de tercera. Los judíos, claramente, eran el escalafón más bajo al no tener estado alguno que pudiera eventualmente tomar su defensa. Los abusos inimaginables hacia semi-seres vejados, confinados en guetos insalubres, sobre los que los ciudadanos de primera tenían poder de vida o muerte, se saldaban cada cierto tiempo con pogromos tan “excitantes” como el del 7 de octubre, tal y como lo describió el profesor de la universidad de Cornell, Russell Riekford, a sus alumnos en EE.UU., pletórico de rencor, igual que tantas otras generaciones de antisemitas.

En el Islam ya no hay estatus de tercera para los judíos, pero, a cambio de entrar en la modernidad, a partir de la creación del Estado de Israel y, especialmente, de sus victorias entre todos los estados árabes donde hubo grandes comunidades judías, un millón de judíos fueron expulsados de sus casas ancestrales.

El pogromo del 7 de octubre ha sido para nosotros, judíos, tan funesto, porque nunca previmos volver a sufrir una atrocidad perteneciente al pasado superado de la Diáspora y de sus males. No solo se repitió con la misma saña y crueldad desenfrenadas de siglos anteriores, sino que se desarrolló a la luz del día, en nuestra fortaleza, en el Estado judío, en tierras que para todos representaban el único refugio verdadero donde guarecerse de cualquier persecución.

La bestia se permite rugir obscenamente de nuevo, envalentonada ante la perspectiva de conseguir doblegar al judío. Se ha abierto nuevamente la veda. Cazar vuelve a ser respetable

El 7 de octubre ha sido tan devastador porque, ante la primera gran debilidad mostrada por el Estado de Israel, hemos visto al antisemitismo, agazapado como la bestia que es, oler sangre y a continuación, desbocarse, sin control. Libre ya de la vacuna que supuso el Holocausto, es capaz de reivindicarse a gritos y sin escrúpulo alguno. La bestia se permite rugir obscenamente de nuevo, envalentonada ante la perspectiva de conseguir doblegar al judío. Se ha abierto nuevamente la veda. Cazar vuelve a ser respetable. Pero hay más.

En la memoria colectiva del antisemitismo, en la de todos los antisemitas de abolengo, los pogromos no son más que el preludio de resultados mayores, de aniquilaciones más contundentes, de destierros desalmados; el preludio posible, esperan esta vez, para la destrucción del Estado judío. El preludio, como fue en el Holocausto, de los asesinatos en fosas comunes, el preludio de los crímenes en los campos de exterminio, el preludio de la muerte en las cámaras de gas que nadie vio venir, tampoco en su época, y, sin embargo, hubo masas sin fin, entregadas como hoy, a denunciar ferozmente a los judíos con acusaciones muy equivalentes a las de hoy.

Cuando acusamos de antisemitas a los que, nada más conocerse el pogromo del 7 de octubre, ya estaban pidiendo la condena por anticipado de Israel, temiendo su reacción, fruto de la “sed de venganza judía”, como decían, es también porque, la condena de los terroristas, cuya sed de venganza contra Israel parece justificada, esa condena siempre aparenta ser un eslogan vacío de contenido, nunca acompañado por la petición de medidas claras como, por ejemplo, la detención de los asesinos de Hamás tanto dentro como fuera de Gaza, en los territorios de la ANP, en el Líbano, en Catar o en Irán. No sólo la tibieza con los terroristas es sospechosa, sino la ausencia total de toda exigencia de liberación de los rehenes, víctimas de una práctica medieval de venta de prisioneros al enemigo, según la ideología y credo islamistas que anima tales atrocidades.

Lo que están reclamando no son dos Estados, uno judío y otro palestino, sino la posibilidad real de que el Estado palestino sea por fin, el instrumento seguro de la aniquilación del Estado judío

Que los rehenes apenas sean parte del discurso público es una política deliberada en que unos antisemitas ignoran su cruel suerte y otros arrancan los carteles con sus fotos para sumirlos, antes de tiempo, en el olvido más absoluto. Puede que estén vivos, pero son invisibles; puede que sangren, pero no les duele; puede que lloren, pero no conmueven, a pesar del tráfico intenso en las redes sociales donde sus verdugos exhiben el infierno en que los mantienen. Que nunca reclame nadie, desde hace más de cuatro meses, que los que quedan en vida reciban una sola visita de la Cruz Roja o de alguna ONG fiable, cuando, en cambio, el clamor por los padecimientos de los electores de Hamás no cesa nunca, es porque la aversión al judío lo justifica con creces.

Cuando acusamos de antisemitas a los que reclaman ahora, más que nunca, histéricamente, un Estado palestino, justamente ahora, cuando acaban de comprobar lo que un Estado terrorista y sanguinario conseguiría, teniendo frontera con Israel, es porque lo que están reclamando no son dos Estados, uno judío y otro palestino, sino la posibilidad real de que el Estado palestino sea por fin, el instrumento seguro de la aniquilación del Estado judío. Nadie puede llevarse a engaño sobre el protagonismo, ahora mismo, de Irán en un Estado palestino dominado por Hamás, a una hora de coche de Tel Aviv.

Cuando acusamos de antisemitas a los que nunca hacen el recuento de cuántas veces los mandatarios palestinos, en estos 76 años, descartaron tener el Estado propio que muchos en el mundo entero, reclaman agitadamente ahora, hasta en cinco ocasiones muy bien documentadas en negociaciones con los israelíes, es también, porque mantienen un gran silencio sobre el objetivo fundamental de las Cartas Nacionales de Hamás y de la Autoridad Palestina, en las que, en ambas, se aboga por la destrucción total del Estado judío y de sus habitantes, a fin de levantar, en todo el territorio, un único gran Estado palestino. El ocultamiento va hasta silenciar cómo Israel abandonó unilateralmente Gaza en el año 2005, llevándose a los habitantes judíos de los veintiún asentamientos israelíes instalados allí, incluso con el uso de la fuerza para los que se negaban a partir, y sacando a su ejército del enclave, con la esperanza de que la franja, una vez independiente, se convirtiera en la nueva Singapur. Lógicamente este hecho histórico no cuadra con el discurso acusatorio sobre la política israelí encaminada a destruir al pueblo palestino y sus aspiraciones nacionales.

Esa inmensa red de túneles para uso exclusivo de los terroristas, que atraviesa Gaza en todas las direcciones, construida con las donaciones internacionales cuyo destino era mejorar las vidas diarias de todos los palestinos. Necesitan víctimas y las consiguen

Cuando acusamos de antisemitas a los que tienen acceso a los datos de esta guerra y, sin embargo, los manipulan, los tergiversan, los modifican y los disfrazan, es porque no existe otra razón posible para esconder, diariamente a la opinión pública, cómo Hamás maneja astutamente a sus rehenes. Sean estos israelíes o palestinos. Se parapetan tras los primeros en la oscuridad de los túneles, a la vez que los torturan, los violan o los matan, y obligan a los segundos, a permanecer a la luz del día, encima de los túneles, sin guarecerles en sus refugios subterráneos, esa inmensa red de túneles para uso exclusivo de los terroristas, que atraviesa Gaza en todas las direcciones, construida con las donaciones internacionales cuyo destino era mejorar las vidas diarias de todos los palestinos. Necesitan víctimas y las consiguen.

Acusamos de antisemitas a quienes ocultan esta abyecta política terrorista y, sin embargo, nutren sus discursos, sus columnas, sus reportajes y las mentes de todos, con las cifras de muertos y de heridos palestinos, anunciadas todos los días por Hamás, a bombo y platillo, como si fueran una verdad absoluta, jamás contrastada, jamás analizada, jamás cuestionada.

Los muertos y heridos israelíes, soldados, soldadas que luchan contra un terrorismo islámico desbocado, que también llegará a Occidente en su momento, no hay que hacerse ilusiones, sobre todo sino consigue pararles Israel, no cuentan nunca para los antisemitas porque son judíos, y además se lo merecen.

Cuando acusamos de antisemitas a los que, a pesar del dictamen de la Corte Internacional de Justicia de la Haya de la que tanto esperaban, siguen blandiendo la acusación de genocidio sobre Israel, sin saber qué significa verdaderamente un genocidio, como el que padecieron en el siglo XX los judíos, o los armenios, o los ruandeses, o los camboyanos, es porque, con este término, desean convertir a los judíos en los nazis que les gustarían que fuesen. La primera característica de un genocidio es que tras perpetrarse, las víctimas acaban considerablemente diezmadas. Los palestinos que, en cambio, en 1948 eran cerca de 1. 324.000 son hoy 5.200.000 a pesar de la guerra del 48 con la que buscaron destruir Israel, a pesar de las matanzas padecidas a manos del Rey Hussein de Jordania en 1970, de las de la Falange Libanesa cristiana en Sabra y Shatila en 1982; o las del asedio durante dos años de Yarmouk por Hafez-el Assad en 2012, donde murieron miles de palestinos, aparte de los 4.000 asesinados durante la larga guerra civil siria; o de las más de 600 víctimas de las guerras fratricidas entre Hamás y Fatah tanto en Gaza como en los territorios; o finalmente, de la muy violenta expulsión de Kuwait de 400.000 palestinos cuando fue invadida por Saddam Hussein con el apoyo de la OLP. Entonces no hubo ni una sola condena internacional. El mundo entero comprendió que Kuwait debía protegerse de sus “quintacolumnistas”, como explicaban.

Cuando acusamos de antisemitas a los que, con estos datos terribles, esconden deliberadamente que por el contrario, dos millones cien mil palestinos tienen pasaporte israelí, viven en el interior de las fronteras del estado judío con plena normalidad, es porque a pesar, de sus acusaciones vociferantes y constantes contra Israel de ser un estado que aplica el apartheid, los palestinos son diputados en el Parlamento en Jerusalén, jueces en la Corte Suprema de Israel, árabes cristianos y desde 2022 también uno musulmán, médicos y enfermeras en los hospitales judíos, periodistas en los medios hebreos, ingenieros, actores, informáticos, en fin, todo lo que pueden ser los propios judíos con pasaporte israelí como ellos.

Estos mismos antisemitas de siempre con distintas caretas, algunas obsoletas, guardaron silencio, tan pronto como los judíos fueron designados como “sub-hombres”, una raza inferior lista para aniquilar

Cuando acusamos de antisemitas a los que proclaman que los judíos son ahora colonizadores y opresores blancos, como vulgarmente lo son todos los blancos, según las consignas de la nueva doctrina woke, es porque hasta hace poco, estos mismos antisemitas de siempre con distintas caretas, algunas obsoletas, guardaron silencio, tan pronto como los judíos fueron designados como “sub-hombres”, una raza inferior lista para aniquilar. La contradicción se resuelve en este nuevo paradigma sin pudor alguno. Estos antisemitas de siempre son también los propagadores de una ideología que ensalza y mima los valores retrógrados del islamismo mientras acusa a los judíos de imponer sin piedad los valores de la democracia y de las libertades para todos. Cuando acusamos de antisemitas a los que siguen desgañitándose, repitiendo sin mesura que Israel ya no tiene el derecho de defenderse, se debe a que, para ellos, la respuesta de Israel es más condenable que el terrorismo de Hamás o la promesa hecha, reiteradas veces por ellos mismos, de volver a repetir el 7 de octubre indefinidamente y con orgullo. Los regímenes brutales y despiadados liderados por dictadores implacables en la Historia de la Humanidad fueron siempre vencidos por los que tuvieron el valor de hacerles frente, y no por los que pretendían aplacarlos o negociar con ellos, aunque para detenerles, pagasen con sus vidas, como en Alemania o en Japón, numerosos civiles. Un gobierno tan cruel como el de Hamás, un régimen que prefiere morir matando y arrastrar al suicidio colectivo a las poblaciones bajo su autoridad, antes que ceder un ápice, antes que entregar a los rehenes, antes que pactar, no merece menos que otros déspotas de su misma índole.

El demonio de la maldad

Cuando acusamos de antisemitismo con tanta certeza es porque nada de todo esto es nuevo para nosotros. Conocemos desde siempre las mutaciones de la bestia, percibimos su hedor en el acto, sin dudar. Albergamos en nuestro ADN, desde hace generaciones, el recuerdo de cómo se van gestando los desprecios, de cómo se generan las recriminaciones, de cómo progresa la gradación de las agresiones, de cómo estas se transforman en discriminaciones lícitas, aceptables para todos, tras las que no queda ni un paso hasta devenir intimidaciones y boicots, desde los cuales, pasar a las embestidas sobreviene con naturalidad. Cuando bulle imparable ya, el odio bien enfilado, desborda en pogromos.

Estamos desde el 7 de octubre siendo testigos de las mismas acusaciones disfrazadas de buenísimo, percibimos el veneno de la maldad disimulado bajo una apariencia de ecuanimidad, comprendemos las manipulaciones de siempre escondidas tras hechos irrefutables, percibimos meridianamente el odio agazapado tras cada palabra pronunciada, captamos muy bien el doble lenguaje bajo el que late, como en una caverna, la pulsión de muerte, esta vez sí, como la tendencia imparable que describió Freud en el hombre, esa pulsión por autodestruirse que atraviesa a Occidente, ahora mismo, como un largo estremecimiento, una autodestrucción que acabará también, en su momento, con nuestra vieja civilización.

Am Israel Jai.