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Opinión

Cuestiones de clase

Probablemente estemos ante una cuestión de clase; aunque no al modo chabacano al que algunos y algunas pretenden

Montero gasta 100.000 euros en una campaña de diversidad que muestre "una nueva España"
La ministra de Igualdad, Irene Montero (i), y la secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género, Ángela Rodríguez 'Pam' Europa Press

Estos días ha circulado una imagen y un corte de un vídeo, publicado en este periódico, que muestran cómo han cambiado de opinión sobre la gestación subrogada varios partidos desde 2016. El hecho de que los partidos cambien de opinión sobre algo no demuestra gran cosa, en principio; aunque se hace un poco cuesta arriba pensar que las intuiciones morales puedan alterarse de una manera tan radical en un par de años para que algo pase de ser un tema menor y aceptable a algo absolutamente condenable en el plano moral, equiparable a los comportamientos que reciben una censura más universal. Así que, por pura parsimonia, hay que pensar que en torno a 2017 sucedió algo dentro de esos partidos que modificó su relato dominante sobre la GS. Y dado que hablamos de partidos, es decir, coaliciones políticas organizadas, parece lógico suponer que ese cambio obedeciera a su vez a otro en los equilibrios de poder internos.

Como repito muchas veces, el marxismo vulgar explica mejor que la mayoría de aproximaciones gran parte de lo que sucede en política y sociedad. El año 2017 fue el comienzo de la ola feminista, con la reideologización de las marchas del 8M y el conflicto abierto con “las derechas”. De repente la cuestión feminista era una palanca de movilización contra el gobierno del PP y su socio junior -Vox aún estaba por llegar al Congreso- y parece obvio que la centralidad del feminismo también se reflejase en las dinámicas de poder internas de los partidos. De aquellos momentos emergió también un interés renovado por temas como la prostitución; de nuevo en un tono repentinamente militante y moralista que casaba mal con la anterior permisividad o indiferencia.

Desde los entornos más militantes, y desde sus compañeros de viaje en la academia y los medios, nos repetían entonces, al calorcito de la interseccionalidad, que todas las luchas -feministas, LGTBI, “obreras”, regionalistas…- eran complementarias. Pero en política no hay más luchas complementarias que las que amplían la tarta a repartir, y este no ha sido el caso: la tarta, en forma de partidas presupuestarias o asimetrías legales, estaba tasada. Hoy, con la perspectiva del tiempo, sabemos que la ola se ha acabado rompiendo en torno a varios clivajes, de los que el principal es la cuestión trans; en la que precisamente uno de los objetos de discordia son las asimetrías legales. Pero la virulencia contra la GS apunta también a otras dinámicas de fondo.

Sucesos como los del Orgullo de 2019 en Madrid, con ser desagradables, obedecen a la acción de organizaciones cooptadas por los partidos de izquierda

La cuestión homosexual fue en su momento una de las palancas ideológicas y de movilización que el PSOE de Zapatero activó con éxito contra la oposición de derecha. Por cierto, Pedro Zerolo fue un defensor temprano de la regulación de la GS, y hay declaraciones al respecto de Zapatero. Pero hoy, normalizada la visiblidad LGTBI y asuntos como el matrimonio y la adopción, el poder de movilización de la causa es limitado. Los homosexuales militan con absoluta normalidad en los partidos de la derecha y, de hecho, tienen una presencia muy significativa en organizaciones como las juventudes, que tienen un fuerte carácter socializador. Sucesos como los del Orgullo de 2019 en Madrid, con ser desagradables, obedecen a la acción de organizaciones cooptadas por los partidos de izquierda. En el mundo real del día a día, los homosexuales votan a los partidos del bloque de la derecha en una proporción que tiene más que ver con su extracción sociológica que con el pretendido correlato político de su orientación sexual.

Ya de lleno sobre la GS, resulta muy ilustrativo que, después de años de machaque en torno a la idea de consentimiento -nunca definida con el menor rigor, porque no era eso lo que interesaba-, el consentimiento desaparezca de la ecuación cuando se trata de gestar por cuenta ajena. Así que volvamos al marxismo vulgar: hay una serie de prácticas que el feminismo militante aprueba o pretende convertir en derechos casi irrestrictos, como el aborto, y otras que censura con diversos argumentos aunque medie un consentimiento, incluso formal, de la mujer: prostitución y GS. Por supuesto, todas estas prácticas o conductas admiten un análisis de clase, que es al menos igual de claro en asuntos como el aborto o la eutanasia -o el mercado laboral en general. Pero en cada caso el foco se desplaza a voluntad desde el consentimiento a otro valor fundamental, del que tampoco tenemos una noticia teórica detallada.

No es un contexto tan distinto del que ha permitido que nos tiremos años hablando de paridad en las listas electorales o los consejos de administración, o del número de directoras en los Oscar

Estaríamos por tanto tentados de pensar que el cambalache entre consentimiento y “dignidad” con lo que tiene que ver no es con una teoría de vocación universal, sino con una interpretación subjetiva que atañe a los valores e intereses de una clase concreta. En este caso, las mujeres de clase media (PMC) movilizadas en torno al feminismo. Determinados supuestos, como el aborto, aumentarían el capital y el poder de negociación de esta clase, mientras que otros los reducen (GS, prostitución). Si se piensa, no es un contexto tan distinto del que ha permitido que nos tiremos años hablando de paridad en las listas electorales o los consejos de administración, o del número de directoras en los Oscar, mientras las madres solteras siguen siendo el principal colectivo en riesgo de pobreza en nuestro país. Y sería fútil buscar una doctrina coherente de fondo

Entre otras cosas porque no la hay. No hay -en el caso del feminismo oficial- un trasfondo antropológico, como podría ser el humanismo cristiano u alguna otra concepción esencialista de la vida humana, que anticipe en qué momentos el consentimiento es la única brújula y en cuáles es un espejismo. Por un lado, es el tipo de lío ético-político al que nos aboca el relativismo de los tiempos. Por otro, una consecuencia del fraccionamiento de la política en causas que ascienden o descienden al mismo compás que los colectivos o clases que las abanderan, en equilibrios siempre cambiantes de poder. De modo que sí, probablemente estemos ante una cuestión de clase; aunque no al modo chabacano al que algunos y algunas pretenden.

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