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Opinión

Carta de Velázquez al Ayuntamiento de Barcelona

Diego Velázquez.

Hablan en corrillos de este cielo que Dios Todopoderoso me permite habitar, el de los genios pintores, que vuesas mercedes no hacen la razón al brindis propuesto por el Museo del Prado, a fin de que un hijo suyo more en la bella Ciudad Condal. Tal cosa cáusame estupor a fuer de villana, porque no hay mayor timbre de nobleza para una villa que albergar las obras que los divinos orates que convenimos en llamar pintores pergeñamos, siempre encomendándonos a la Divina Providencia, a las musas y a la caridad de quienes han de contemplar lo nacido de telas, pigmentos, pinceles y esfuerzos siempre ahítos de dar belleza y discernimiento a quien vea su resultado final.

Pluguiera a Dios que tamaña negativa fuese por ofensa o vilipendio, pero me aseguran que es por pura idiocia, por vileza, por ser VVMM de carácter villano, ganapán y dado a la trapacería más innoble, la que se esconde detrás de la capa de la rectitud. Este modesto pintor ignora quienes o qué son JxCat o Esquerra, quienes con tanto airado enfado se opusieron a que mis hermanos artistas o yo mismo pudiéramos pernoctar en su ciudad. No entra en mi caletre que puedan considerarse nuestros lienzos “efervescencia colonial” puesto que, a razón de lo que se conoce aquí arriba, las Indias hace tiempo que se marcharon del amparo que les ofrecía la corona española, y mal año les diesen puesto que no parecen demasiado felices desde entonces. También se me escapa cómo en asunto de tal relevancia hayan podido guardar un impío silencio munícipes de una cosa que se llama PSC o BComú, y que Dios confunda a quienes se pierden en tales sopas de letras.

Lo que sí quisiera hacerles llegar a sus excelencias es el quebranto y aun duelo que han producido en este parnaso amable, dulce, gentil, donde solo hay contemplación de lo hermoso y deseo creador, siempre movidos por la mano invisible de quien todo lo puede y todo lo sabe. Mi gran y querido Picasso, al que rindo homenaje de hidalguía por reinterpretar mis Meninas, llora cual zagal apaleado pensando que, en este siglo de banalidad, su museo no podría venir a Barcelona como cuando era Corregidor de la Villa don José María de Porcioles, siendo hoy tamaña pinacoteca pasmo y asombro de propios y extraños; ahí veo también desconsolado a quien se declaró en vida mi más grande discípulo, Salvador Dalí, retorciendo sus bigotes mientras masculla blasfemias en su catalán ampurdanés, tan rico en epítomes de tal calibre como el de un gascón iracundo. Lo mismo decir podría de Murillo, de Rafael, de Sorolla, de tantos y tantos hijos que ha dado nuestra feracísima tierra, tan pródiga en artistas como avara de nobleza política.

Me resta el consuelo de saber que la inmortalidad queda para el genio y el olvido para lo mediocre

Nada sé de ese miserabilismo vengativo, esa ordinariez de mozo de cuadra que escupe disimuladamente, cobarde y felón, cuando pasa un caballero de industria, un hombre de provecho, acaso por envidia, acaso por mala sangre. El casón que debía acogernos a todos, ¡voto a bríos!, se trata de un lugar casi abandonado en medio de la villa barcelonesa, donde moraba hasta hace poco algo que llaman Banco de España y que tengo para mí que ha de ser casa de moneda, mercachifles y traficantes de mala ley. ¿Qué más sublime fin podrían tener esas paredes que transmutar su plebeya condición de covachuela para el vil metal y trocarse en casa de pintores?

Para las crónicas quedarán las palabras que mi señora doña Gemma Sandra y Maese Ferràn Mascarell pronunciaron con esa rimbombancia de aprendiz de galeno cuando espetaron que el segundo Prado bien podría irse a Ávila o a Málaga o que el Gobierno de su majestad podría traerse cosas a Barcelona como un centro nacional del circo. Tras esto, Goya está pintando estampas más negras que nunca, El Bosco toma apuntes de Barcelona desde su altísimo y celestial podio para una nueva versión del infierno y El Greco ha decidido retratar a los munícipes no como acostumbra, estirando prodigiosamente las figuras, sino achaparrados, enanos, rozando con sus belfos el suelo que pisan.

Por mi parte, poco que añadir a lo ya escrito. Me resta el consuelo de saber que la inmortalidad queda para el genio y el olvido para lo mediocre. Y Que Dios confunda al Turco.

Besa sus manos a SSEE Q.D.G.M.A

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez

(Por la transcripción, Miquel Giménez)

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