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Opinión

Buscando oro como un alquimista (I)

Con los libros mantuve, desde que cobré uso de razón política, y cuando empecé a estudiar periodismo en la Universidad de Navarra, algo parecido a lo que buscaban los alquimistas, unos manipuladores de minerales corrientes  que intentaban transformarlos en oro. La imagen que tenemos de aquellos alquimistas, una mezcla de artesanos y de magos, una especie de chalados que invocaban las fórmulas herméticas de los sabios del pasado,  no se corresponde con lo que realmente fueron. Isaac Newton (1642-1727), el mayor astrofísico hasta Einstein, de lo que estaba más orgulloso era de sus intentos de extraer oro de vulgares piedras.

George Steiner ha escrito sobre Hermes Trismegisto, un sabio que nunca existió, pero que grandes inteligencias, como Newton, creyeron que había sido un personaje que había recibido la revelación divina sobre la naturaleza, de parecida forma que Moisés la  obtuvo para los hechos transcendentales. De ahí vienen las palabras “hermético” y “hermenéutica” -sobre las que discurre George Steiner-, y la hermenéutica tiene que ver con el análisis y interpretación de los textos escritos. El secreto hermético se desvelaba  convirtiendo  los textos sagrados en leyes naturales matemáticas. Gracias a Trismegisto, Newton pudo formular sus leyes de la gravitación universal, aunque fracasara extrayendo oro de la llamada “piedra filosofal”.

Los alquimistas y la hermenéutica pueden servirme para explicar mi afición por los libros de autores políticos, y como gran parte de mi generación de la oposición al franquismo, el autor que más leí fue Karl Marx. En varios artículos he explicado por qué, en mi opinión, encontrábamos las obras completas de Marx en las librerías españolas, desde finales de los años 60. No voy a repetir lo que Steiner dice del magistral estilo crítico de Marx.

La organización educativa de le Ley Villar Palasí mantiene en parte su vigencia. Era buena, pero también previsible que el Régimen no sería capaz de desarrollar todas sus potencialidades

Cuando empecé a estudiar en la Universidad de Valladolid Filosofía y Letras, fui elegido delegado del Sindicato Democrático en los dos primeros cursos. A los delegados, aunque éramos ilegales, las autoridades universitarias nos reconocían a efectos prácticos, y nosotros aprovechábamos para movilizar al alumnado en contra del Régimen.

Siendo delegado en el curso 1969-1970 se produjo una huelga estudiantil en la mayoría de las universidades españolas, ante la aprobación de la Ley General de Educación, conocida por el nombre de su ministro impulsor, José Luis Villar Palasí (1922-2012). Había sido convocada por diversos partidos políticos, todos ellos clandestinos, pero no se contó con el Sindicato Democrático, al que yo pertenecía, al menos en Valladolid.

Mi conocimiento de la Ley se basaba en los análisis que hizo la revista de Joaquín Ruiz Giménez (1913-2009), “Cuadernos para el Diálogo”, de la que yo me fiaba. El juicio de “Cuadernos” fue que la Ley Villar Palasí era buena, pero que el Régimen no sería capaz de desarrollar todas sus novedades y potencialidades. Fue así, y su vigencia duró hasta los años ochenta, y su organización educativa pública todavía se mantiene hoy en parte. Su autor intelectual fue Ricardo Díez Hochleitner (Bilbao, 1928), un diplomático y experto en educación para las Naciones Unidas, que publicó un “Libro Blanco” sobre la Educación, que fue un acontecimiento en aquella España de ordeno y mando.

Como delegado de curso me enfrenté en asambleas a la huelga. Me apoyó decididamente el subdelegado de aquel curso, mi amigo Juan Helguera Quijada,  actualmente historiador de la industria castellana, que sufrió mucho más que yo, pues se utilizó el hecho de que recibía una mísera beca para “explicar” su actitud contraria a la huelga, una miserable acusación de la que aprendimos mucho de la condición humana. 

Estábamos en contra de la huelga porque no compartíamos su justificación: se argumentaba que las matrículas serían más caras con la Ley Villar Palasí. Realmente, lo que me movilizaba no era un respeto a una ley que procedía del denostado Régimen, ni a las verdades en ella contenidas, sino que era crítico porque falsedades como el encarecimiento de las matrículas, supondría un retroceso en la credibilidad del movimiento democrático de estudiantes, y lo que  eso  significaba entonces. 

Aquella huelga fue el final del Sindicato Democrático. Saqué una conclusión de aquella experiencia: para hacer política era necesario estar en un partido político. Por si tenía alguna duda, mis amigos del piso se afiliaron a uno, y entonces se separaron de mí. En otras palabras, me echaron del piso porque no era un revolucionario. Y tampoco encontraba un partido un reformista como yo.

Me dediqué a estudiar Historia, y sobre todo me recluí como un alquimista leyendo a Marx y a los que teorizaban sobre el socialismo. De eso diré algo más adelante.

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