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Opinión

"Qué bonita es la primavera"

Imagen de archivo de la portada de Facebook.

En uno de sus cuentos breves más ácidos y brillantes, Julio Cortázar (en mi opinión, el mejor escritor de cuentos de la historia de nuestro idioma) planteó la historia de un sabio que inventó una máquina para anular las palabras escritas. Si ustedes se fijan en esto mismo que están leyendo ahora, comprobarán que un texto no es más que una sucesión de curiosos dibujitos, casi todos con curvas y retorcimientos: las letras. Pues bien, había que enganchar el pincho de la máquina a uno de esos dibujitos, uno cualquiera. Le dabas al botoncito de nácar, la máquina pegaba algo así como un tirón y zas: todas las letras se estiraban como hilos y la página (el periódico entero, el libro) quedaba convertida en una sucesión de rayitas horizontales con algún punto aquí y allá. El texto desaparecía.

El sabio se fue a ver al mandamás del país y le hizo ver cómo funcionaba la máquina. El mandamás casi lloraba de alegría: “Entonces, si yo hago esto con los panfletos, los diarios de la oposición, toda esa mierda…” El sabio le confirmó que sí, que todo se volvería un montón de rayitas, pero cuidado: lo mismo le sucedería a la prensa favorable, a sus propios plumíferos. Todos desaparecerían a la vez. La respuesta del mandamás fue: “Qué le vamos a hacer, de cualquier modo salgo ganando”.

Lo espeluznante del cuento es el título que le Cortázar en 1979: “Nos podría pasar, me crea”.

Pues ya está aquí la maquinita. Hace pocos días, Facebook eliminó una información de este periódico en la que se explicaba precisamente quién es el sabio del cuento; es decir, cuáles son, en España, las empresas que deciden qué es una información veraz y qué es una noticia falsa que debe ser eliminada. Esas empresas son Maldita.es y Newtral. Ambas tienen vinculaciones más que evidentes con la periodista Ana Pastor (fundadora y única accionista de Newtral), de la cadena de televisión La Sexta, y con otras dos personas que, en el pasado, han estado vinculadas a la misma casa: Julio Montes y Clara Jiménez Cruz.

Para la inmensa mayoría de los ciudadanos, encerrados en casa como estamos, el contacto más frecuente con el mundo exterior es internet

En una situación como la que estamos atravesando, los bulos, las mentiras, las conspiranoias y las patrañas descaradas se multiplican. Es inevitable. Para la inmensa mayoría de los ciudadanos, encerrados en casa como estamos, el contacto más frecuente con el mundo exterior es internet, y eso es un océano inmenso en el que hay grandes zonas de agua clara, pero también gigantescos remolinos de detritus y miseria humana muy difíciles de contener.

Hace unos días, el ombudsman (defensor del lector) de uno de los diarios españoles más importantes constataba, alarmado, que la sección de “comentarios de los lectores” a las informaciones y artículos de opinión que se publican cada día ha sido invadida por la extrema derecha. Tiene toda la razón. Venía a decir que esa sección se ha convertido en un “muladar” y en una “ciénaga”. Esos términos usaba. Yo creo que son dos caritativos eufemismos, pero no pasa solo en ese medio: sucede en muchísimos más, también en este. Por culpa de esos trolls, en muchos casos perfectamente organizados y dirigidos, el espacio para el debate libre entre los auténticos lectores se ha convertido en un estercolero lleno de matones sin escrúpulos que lo enmierdan todo a base de insultos, calumnias, amenazas y desde luego mentiras. Son gente a la que parecen importarle muy poco los muertos, salvo para usarlos como macabra munición contra sus enemigos políticos (estos no tienen adversarios; tienen enemigos) y para aumentar la crispación que padecemos todos con el confinamiento. Es el retorno de la vieja tesis del “cuanto peor para todos, mejor para nosotros”, que en España usó ETA (y no es más que un ejemplo entre cientos) durante medio siglo, con unos u otros métodos.

El 'Juicio final' y la pornografía

¿Qué hay que hacer con ellos? ¿Qué hay que hacer con los inventores y multiplicadores de mentiras? Pues se pueden hacer dos cosas: o impedirles publicar o aplicarles la ley. Esa misma ley que protege como un derecho fundamental la libertad de expresión, que nos atañe a todos. Esa misma libertad de expresión que ellos, como todos los tiranos de la historia, eliminarían si pudiesen.

Facebook tiene, desde hace muchísimo tiempo, personas y mecanismos que censuran aquello que los lectores publican. Casi siempre se trata de pornografía, y la maquinita que inventó el sabio del cuento no es una metáfora: es de verdad, es una máquina, un programa. Todavía recuerdo el día, menos de dos años hará, en que esa maquinita impidió la difusión programada de un post puesto por mí en el que el texto escrito se ilustraba con imagen del “Juicio Final” que pintó Miguel Ángel Buonarotti en la Capilla Sixtina del Vaticano. ¿Motivo de la censura? “Demasiada piel desnuda en tu foto”, dijeron. Es verdad que luego rectificaron, pero la maquinita estaba allí para hacer su trabajo y vaya si lo hizo.

La gente que exige, airadísima, que se elimine tal o cual opinión, que se acalle a esta voz o a la de más allá, que se retire un libro o un vídeo o un programa de la tele

Pero el verdadero problema surge cuando no es la maquinita, sino las personas, las que deciden qué es verdad y qué no, qué puede difundirse y qué no. Es cierto (supongo) que Facebook actúa cuando los usuarios se lo piden, pero eso no pasa de ser un pretexto porque esa petición puede hacerla cualquiera. Cuando se aplica la censura, no a un bulo, no a una falsedad descarada y comprobada, no a un meme mentiroso e indecente como el de los ataúdes de Vox, sino a una información veraz sobre la propia censura, como le ha ocurrido a este periódico, pues es para echarse a temblar. Porque, como decía Kennedy, eso nos pone en peligro a todos. Sin excepción.

Las redes sociales han puesto en funcionamiento la “censura de masas”, por llamarla de alguna manera. La gente que exige, airadísima, que se elimine tal o cual opinión, que se acalle a esta voz o a la de más allá, que se retire un libro o un vídeo o un programa de la tele. Esa gente es lo que Juan Soto Ivars, en su indispensable libro Arden las redes, llama “pajilleros de la indignación”.

Informaciones pecaminosas

Son mucho más peligrosos que los censores individuales, contratados para eso, porque estos actúan siempre, ¡siempre!, ¿verdad?, de buena fe. Todos ustedes lo saben. Lo hacen por nuestro bien. Lo estamos viendo. Cuidan de la salvación de nuestras almas e impiden que nuestra mente angelical sea agredida por informaciones pecaminosas, y por ello tapan amorosamente nuestros ojos para que no veamos aquello que puede poner en peligro nuestra pureza y nuestro candor.

¿Hay que perseguir y eliminar las noticias falsas, las amenazas, las mentiras, las fake news? Yo creo que sí. La democracia debe defenderse de quienes pretenden acabar con ella. Pero con la ley en la mano. Con los límites estrictos y exactos de la ley, no con el arbitrio de una o varias personas que, ungidas por el mandamás del cuento con la milagrosa facultad de discernir qué es verdad y qué es mentira, qué es bueno y qué es malo, qué es cierto y qué no, acaben haciendo lo inevitable: convertir su propia opinión en ley. Barrer para casa. Apretar el botón de nácar y eliminar lo que no les gusta. A ellos. No a la ley.

O eso, o acabaremos titulando nuestros textos como este mismo: “Qué bonita es la primavera”, con la esperanza de que el censor, siempre atareado, pase la página convencido de que se habla de los narcisos y de las rosas silvestres y de las rumorosas fuentes de agua clara. Eso es lo que se hacía cuando Franco vivía. Pero Franco, aunque los trolls de los comentarios matonescos no lo quieran reconocer, se murió hace muchos años. Y menos mal.

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