Opinión

Aquella noche

La democracia ha de ser protegida todos los días, constantemente, cuando hay tranquilidad y cuando hay crisis, cuando hace buen tiempo y cuando truena

Ensayos y novelas sobre el 23F
Tejero en el Congreso de los Diputados EFE

Aquel lunes de febrero, a las seis y veinte de la tarde, yo estaba sentado en un aula de la Facultad, en Oviedo. Trataba de sacarme de encima la Prehistoria, que se me había atragantado. Cuando acabé el examen no sabía bien qué hacer. Decidí pasarme por el aula del Coro (yo cantaba entonces en el Universitario, que era magnífico), a ver si había alguien. Sí había. Andaban por allí tres o cuatro. Estábamos revolviendo partituras y haciendo risas cuando irrumpió Oíta como una tromba:

–¡Ha entrado la ETA en el Congreso y han matado a Felipe Gonzáleeez!

No hizo falta más. Salimos del edificio cada uno hacia su casa, admito que acojonadísimos. Para llegar a mi piso de estudiantes yo tenía que caminar entera la larga calle de Uría, desde la Escandalera hasta la estación del tren. Vi cómo las aceras se despoblaban rápidamente: todo el mundo desaparecía dentro de los portales. Tuve la ocurrencia de cruzar hasta la Renfe; en el vestíbulo había dos policías nacionales, vestidos de marrón, y yo, a pesar de los nervios, no me lo pensé:

–Ustedes perdonen. Acaban de decirme que esos hijos de puta de la ETA han entrado en el Congreso, en Madrid, y se han liado a tiros, parece que han asesinado a varios. ¿Ustedes saben algo?

Uno de los dos guardias, grande como un castillo, me miró desde sus dos metros de altura con cierta curiosidad, como se mira a un insecto, y dijo muy despacio:

–Ha sido la Guardia Civil.

Ahí yo debí de encoger medio metro, sonreí como un escarabajito y crucé rápidamente hacia mi casa. Estaban todos en la salita con la tele puesta y sin decir nada. César, que estudiaba para médico; Pablo y su novia, María, que dormían en la misma habitación (habían convencido a la dueña de que estaban casados; si no, de qué); Emilio, mi vecino de cuarto, y hasta doña Hortensia, la dueña del piso, aquella cubana exiliada, grandona, risueña y de pelo rojo, que era más de derechas que el general Narváez y que vivía en el piso de arriba, pero que había bajado “por su necesitábamos algo”. Es decir, porque le pasaba lo mismo que a todos los demás: que tenía miedo, y el miedo se aguanta mejor en compañía. Todos teníamos la misma cara: éramos como niños a los que les han roto un sueño, les han quitado la ilusión. Y era una ilusión tan bonita.

Recuperamos el resuello cuando habló el Rey por televisión, ya de madrugada. Nos abrazamos. Aplaudimos. Doña Hortensia siguió llorando, pero ahora de alivio. La dentellada nos había rozado pero no nos había mordido

A doña Hortensia le dio por llorar a voces, muy exageradamente (todo en ella era un poco desmedido, un poco tropical) y repetía por el pasillo: “¡Y ahora vamos a volver patrás, m’hijo, patrás como los cangrejos, como cuando el hijueputa de Fidel!”. Nadie se molestó en componerle el mapa ideológico-político a aquella mujer a la que adorábamos. Ni siquiera Pablo y María, que se decían comunistas (también a escondidas). Lo importante era que estuviese allí, con nosotros.

Recuperamos el resuello cuando habló el Rey por televisión, ya de madrugada. Nos abrazamos. Aplaudimos. Doña Hortensia siguió llorando, pero ahora de alivio. La dentellada nos había rozado pero no nos había mordido. La del alba sería cuando yo me metí en un tren inverosímil, un cacharro que tardaba horas y horas en reptar por las cuestas del puerto de Pajares, y me fui a León con mi familia.

De todo aquello acaba de hacer cuarenta años. Yo tenía veintidós y lo recuerdo como si fuera hoy, mejor que muchas cosas que pasaron antes y que pasarían después. Recuerdo también que la Justicia militar impuso a los golpistas unas sentencias que parecían redactadas por sus madres. Y que el valiente Leopoldo Calvo-Sotelo recurrió aquella componenda de amigachos y llevó a aquellos sinvergüenzas ante la Justicia civil, que puso las cosas en su sitio.

Vileza y falta de honor

Muy pronto empezó a hablarse de que también ese segundo juicio estaba amañado porque quien había inspirado el golpe era el propio Rey. ¿Quién esparcía aquella patraña? Pues quién iba a ser: los propios golpistas y la extrema derecha, que pretendían tapar así, escondiéndose como conejos detrás del Rey, su propia cobardía, su vileza y su falta de honor. Y su inaudita torpeza.

Hoy se han agregado a aquel bulo de la extrema derecha dos grupos más: la extrema izquierda y los secesionistas, que pretenden erosionar no solo a la Corona sino a la propia democracia, al propio Estado, por motivos que cabría calificar de rapiña política. Pero hay que admitir que aquel bulo caló profundamente en gran parte de la sociedad. Es que somos españoles: sentimos una especie de vértigo erótico alimentando nuestras propias decepciones, nuestro más negro desaliento, para poder quejarnos, que es lo que más nos gusta.

Nunca se sabrá toda la verdad sobre aquello, dicen los cuñaos, más abundantes que nunca en este caso. Coño, pues claro que no. Eso sucede siempre. Los españoles, incluso los historiadores, se pasaron décadas enteras inventando delirios para explicar quién mató a Prim en diciembre de 1870, porque la respuesta correcta (el asesinato lo ordenó el duque de Montpensier) era demasiado sencilla y, esto sobre todo, se cargaba la posibilidad de contar cuentos conspirandeiros, que era lo más interesante. Nunca querremos saber del todo por qué se cayó el avión de Sanjurjo, quién pagó el motín de Esquilache, cuánto dinero distrajo Franco o quién mató a Viriato. O, ya puestos, por qué Messi se quiere ir del Barça, que eso sí que es un enigma insondable que tiene a millones de personas en un sinvivir.

Nunca faltará un cuñao que asegure que Hitler no se suicidó y que escapó a la Argentina, que las pirámides de Guiza las construyeron los extraterrestres, que el “elefante blanco” de aquella noche era Marujita Díaz

Se sabrá mucho de casi todo, e incluso de podrá llegar a saber todo de algunas cosas, pero no hay remedio: nunca faltará un cuñao que asegure que Hitler no se suicidó y que escapó a la Argentina, que las pirámides de Guiza las construyeron los extraterrestres, que el “elefante blanco” de aquella noche era Marujita Díaz o que el rey Juan Carlos, que paró el golpe por la sencilla razón de que era el único que podía hacerlo, en realidad era su inspirador. Es decir, que después de haberse jugado literalmente la vida para desmontar el franquismo en apenas año y medio, tuvo la ocurrencia de ponerse a conspirar con el lumbrera de Tejero para restablecerlo. Sí, hombre. Tómate otra cervecita, cuñao, pero déjalo ya, anda.

De aquella larga noche saqué algunas cosas en claro. Una, que es maravilloso tener veintidós años, y no cuarenta más. Otra, que la democracia ha de ser protegida todos los días, constantemente, cuando hay tranquilidad y cuando hay crisis, cuando hace buen tiempo y cuando truena; porque es, por su propia naturaleza, frágil, y nunca faltará quien pretenda cargársela. Algo así estamos viviendo otra vez… Una más, que nunca hay que hacer caso de los cuñaos.

Y la última… pues que aquel día aprobé la Prehistoria. Caaaramba.