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Análisis

Se quedan: un hombre estreñido que sonríe y aquel cadáver que nadie llegó a sepultar

Mariano Rajoy besa a su mujer en el balcón de Génova.

Mariano Rajoy es el ganador de la noche y no lo parece. Hasta la felicidad en el líder del PP luce estreñida. Como en cada aparición pública, el presidente de gobierno en funciones saca a pasear su sonrisa de estropajo, los pesados saltitos de un barril que no bota. Rajoy habla con la boca encogida, con ese aspecto de donete que adquieren sus labios cada vez que se dirige a su audiencia. Mariano Rajoy habló primero a su partido y luego a los españoles, en ese orden. Lo hizo con esa manía suya de dejar a las palabras romas, faltas de consonantes -ganao, escuchao, trabajao- y a veces de luces. Pero ésta es una noche especial -sus militantes gritan la consigna de Podemos: "Sí, se puede", "Sí se puede"-. Este domingo 26 de junio, Mariano Rajoy tiene motivos para estar contento sí, pero no tantos como para echarse en una hamaca: lleva en sus espaldas una cordillera de estiércol y corrupción en el Partido Popular. Y esas, las que se forman con los amontonamientos de cosas que se pudren, pesan más que cualquier otra montaña. por eso no bota -o bota tan mal- el presidente. Ha de ser por eso que Rajoy lleva el rictus roto de quien sabe que debe una hipoteca que no será capaz de pagar.

Mariano Rajoy tiene motivos para estar contento sí, pero no tantos como para echarse en una hamaca: lleva en sus espaldas una cordillera de estiércol y corrupción en el Partido Popular

Repetirá en Moncloa Mariano Rajoy. Sí, con 14 escaños más, por poco la misma cantidad de los que perdió Ciudadanos. El Partido Popular supo usar bien el argumento del voto útil para hacerse con el apoyo y el entusiasmo de cientos de miles de votantes que Ciudadanos dejó escapar por la gotera del desgaste y el grifo de los miedosos. Porque si hubo un grifo abierto en esta campaña fue ese: el de quienes decidieron retirar sus avales al novísimo  Rivera y abonarlos todos al viejo y manido Mariano Rajoy, aquel hombre sin atributos que socavó la juventud de Rivera. Y eso parece saberlo el candidato de Ciudadanos: fue  incapaz de retener a sus votantes , de convencerlos para que no acudieran a las urnas con la nariz tapada al introducir una papeleta azul que el diciembre pasado había sido naranja. Por eso el gesto roto de Rivera. Ese no sé qué de barco que se hunde que transmite su comparecencia, la penúltima de la jornada. La tripulación en pleno a bordo todavía de un barco con agujeros.

“Yo no voy a decir como otros partidos que ésta ha sido una noche maravillosa. No. Hemos perdido nueve décimas. A pesar de la polarización, tres millones de españoles han dicho que el centro existe”. Cual capitán Ahab, Albert Rivera arponea en el aire, blande la ley electoral como una causa con la cual pescar una explicación. Acaso porque de ahora en delante verá en el PP a su ballena blanca. Oscuro y bronco, así era el gesto de Albert Rivera ante las cámaras la noche del domingo 26 de junio: el gesto de alguien a quien le han arrancado una pierna, alguien que ve hundirse su Pequod de aquella manera: naranja e inevitable, como una puesta de sol. La chulería natural, acaso la autosuficiencia antipática que a veces muestra Albert Rivera cuando se siente exhausto y acorralado, es la misma que le metamorfosea la cara esta noche de domingo. El político catalán y candidato a la presidencia de Gobierno por Ciudadanos lleva en las comisuras la sonrisa manoseada del perdedor, la del que le toca decir lo que nadie quiere escuchar. Y sin embargo, en Génova, en modo balconcillo, sus oponentes bailaban como porristas cojas salvadas de un ciclón.

Si hubo un grifo abierto en esta campaña fue ese: el de quienes decidieron retirar sus avales al novísimo  Rivera y abonarlos todos al viejo y manido Mariano Rajoy

El PP venció la noche de este domingo. Sí, venció. A pesar de acudir a estas segundas elecciones generales con el  barro de la corrupción llegándole hasta el cuello y de estar  a punto de partirse  la crisma con las jabonosas escuchas de Jorge Fernández Díaz, los populares se repusieron de sí mismos. Algo que comenzó a saberse cerca de las nueve y media en la séptima planta de Génova, en la que Rajoy, en compañía de su mujer y sus hermanos, veía cómo obraba el milagro veloz de no morir. En su comparecencia, Mariano Rajoy mostraba la sonrisa golosa del corredor que se ha salvado del revolcón seguro de un miura en La Estafeta.  La vicepresidenta, que habló hora y media antes para anunciar los resultados, pareció mostrar más pecho que él  para cantar aquella victoria. Pero ya se sabe: un hombre estreñido es presa de todo cuanto hace peso en su cuerpo.

Beatrix Kiddo en Ferraz y la corbata estropeada de Pablo Iglesias

Aunque  nadie ha visto jamás sonreír un cadáver, Pedro Sánchez se aplicó y enseñó los dientes la noche del domingo. Lo hizo con una sonrisa de concreto, una pétrea mueca de quienes prometen volver para vengarse; para partir las piernas a quienes lo dieron por muerto. En unas elecciones en las que todos hablaban de sorpasso, de muerte política, de derrota y más derrota, el líder de los socialistas se mantuvo, aguantó el huracán con el que Pablo Iglesias sopló sobre el voto de izquierdas para hacerse con el botín; y así pasar de pactos o cortejos.  En la noche del 26 de junio, Pedro Sánchez tuvo su propio domingo de resurrección. Sonreía ante las cámaras como quienes prometen venganza, como quienes dicen, ejem ejem, no he muerto. Sánchez parece incluso más vivo –menos maniquí animado- que en cualquier debate en los que ha participado desde la campaña pasada.  Era la Beatrix Kiddo de los socialistas, pero también el agradecido superviviente que consiguió agarrarse a los manguitos del PP para no morir en lo que todos consideraban un naufragio seguro. Para disimular, Sánchez dijo no estar satisfecho: “ los socialistas queríamos ganar las elecciones y no lo hemos conseguido”. Ujum. La insatisfacción le dio para mucho entre otras cosas: devolver a Podemos un guantazo, un ladrillazo envuelto en terciopelo que le enderezara la dentadura a Pablo Iglesias, que a esa misma hora pedía cacao y diálogo.

Pablo Iglesias vestía doble corbata: el trapo morado que llevaba al cuello de una camisa de blanco percudido  y la soga anímica que le apretaba el gesto

Porque -todo sea dicho- la noche pintó menos, pero mucho menos alegre, en el bastión de Podemos.  Aunque nadie anunciaba masacre en la formación morada, fue justamente en esta donde salió el primer herido de la noche. El recital de enfado lo inició Iñigo Errejón, jefe de la campaña de los podemitas y el primero de los morados que se dirigió a los medios con un mensaje de reclamo y harakiri. “Es un mal resultado”, dijo con la boquita apretada que usan los niños para disentir. Los resultados, los que se conocían hasta esa hora, sólo conseguían “enlentecer un proceso de cambio político que comenzó en 2011 y que es irreversible”, dijo. Aunque, advirtió en modo por ahora: "en ocasiones -dijo- los procesos de cambio no se dan de manera lineal" ni con la "fuerza" y la "velocidad" que a Podemos le gustaría. A Errejón le siguió, dos horas después, un luctuoso Pablo Iglesias, quien vestía doble corbata: el trapo morado que llevaba al cuello de una camisa de blanco percudido  y la soga anímica que le apretaba el gesto. Muy lejos de esa performance del predicador de Kierkegaard en una cafetería universitaria que representó el 20 diciembre de 2015, esta vez Iglesias se mostró cauto, solo con el cuidado de quien sabe que puede perder más de lo que ya ha perdido. Pablo Iglesias se mostró abierto al diálogo con las fuerzas progresistas, dejó de alardear como quien tiene la sartén por el mango. “He escrito a  Pedro Sánchez un mensaje para que pudiésemos hablar, pero sería sensato. Tenemos que dialogar”, dijo. El nudo de la corbata debía de estar apretándolo y bastante. Nunca pedir clemencia tuvo que resultar tan incómodo. 

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