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Opinión

Adicciones y repartidores

Ahí aparece el repartidor de las ocho y diez.

Se repite como un mantra eso de que "no estábamos preparados para algo así". Es evidente que no lo estábamos ni social ni política ni psicológicamente. No sólo porque nos creyésemos invulnerables como sociedad y no lo esperásemos, porque se abandonasen las investigaciones preceptivas o porque no se comprasen los materiales necesarios para combatir algo así. No estábamos preparados porque no podíamos ni imaginar que nos iban a quitar los bares y restaurantes. Ahora nos los han quitado y eso en España es sencillamente insoportable.

Ir a cenar o comer por ahí es una necesidad que vertebra nuestra vida mediterránea. Ansiamos llevar a cabo ese rito social, sea más a menudo o como mera celebración puntual. Desconozco si se trata de algún tipo de complejo de clase heredado, pero la realidad es que queremos que nos hagan y nos sirvan la comida, sea en un bar de raciones tan grasientas como baratas o en un restaurante de platos tan innovadores como caros. Además, en el caso de los padres de familia la cosa coge tintes románticos, porque por una vez la pareja disfruta y se oxigena y hasta sueña sin sus niños.

El confinamiento nos ha quitado ir a comer fuera al igual que nos ha sustraído otras adicciones como tomarnos unas cervezas o un café con los amigos. Hiere el alma ver desde la ventana un sol radiante que nos traslada a esas terrazas perdidas donde volveremos demasiado tarde. La única opción que nos queda para simular una cena o comida fuera de casa es llamar al repartidor o, mejor dicho, llamar al restaurante para que nos envíe al repartidor que traiga el condumio. En nuestra casa todavía no lo hemos hecho pero creo que lo haremos en breve para celebrar que por fin podremos sacar a los niños a esas calles que preside ese vacío apocalíptico.

El repartidor pasa todos los días a las ocho y diez, con la misma bicicleta, por la misma acera -pese a que tiene un carril bici al lado- y con ese mismo aire sombrío, como dirigido por la tristeza o el hartazgo. Hay mucha pena acumulada en esos ojos tristes

Cuando llamemos, que llamaremos orillando el miedo al contagio, espero que nos traiga la cena el repartidor de las ocho y diez. Lo califico así no porque servidor esté enloqueciendo por estar encerrado, que es posible, sino porque todas las tardes, después del aplauso, a eso de las ocho y diez, lo veo desde nuestra ventana. A la misma hora, con la misma bicicleta, por la misma acera -pese a que tiene un carril bici al lado- y con ese mismo aire sombrío, como dirigido por la tristeza o el hartazgo.

Esos rasgos ya se adivinaban desde mi ventana del undécimo, pero mi deducción se convirtió en certeza un día que lo vi de cerca, esta vez más tarde de lo habitual, cuando bajé a tirar la basura. Iba con la mirada perdida y la bicicleta parecía conducirse sola. Parecía un zombi pero no asustaba. Creí y creo que hay mucha pena acumulada en esos ojos tristes. Supongo que vive cerca y sale a las ocho y diez de casa porque es su hora de ir al trabajo. O tal vez aplaude y justo después se pone en marcha. O viene a aplaudir a nuestra calle o vaya usted a saber. Pueden verlo en la imagen que ilustra este texto, hecha en uno de estos treinta y siete días de reclusión involuntaria. 

Los camellos están utilizando las empresas de reparto para mover la mercancía. Este sector, muy golpeado por el confinamiento, mueve unos 6.000 millones de euros al año en España. No podemos engañarnos ni mirar para otro lado: muchas personas se drogan y quieren o necesitan seguir haciéndolo

Quiero que nos toque el repartidor de las ocho y diez porque deseo hablar con él. No le voy a preguntar por los motivos de su tristeza, pero necesito plantearle dos cuestiones. La primera de ellas es si es consciente de haber trasladado droga. Lo digo porque me inquieta haber leído en varios medios que los camellos están utilizando las empresas de reparto para mover la mercancía. Este sector, muy golpeado por el confinamiento, mueve unos 6.000 millones de euros al año en España. No podemos engañarnos ni mirar para otro lado: muchas personas se drogan y quieren o necesitan seguir haciéndolo. 

La segunda pregunta para el repartidor de las ocho y diez es cómo les ha sentado a sus compañeros y a él mismo que la empresa para la que trabajan, la famosa Glovo, haya decidido reducir a la mitad la tarifa de los pedidos. Antes estos riders recibían una base de 2,5 euros por cada viaje que hacían y ahora cobran 1,20. Los repartidores siempre han estado bastante desprotegidos y ahora viven una situación extraña, porque por un lado sirven menos comida preparada pero por otro también reparten la comida de los supermercados. Lo que les faltaba es que los camellos los utilicen y, por ello, los pongan en peligro. Si al menos cobrasen prima quizás les mereciera la pena el riesgo, pero no es el caso. 

Puedo prometer y prometo que mis dos preguntas al repartidor de las ocho y diez no son una excusa para escribir un artículo -es evidente que ya está escrito-. No están pensadas con mala intención o para colmar mi adicción al cotilleo, pero la verdad es que tal vez resulten inoportunas tanto si nos toca él como si nos toca otro repartidor. Además, tampoco creo que sea posible hacerlas, porque acabo de leer que los riders dejan los paquetes en el ascensor para que no haya contacto. Lo que me lleva a concluir que efectivamente no estábamos preparados para todo esto y que mejor será dejar el capricho para después del confinamiento, sea cuando sea. 

 

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