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Opinión

A sir Huw, a Víctor, a tantos otros

Hoy comprendo a Lilibet. También a mí me calmaría tener al lado, por siempre, a mi médico de confianza

La reina Isabel II
La reina Isabel II EFE

Pasados más de siete días desde que la muerte de Isabel ll sacudiera unas raíces amarradas, con firmeza, a tierra inglesa durante más de setenta años, vuelvo a la tarde de aquel jueves ocho de septiembre. Regreso a aquellos primeros artículos escritos, imagino, a golpe seco de teclado en unas redacciones mudas por el impacto de un final inminente. Textos en los que dos palabras sobresalían por encima de todo: salud y preocupación. Y entre esas mil y una noticias que se repetían como se repite el feriante de una tómbola, guardé -cosas del subconsciente- el siguiente titular: “Qué médico de cabecera atiende a la Reina de Inglaterra”. Se trataba de un tal Sir Huw Jeremy Wyndham Thomas. Su doctor desde hacía años. Tan importante en la vida de la monarca como en su fallecimiento. El hombre que, junto a los hijos de Lilibet, se mantuvo al pie de su cama en el castillo de Balmoral mientras su respiración se consumía al tiempo que su reinado.

Cuando leí aquello de “médico de cabecera” recordé la encuesta que hicimos hace unos meses en el programa de televisión en el que trabajo, a las puertas de la facultad de Medicina de la Universidad del País Vasco. De todos los futuros sanitarios a los que entrevistamos, ninguno quería ser médico de familia. Suele ser de las últimas opciones en la lista de preferencias de los MIR. Llevan demasiado tiempo quejándose, los profesionales que ejercen esta especialidad, de la saturación en la atención primaria, de la sobrecarga de trabajo, de las malas condiciones laborales. Según datos publicados por el Informe Anual del Sistema Nacional de Salud, en 2019, por cada mil pacientes sólo había disponibles 0,8% médicos de familia.

Y a todo esto se suma el desprestigio de un área, de una pieza cuya función me gustaría reconocer hoy a través de estas líneas, porque es crucial en un puzle que tiene la encomiable misión de salvar vidas. ¿A quién acudimos si no cuando nuestro cuerpo, nuestra mente, da una señal de alarma? ¿Con quién establecemos ese primer contacto, el más desesperado, antes de acabar, quizá, después, en un especialista?

El caso es que, estos días, se jubila. Cuelga la bata blanca si es que alguien tan entregado llega a hacerlo alguna vez, aunque oficialmente deje de pasar consulta

Yo puedo decir, sin que me tiemble la voz, que mi médico de cabecera me ha rescatado del abismo en muchísimas ocasiones. Demasiadas. Se llama Víctor y sólo tengo para él palabras de agradecimiento. El caso es que, estos días, se jubila. Cuelga la bata blanca si es que alguien tan entregado llega a hacerlo alguna vez, aunque oficialmente deje de pasar consulta. Todavía recuerdo el primer día que me tendió la mano. Yo acababa de llegar a Madrid para trabajar en televisión y cumplir sueños. Tenía 22 años y aquel aterrizaje en una ciudad gigante para alguien chiquita como yo fue, digamos, un aterrizaje de esos en los que el avión da tumbos y nunca termina de detenerse en la pista. Tantos cambios, tantas novedades en tan poco tiempo pasaron, de alguna forma, factura a mi escuálido esqueleto y a mi cabeza desordenada. Así que, viajé a mi pueblo, al norte, a casa, en busca de ayuda y la encontré. Ahí comenzó una relación doctor-paciente que duraría casi 20 años. Hay matrimonios que no llegan ni a la cuarta parte.

Su presencia sosegada tras la mesa. Sus preguntas. Sus palabras, escasas pero reconfortantes. Su forma de escribir en aquellas tarjetas todo lo que yo le iba narrando. Sus recetas mágicas. Su escucha. Sobre todo, eso. Su escucha. Podía llevar ya unas cuantas personas por delante y tener una sala de espera llena por detrás, pero yo siempre tenía la sensación de ser, en ese preciso momento, lo más importante en aquella habitación minúscula con espacio para una camilla. Esa sensación ya era como una tirita para una herida sangrante. Entonces, salía de aquel despacho y atravesaba aquella puerta curada aun sin estarlo. Todos los años, pese a vivir lejos, acudía a él, al menos una vez, para que me hiciera un chequeo, una puesta a punto, para que apaciguara mis dolores, físicos o mentales. No olvido una de mis últimas visitas. Era principios de diciembre de un año que no alcanzo a precisar. Me presenté en su consulta como el soldado que regresa de la batalla. Exhausta. Y nada más verle comencé a llorar. No estaba bien. “Tu cuerpo ha dicho basta”, pronunció. “Tienes que parar ahora o, después, será tarde”. Y, de nuevo, me ayudó a ponerme en pie. En más de una ocasión me llamó a Madrid interesándose por mi evolución. No sabe él la tranquilidad que me daba sólo ver su teléfono en mi lista de contactos. Era una manera de tenerle cerca.

Y lo cierto es que siempre creí que estaría ahí, que las personas importantes sobreviven, pero no es así. La noticia de su jubilación me ha causado cierta zozobra porque ahora tengo que buscar otro Víctor si es que existe. Y pronto llega el otoño y las noches se alargan, con todo lo que eso conlleva. Y hoy comprendo a Lilibet. También a mí me calmaría tener al lado, por siempre, a mi médico de confianza aun cuando él ya no pudiera más que acompañarme en mi último soplo de vida.

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