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Opinión

Razones de respeto

El presidente francés Emmanuel Macron en la Eurocámara.

El pasado lunes pudimos ver la escena en la que un estudiante de instituto interpelaba a Macron con un “¿Qué pasa, Manu?” durante un acto público. El presidente francés le llamó la atención, recordándole cómo debía comportarse en un acto oficial o dirigirse a la más alta magistratura del Estado: ‘Me llamas señor Presidente de la República o señor’. Macron le estaba pidiendo al chico que tuviera más respeto.

El término está en boca de todos. A juzgar por lo mucho que se invoca, en las relaciones personales o en la vida pública, podríamos pensar que vivimos en la época dorada del respeto. Pero eso no es necesariamente una buena señal, como revela la anécdota de Macron. Cuanto más se reclama respetar esto o aquello, más queda en evidencia que no es suficientemente respetado o que no es tratado como debería serlo. Nunca como en los últimos meses hemos hablado tanto del respeto por la Constitución o por el Estado de Derecho. Mal síntoma.

No es difícil mostrar la ubicuidad del respeto en nuestro lenguaje y la gran importancia que le concedemos. Se nos inculca desde pequeños que debemos respetar a padres, profesores y a los mayores, igual que hay que atender a los sentimientos y los derechos de los demás. Por eso muchos sitúan el respeto en el centro mismo de la tarea educativa. Las exigencias de respeto se extienden a reglas y leyes, a cargos e instituciones públicas, y al mismo régimen democrático. Hoy en día se pide respeto por tradiciones culturales y señas de identidad, por símbolos de todo tipo, sentimientos religiosos y por la orientación sexual de los individuos; hasta hay quien asegura que todas las opiniones son respetables. Como se ve, muchas cosas pasan por ser objeto de respeto.

Cuanto más se reclama respetar esto o aquello, más queda en evidencia que no es suficientemente respetado o que no es tratado como debería serlo

Cuando se trata de personas, la confusión no es menor. Tenemos un gran respeto por algunas personas, en razón de su carácter, sus logros o méritos, mientras que por otras sentimos poco o ninguno. Al mismo tiempo se dice que todas las personas, por el hecho de serlo, merecen igual respeto. Más aún, hay quien sostiene que la idea del respeto por las personas, entendida en este segundo sentido, constituye el núcleo mismo de la moralidad, de forma que nuestras obligaciones morales hacia los demás vienen a plasmar esa idea y se derivan de ella. De ser así, cabe añadir, no habría obligaciones específicas referidas al respeto, puesto que respetar a una persona consistiría sencillamente en tratarlo de forma justa, conforme a los deberes y razones morales correspondientes. ‘Ten un poco de respeto’ vendría a ser como ‘pórtate bien’, lo que no siempre es el caso. El respeto, además, no sólo se dirige a los otros; también hay que tener respeto por uno mismo, como a veces se nos exhorta.

La popularidad del lenguaje del respeto contrasta con nuestra dificultad para hacernos una idea clara del concepto. En un artículo reciente en El País se preguntaba Olivia Muñoz-Rojas si todos entendemos lo mismo cuando hablamos de respeto y sugería una ‘definición mínima’, más bien una interpretación aceptable, para una sociedad democrática. Si nos centramos en su pregunta, la dificultad se hace manifiesta en los diversos modos en que hablamos del respeto: a veces es algo que se siente o una actitud, otras se presenta como un valor, y a menudo se trata de cierta clase de conducta o tratamiento. Por eso, en lugar de buscar directamente una definición, quizá sea mejor estrategia señalar los ingredientes que cualquier concepción del respeto, sea cual sea su objeto, debería conjugar.

Para empezar, aquello que respetamos reclama especial atención. Recordando el origen latino del término, respeto significa miramiento y consideración; por ello, respetar algo supone percatarse de su valor y reconocer su importancia. Segundo, aunque las cualidades valiosas variarán en función del objeto de respeto, esa importancia impone una actitud de deferencia, característica de quien respeta. Como vemos en pequeños gestos cotidianos como ceder el paso, esa deferencia se expresa en la disposición a dar prioridad al objeto de respeto, sin subordinar su valor a nuestros deseos e intereses. Por eso, como dicen los filósofos, el respeto tiene un carácter categórico que se traslada necesariamente al comportamiento de quien respeta. Si respetamos algo, no podemos tratarlo de cualquier modo, sino con atención y cuidado. No está permitido dañarlo, atentar contra su integridad o maltratarlo de cualquier manera, pero tampoco comportarse de forma descuidada o negligente. Respetar algo, en suma, significa responder apropiadamente a su valor, aceptando ciertas obligaciones en nuestro trato con él.

De ahí el sentido de acatamiento que acompaña al respeto y que contrasta con otras formas más ricas de responder al valor. Mientras que ser amigo o amar a una persona significa involucrarse en su vida, haciendo nuestros sus fines e intereses, buscando su compañía e intimidad, el respeto guarda las distancias, por así decir. Por eso las razones para ser amigo de alguien dependen de nuestros gustos, inclinaciones y proyectos personales, lo que no ocurre con las razones para el respeto. Éstas nos plantean exigencias más básicas y categóricas, como no menospreciar, dañar o hacer escarnio, aceptando ciertas restricciones en el trato con la otra persona. Las razones de respeto vienen a marcar los límites que no debemos traspasar, preservando aquello que respetamos.

Nunca como en los últimos meses hemos hablado tanto del respeto por la Constitución o por el Estado de Derecho. Mal síntoma

El análisis tiene que ser abstracto si queremos dar cuenta de la amplia variedad de formas de respeto. En su artículo Muñoz-Rojas ligaba el respeto a ‘la idea de que las personas somos intrínsecamente iguales’, limitándose así al respeto entre personas y proponiendo una concepción del mismo como reconocimiento mutuo entre iguales. Con ello obvia que tradicionalmente el respeto ha estado estrechamente vinculado a la jerarquía y el rango, como algo que debemos a quienes son superiores a nosotros en algún sentido. Quizá puede alegarse que en una sociedad democrática ese tipo de deferencia hacia el superior ya no tendría lugar. Pero sería precipitado suponer que en sociedades como las nuestras no hay jerarquías institucionales o relaciones asimétricas. Allí donde hay figuras de autoridad aparecen las razones del respeto. Pensemos en el juez en el tribunal, el profesor en el aula o el presidente de la República en un acto oficial. Eso no quita para que las formas básicas de respeto entre ciudadanos hayan de ser igualitarias.

Lo más peliagudo del respeto entre personas tiene que ver con el hecho de que éstas, al contrario que los símbolos o las instituciones, son conscientes de su propio valor y extremadamente sensibles a la estima en que los tienen los demás. Ahí está una de las fuentes perennes de conflicto en las relaciones humanas, como señalaba Hobbes, quien avisaba de que “nimiedades como una palabra, una sonrisa, una opinión diferente o cualquier otro signo de menosprecio” podía provocarlo. Las redes sociales, y la vida cotidiana en general, ofrecen un interesante material de estudio al respecto.

Dicho de otro modo, las personas se sienten ofendidas y heridas cuando entienden que se les falta al respeto, lo que genera resentimiento. Por eso, tratar con respeto habitualmente significa también mostrar respeto con palabras y gestos, como pedía Macron. No pocas de las controversias actuales tienen que ver con esas manifestaciones simbólicas de respeto. Sostener la puerta y ceder el paso a una señora era un gesto acostumbrado de deferencia, hoy criticado por algunos. Lo que suscita una de las cuestiones más intrigantes acerca del respeto, especialmente en sociedades plurales y momentos de cambio social, pues hay algo universal acerca de las razones de respeto y al mismo tiempo sólo podemos entenderlas y aplicarlas de forma contextualizada. Todos queremos respeto, pero el modo de ofrecerlo y recibirlo depende en gran medida de las prácticas sociales y usos cambiantes.

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