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Opinión

Prohibido dar de comer a los separatistas

Quim Torra y Roger Torrent durante la 'marcha por la libertad'

Si no fuera porque es grave, el separatismo sería una fuente incesante de humor. Surrealista, claro, pero humor. De encerrarse dentro de unas pseudo jaulas en solidaridad con los presos a plantar cruces amarillas en el fondo del mar, su repertorio es inagotable. Lo último: una acampada sin acampantes.

Ir yendo vosotros, que luego, ya si eso, iré yo

La Diada amaneció, entre otros prodigios y señales sobrenaturales, con un tuit de un integrante de La Trinca, que ha pasado de ser un devoto y vehemente defensor del PSC y el maragallismo a redescubrirse a sí mismo como apóstol del separatismo. Decía el hombre a sus cofrades que podrían hacer una acampada “permanente” hasta que los presos estuvieran en libertad y hubiese república catalana. Ahí es nada. Todo muy enfático, con esa falsa alegría prefabricada que tanto me molesta. ¿Ustedes se imaginan a Robespierre o a Lenin sonriendo y contando chascarrillos mientras hacían la revolución? Pero el proceso tiene esas cosas imaginativas, inventando una categoría aún no vista en la historia hasta el momento, el de revolucionario bromista. Se ha convertido en algo de obligado rigor en estos casos, ya saben, mucho doble sentido, mucha broma escatológica, y, sobre todo, una proximidad que a quienes defendemos el modelo de Pla de amigos, conocidos y saludados nos incomoda mucho. Es ese “Ei, company”, las frases de Dale Carnegie de estar por casa tipo “Venga, esto lo tenemos ganado”, sí, esa alegría de boy scout aparentemente probo que esconde un corazón de un licántropo aullador ante un póster de Hustler y tal. Ni que decir tiene que la cosa fue un fracaso total. Pocas apelaciones a hacer algo han tenido menor repercusión en la historia de la humanidad, a excepción de la que Noé dijo a sus vecinos “Yo de vosotros cogería un paraguas”. A la cita acudieron menos de diez personas.

A lo mejor, y eso es sólo una hipótesis de trabajo, no le hicieron mucho caso porque muchos otros, como él, tuiteaban instalados en ese paraíso imaginario que es el universo estelado y, claro, en aquella dorada pléyade de tuits, consignas y ardores cuatri barrados cualquier idea, por más bondades que contenga, puede pasar desapercibida. Verbigracia, un tuit nos emocionó sobremanera, el de un caballero de industria, a la sazón propietario de una compañía de telefonía sin hilos, que exhortaba a los manifestantes con la siguiente consigna: si tan sólo un diez por ciento de los asistentes a la manifestación separatista contratara sus servicios podrían tener una empresa catalana, eh, pero catalana de verdad, capaz incluso de plantarle cara a las del siempre temido y odioso IBEX.

La diferencia evidente, cristalina cual espejo, consiste en que el señor del teléfono buscaba un lucro – hay que disimular mejor, mire a los de AGBAR – mientras que el ex Trinca apelaba al sentido patrio por el mero hecho de hacerlo, sin ánimo de obtener ni un mísero maravedí con ello. Eso le honra. Tampoco creemos que le haga falta, añadimos, que estos chicos van por la vida con el riñón bien forradito gracias, entre otras cosas, a trabajar para televisiones oscuras, represoras, sesgadas y colonizadoras como TVE, en la que, por vía de ejemplo, producen Operación Triunfo.

Ahora bien, desconociendo si la empresa telefónica de marras ha incrementado sus clientes, que ya les digo que no, la llamada al cámping, la fiambrera y la protesta a los años setenta ha sido, ¿cómo decirlo?, un fracaso más rotundo que intentar colocar en Tele 5 un programa cultural. Es perfectamente constatable: pasen por la plaza de Sant Jaume y verán delante de la Generalitat a nueve personas con una pancarta. Quisiera dejar una cosa muy clara: merecen todo mi respeto y consideración. Están ahí por sus ideas y nada tengo que objetar a tal cosa porque, gracias a esa Constitución que denigran, pueden ejercer con total libertad ese derecho a manifestación que cualquier dictadura reprimiría sin piedad. Los tiros van por otro lado.

No respetan ni a los suyos

Me refiero, y hacia ahí va mi crítica, a los politiquillos que pasan delante de ellos, les dan la mano, se hacen fotos, gesticulan haciendo grandes visajes y hala, siguen su camino hacia el confortable despacho oficial, rompeolas de la realidad en el que tan a gusto se está. Torra y otros Consellers han hecho el paripé con los acampados. Ni Dios ha acudido a sentarse con ellos todo un día o una tarde, siquiera para tomarse un cafelito. Están solos, como lo están aquellos que, de buena fe, creyeron que los cantos de sirena neoconvers eran la palabra de Dios encarnada en Mas. Los acampados representan a los desengañados del separatismo, aunque no lo sepan. Estaría muy bien que personas como López Tena o Espot se pasaran por allí y les contaran la verdad del asunto, ellos que, como muchos otros, supieron ver antes que nadie la cobardía que se escondía tras las palabras de Mas, de Puigddemont y ahora de Torra.

A eso han quedado reducidos los militantes separatistas de corazón, a ser extras en manifestaciones a la coreana, a meterse en jaulas creyendo que con eso ya se ha solucionado el problema de los presos o a plantarse delante de una Generalitat repleta de vividores. No teman que ningún cargo público comparta con ellos la dureza del suelo. Tanto que invocan a Xirinachs y qué poco lo imitan. Y no es que yo defienda sus posturas, que bien sé en carne propia lo que esconden detrás de tanta sonrisita y tanta mendacidad, lo que me indigna es que a los profesionales del separatismo solo les falta echarles una moneda a los que allí se sientan en medio de un desconcierto total. Quizá deberían emular al mítico parque de Yellowstone que aparecía en los dibujos de nuestra infancia en el que veíamos un rótulo que rezaba “No dé de comer a los animales, excepto a Yogui”. Así, la gente que nos visita y ve con estupefacción como en el balcón de la Generalitat hay un lazo amarillo enorme – rivaliza con el que Colau tiene en el del ayuntamiento – junto a una pancarta que exige la liberación de los presos en catalán e inglés, vería también que el separatismo no es partidario de dar de comer a sus bases.

Para engordar ya están los cargos, los que viven del momio de explotar de manera baja y ruin las ilusiones de una gente que se acabó por creer las mentiras envueltas en colorines

Para engordar ya están los cargos, los que viven del momio de explotar de manera baja y ruin las ilusiones de una gente que, por motivos que ahora sería muy prolijo explicar, se acabó por creer las mentiras envueltas en colorines que les suministraron los camellos de la ideología, los señoritos de esa neoconvergencia que solo ha buscado su propia supervivencia y a la que sí ha tenido que cargarse todo un país con tal de seguir mandando le ha dado exactamente igual. Ellos continúan haciendo tratos con la España que tanto denostan, siguen con sus cuentas corrientes bien próvidas y mantienen ese olímpico desprecio hacia quienes les sustentan, las bases, a las que, como mucho, les conceden el inmenso honor de hacerse un selfie con ellos, la versión moderna y hortera de aquella palmadita en la espalda que te daba el amo de la fábrica al pasar junto a un displicente “Buenos días, fulanito”. Fíjate, decía el agraciado emocionado hasta el torno fresador, se acuerda de mi cara y me ha deseado buenos días.

Lo que pasa es que, al final, los que acampan son los cuatro, y nunca mejor dicho, de siempre. En este mundo pícaro no hay manera de romper la dialéctica de mandados y mandamases. Quizás será porque los mandados tenemos, y me incluyo, una nefasta tendencia a creernos al primero que pasa con la sonrisita de los cojones bien colgada y nos habla en tono de falsa amistad.

Me cago en la puta némesis.

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