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Opinión

Matar un ruiseñor

Ana Julia Quezada

Llegó vestida de blanco para esconder su sombra de novia oscura. Cambió el afro hirsuto por una alisada cabellera. La Ana Julia Quezada que se presentó en la Audiencia Provincial de Almería esta semana emborronó su aspecto. No se parecía en nada a la que durante doce días animó y encabezó la búsqueda de Gabriel Cruz, el hijo de su pareja, el niño de ocho años que ella misma había matado. Aunque gimoteó en varias ocasiones, a Quezada le salió un llanto estreñido y estrujado, un llanto que no llora por nadie.

El de Quezada ha sido el retrato continuado de la semana, los pedacitos de una mujer arrancada de cualquier emoción y que no tiene en su biografía ningún recoveco que la explique. Quezada conoció a Gabriel y a su padre en 2016. Ella tenía más de veinte años en España, donde llegó desde República Dominicana para trabajar en un prostíbulo. Fue también carnicera de un pueblo de Burgos, mujer de un empresario –al que estafó, también- y madre de dos hijas: la que alumbró aquí, Judith –que testificó en el juicio y se negó incluso a hablar con ella- y otra que apareció muerta en el patio interior de su casa apenas cuatro meses después de que consiguiera traerla desde Santo Domingo.

Ana Julia Quezada se parece a lo que ha hecho. Tiene los rasgos taciturnos y contrahechos que luce el mal cuando se derrama sobre los demás. Confesó haber dado muerte a Gabriel Cruz, pero se empeñó en ocultar el cómo. Que fuese imposible reconstruir el calvario de un niño que agonizó durante más de una hora, como dijo el abogado de la familia, y al que ella negó ayuda. Todo lo hizo porque Gabriel la llamó negra fea, así se justificó ante el jurado popular. Pero ni ella es el Tom Robinson al que defendió Atticus Finch, ni Almería es la Alabama racista de los años sesenta. Esto no es Matar un ruiseñor.

El segundo día del juicio, la madre de Gabriel Cruz, Patricia Ramírez, pidió que retiraran el biombo que la separaba de la acusada. Fue la única de la familia que declaró mirándola directamente

Como solo quería que Gabriel Ruiz se callara, que dejara de insultarla, Quezada le tapó la boca y la nariz con las manos. Después de eso aseguró no recordar nada más. Los letrados tuvieron que arrancar una a una las frases sueltas que aportó. Así fue deshilachando las palabras, dejando a la vista las demasiadas costuras de su inocencia: que cavó en la tierra para esconder el cuerpo, que intentó cortar el brazo saliente del niño con un hacha, que tomó Diazepam y que si no confesó lo ocurrido fue porque todo la sobrepasó.

¿Qué rasgo podría hacer realmente humana a esta mujer? ¿Cuál? El segundo día del juicio, la madre de Gabriel Cruz, Patricia Ramírez, pidió que retiraran el biombo que la separaba de la acusada. Fue la única de la familia que declaró mirándola directamente. Eres rematadamente mala, alcanzó a decirle. El Guardia Civil que la apresó describió cómo, cuando se dispuso a abrir el maletero del coche, Ana Julia Quezada gritó: "Aquí solo hay un perro". Pero no fue así, ahí estaba el cuerpo sin vida de Gabriel Cruz.

El mal necesita, para definir su propia condición, aunque sea un resquicio de bien, un hilo de empatía, por fino que parezca. En esa habitación oscura que parece el alma de Ana Julia el jurado popular lo tendrá muy difícil para encontrar una brecha de luz que explique la naturaleza de lo que ha hecho. 

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