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Opinión

Desmantelando una buena reforma de pensiones

Pensionistas.

Una de las verdades duraderas de los sistemas políticos democráticos es que los jubilados votan mucho. La participación electoral es algo que correlaciona fuertemente con la edad, y eso hace de los mayores de 65 años un bloque electoral temible en un día bueno, y aterrador a la que empiezan a organizar manifestaciones. Los políticos escuchan a los pensionistas, y lo hacen porque saben que soliviantar este bloque es un método probado de suicidio político.

Es por este motivo que casi todos los partidos políticos nacionales (con la honrosa excepción de Ciudadanos) se han pasado las dos últimas semanas aullando ante la injusticia del raquítico incremento de las pensiones de este año. Rajoy, Sánchez e Iglesias han competido en lanzar grandes ofertas de revalorización, subidas y promesas exaltadas de lealtad a los jubilados. Los tres han prometido reabrir el pacto de Toledo y buscar formas para suavizar o cambiar completamente la reforma del 2013.

Es una lástima, porque la reforma de las pensiones del 2013 es una de las leyes más ingeniosas, inteligentes y bien diseñadas de la era Rajoy y, si me apuráis, de los últimos 20 años. El punto de partida de la reforma es algo que debería ser obvio, pero que parece no serlo en absoluto en el debate público actual: que las pensiones de jubilación son, en el fondo, un problema aritmético bastante sencillo.

La pérdida de poder adquisitivo de las pensiones nada tiene que ver con Bruselas. Es simplemente la ley adaptando el sistema a la realidad de una demografía atroz

Ignorad el fondo de reserva de las pensiones, la idea de que uno tiene una cuenta de la seguridad social o que uno cobra lo que ha pagado antes. En España, como en la práctica totalidad de los países desarrollados del mundo, las pensiones de los jubilados presentes las pagan los trabajadores que están currando ahora mismo. Las pensiones son un mecanismo de pura redistribución generacional, donde los españoles de entre 18 y 64 años pagan algo parecido a una renta básica universal a los mayores de 65. La base del sistema es una promesa de solidaridad a largo plazo entre padres e hijos; los trabajadores actuales aceptamos el deber de pagar las pensiones presentes esperando que nuestros hijos hagan lo mismo en el futuro.

Esto quiere decir que el gasto de pensiones tiene dos componentes básicos: el dinero que entra en cotizaciones a la seguridad social, y el dinero que sale hacia los jubilados. El límite de lo que podemos permitirnos pagar depende, única y exclusivamente, de la cantidad de impuestos que los trabajadores activos puedan o quieran pagar, y del número de mayores de 65 años que ya no tributan.

La reforma de las pensiones del 2013 lo que hace es poner esta realidad matemática en forma de ley. Para calcular el gasto de pensiones toma en cuenta dos componentes. Por un lado, el crecimiento de los ingresos de la seguridad social. Si el número de trabajadores y/o los impuestos que estos pagan al sistema aumenta, el sistema tiene más recursos, y las pensiones aumentan. Si no lo hace, o crecen con lentitud, las pensiones crecerán lentamente. Por otro lado, la ley también tiene en cuenta el coste de los pensionistas en base a cuántos años van a estar recibiendo pensiones. Cuanto mayor sea la esperanza de vida a los 65, más difícil será para los trabajadores actuales sostener esos pagos.

La formula incluye unos cuantos ajustes adicionales (las medias se calculan a 11 años vista, para suavizar el impacto de las recesiones, por ejemplo), pero el efecto final es muy simple: si en España aumenta el número de trabajadores y/o su productividad y con ello las cotizaciones a la seguridad social en proporción al número de jubilados, las pensiones suben. Si esa proporción disminuye, las pensiones bajan. Esa es la aritmética del sistema.

La políticamente difícil, pero realista, es no subir las pensiones ahora, activando una nueva fiscalidad que permita aumentar los ingresos de la seguridad social a largo plazo

La pérdida de poder adquisitivo de las pensiones no es por un capricho de los Dioses de Bruselas, entonces. Es simplemente la ley adaptando el sistema a la realidad de una demografía, la nuestra, que es cada día que pasa más atroz. España ha sido uno de los últimos países de la Unión Europea en adoptar un factor de sostenibilidad en este aspecto, ya que nuestros baby boomers llegan más tarde que en el resto del continente y teníamos una población relativamente más joven. La hora de la jubilación de los nacidos en los cincuenta y sesenta ha llegado, sin embargo, y la ratio entre trabajadores y jubilados ha empezado a caer en picado.

Un político honesto, ante este escenario, tiene varias alternativas. La “fácil”, digamos, es aumentar los impuestos, sea subiendo las cotizaciones sociales, sea sacando dinero de otro sitio, y decir a los votantes en edad laboral que esto es para vuestros padres y os toca pagar. Es una solución viable, pero sólo a corto plazo, porque simplemente la ola demográfica entrante obligaría a ahogar el país fiscalmente en un par de décadas: España va a pasar de algo menos de nueve millones de pensionistas ahora mismo a 15 millones el 2015, sin que aumente la población activa.

La políticamente difícil, pero realista, es simplemente decir que no va a subir las pensiones ahora. Lo que hará será subir los impuestos igualmente, pero utilizar los ingresos para llevar a cabo políticas que puedan aumentar los ingresos de la seguridad social a largo plazo. Esto quiere decir hacer que el gasto en educación e I+D sean una prioridad absoluta, implementar políticas decididas para aumentar el número de trabajadores que cotizan a corto plazo con políticas de conciliación familiar y políticas activas de empleo, y trabajar para que ese incremento se sostenga a largo plazo con políticas de aumento de la natalidad decididas, desde guarderías gratuitas para todos a una renta básica universal para familias con niños menores de 12 años. Los pensionistas van a montar un cirio de impresión, indudablemente, pero esa es la solución correcta a largo plazo.

La otra opción, técnicamente mucho más sencilla, pero políticamente arriesgada, es abrir las puertas a la inmigración, que es la única solución económica de coste cero

Queda una opción, políticamente valiente, y técnicamente más sencilla: abrir las puertas a la inmigración. No se dice nunca lo suficiente, pero la inmigración es realmente lo más cercano que tenemos a una solución económica mágica de coste presupuestario cero que aumenta el crecimiento económico, reduce precios para consumidores y aumenta los salarios de la mayoría de trabajadores del país. La evidencia empírica en este sentido es abrumadora, y sus beneficios van más allá de lo económico: los inmigrantes, de hecho, cometen delitos menos a menudo que los nativos, crean empresas mucho más a menudo, y tienen tantas ganas de venir aquí que los puedes mandar a vivir a Soria, Huesca, Albacete o cualquier lugar que esté perdiendo población y estarán igual de entusiasmados.

Hagamos lo que hagamos, sin embargo, es hora de abandonar el pensamiento mágico al hablar de pensiones. El sistema actual tiene la doble virtud de poner negro sobre blanco los problemas estructurales de las pensiones, y ajustarlas automáticamente si los políticos deciden no hacer nada para arreglarlos. Rajoy, Sánchez e Iglesias, por desgracia, han preferido fingir que el problema no existe, en vez de debatir qué podemos hacer para solucionarlo.

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