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Gourmet

'Come, come, que te siso'

Tosta de huevas de rodaballo y polvo de vinagre (Wikimedia commons - Imagen con licencia CC BY-SA 2.0).

Dentro de la vida de los seres humanos, la marmita constituye uno de los acontecimientos en los que la “civilización” está más presente. Y es que la cocina está sujeta a horarios. También a unos modos preestablecidos de comer y preparar el puchero. Por ejemplo, en una cena con amigos no se nos ocurre desdeñar el atuendo y, menos aún, esos adminículos que acompañan al buen yantar, como vajilla, tenedores, cuchillos, copas… o un mantel magnífico.

Ahora bien, desde que en la década de los 70 del siglo pasado los críticos gastronómicos Henri Gault y Christian Milleau defendieron el mirlo blanco de la nouvelle cuisine, ésta encontraría un filón de adherentes y seguidores, opuestos a la cuisine clásica. Aupada por la moda, la nouvelle cuisine inauguró un estilo caquéctico que venía a romper el alma tradicional, generosa de los fogones. Me explico: al preferirse la forma -muy fashion y todo lo que se quiera, pero forma- frente a la facundia de los nutrientes; al ser elegida la fiesta agridulce y a veces exóticamente nitrogenada de las viandas; al ocupar, en definitiva, un lugar primario la presentación esquelética de los comestibles; se consiguió defenestrar a los alimentos.

En lugar de dejar hablar a éstos, suele aparecer sobre la mesa un plato gigantesco que ocupa el espacio de casi dos comensales y que celebra por comida unos míseros bultitos. De nada sirve que haya líneas caprichosas de colores, dibujadas por el sumo cocinero. Tampoco vale de mucho el ramillete de perejil que atavía las esquinas de la escudilla, o el adivina, adivinanza “qué estoy comiendo”, ya que tan solo hay dos trozos liliputienses de pitanza para saborear.

El degusto genera disgusto

Yo no soy de buen rozo. Sin embargo, para quienes tienen apetito, imagino que el degusto genera disgusto, pues también se come por la vista, o sea, por el tamaño especular de  la raciónAlgunos adolescentes se perforan el cuerpo en lugares en donde el dolor resulta agudo. Algunos adultos, con equivalente masoquismo, trepanan sus apetitos adecuando el paladar al corazón de una cocina que planifica la liviandad espiritual de la alimentación y justifica la delicadeza de los platos ofreciendo de manera enrevesada porciones harto, harto minúsculas.

Menguada la medida de las dosis, es posible que estemos ante el renacimiento de la sisa. Para quienes hemos arrinconado en el olvido el significado de esta fórmula arcaica, la sisa era un impuesto, establecido en plena Edad Moderna, que consistía en cobrar al consumidor una parte de los géneros comestibles que adquiría. Vamos, usted iba a por una docena de huevos y, por la gracia del gravamen, en realidad compraba una decena. No me cabe duda de que cuando nos acercamos a determinados establecimientos de campanario y gran ruido mediático debemos o bien ir comidos o, si no, aleccionados en la idea de sufragar el pellizcazo de la sisa. Decida, pues, usted por sí mismo. Y concluya si merece la pena el “come, come, que te siso”.

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