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Literatura

Reivindicación del lector

Se cumplen 40 años de la muerte de Julio Cortázar, que luchó por liberar al lector de su rol pasivo. Su novela Rayuela –también de aniversario– sigue siendo un auténtico ‘rito de paso’ en negro sobre blanco.

Retrato de Cortázar. El 12 de febrero pasado se cumplieron 40 años de su muerte en París. 'Rayuela', una de sus novelas más célebres, cumplió 60 años en 2023.

Hay libros que bajo sus cubiertas esconden auténticos ritos de paso en negro sobre blanco, páginas transformadoras que marcan un antes y un después de su lectura. Pero, aunque sea rigurosamente cierto que al terminar un libro uno nunca es el mismo que lo empezó, de ningún modo pretendemos glosar el célebre “lo único constante es el cambio” de El oscuro de Éfeso. Nada más lejos de nuestra intención.

Proveniente de la antropología, el concepto de ‘rito de paso’ fue acuñado a comienzos del siglo pasado por el etnólogo francés Arnold van Gennep y, pese a que la clara separación entre lo religioso y lo laico –una de las características definitivas de las sociedades avanzadas– era ya un hecho, la expresión caló de inmediato en el habla cotidiana sacudiéndose espiritualidad y magia. ‘Rito de paso’ puede definirse como la ceremonia que señala simbólicamente el tránsito individual de una situación o etapa vital determinada a la siguiente, como el nacimiento, la pubertad, el matrimonio, la paternidad, el retiro o la muerte. Y todas ellas marcan cambios sociales significativos al tiempo que, regulando la posición del individuo en ella, contribuyen a preservar la estabilidad de la sociedad.

No es imprescindible ser letraherido para poder concebir la literatura, o mejor dicho, la lectura, como una secuencia ceremonial que no solo jalona el paso de cada etapa vital a la sucesiva, sino que contribuye al desarrollo de nuestra particular forma de estar en el mundo. Borges, que todo lo supo de los libros, escribió que representan “volúmenes que pueblan el indiferente universo hasta que dan con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica”. Conscientes de tal limitación, estas líneas se resignan a celebrar uno de los más fascinantes ritos de paso jamás impresos: la Rayuela de Julio Cortázar, que hace unos meses cumplió 60 años.

Acunado por el estruendo de los obuses que el ejército del Kaiser Guillermo II se afanaba en disparar sobre Bruselas, Julio Cortázar vino al mundo en la capital de Bélgica –donde su padre, economista, era agregado comercial de la embajada argentina– el 24 de agosto de 1914, apenas diez días después del comienzo de la invasión alemana que daría lugar a la Gran Guerra. De regreso en Argentina, a los nueve años, resguardado en las ramas de un sauce del jardín de la casa familiar de Banfield, escribió su primera novela, “muy romántica y lacrimosa”, según sus propias palabras. Quedaría inédita, al igual que varias series de poemas de juventud.

Formado como maestro normal y profesor en Letras, empezó la carrera de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, pero se vio obligado a dejar los estudios para contribuir a la economía familiar, y durante años se ganaría la vida dando clases en colegios de provincias. En 1946 redacta su primer y único guión cinematográfico, La sombra del pasado, para su amigo Ignacio Tankel, y publica su primer relato, Bruja, en El Correo Literario y el mítico Casa tomada en la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Borges. En adelante se concentrará en escribir y traducir, colaborando en diversos medios como Sur, la mencionada Los Anales de Buenos Aires, Realidad o Cabalgata. Tras la llegada de Perón al poder, Cortázar decide autoexiliarse a París, ciudad en la que residirá hasta su muerte. En 1951 aparece el primer libro que lleva su nombre en la portada, Bestiario, al que sucederán Final de juego (1956) y Las armas secretas (1959), antes de que su primera novela madura vea la luz: Los premios (1960).

Y llega el trascendental 1963, año que marcará su consagración internacional gracias a una segunda novela, Rayuela, publicada en Argentina por la prestigiosa Editorial Sudamericana apenas un año después de que La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa abriera la puerta a lo que dio en denominarse el boom latinoamericano, que haría no solo de él mismo y Cortázar, también de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos o Manuel Puig, los escritores del momento.

Decir que Rayuela es un libro tan insólito que resulta único es prácticamente un pleonasmo. Más allá de su título, la novela tiene un no-sé-qué de juego, primero por el divertimento que nos genera el texto, claro, y, después, por estar compuesta por un conjunto de piezas que cada lector es libre de encajar a su antojo y que le dan un aire de puzle (aunque su autor propusiese, como veremos, unas precisas instrucciones de uso). Así, a la hora de enfrentarnos a ella existen diversos modos de lectura: está la forma convencional, que sigue el orden numérico de los capítulos, y que bien podría restringirse –según precisaba el propio Cortázar– a la lectura de los que van del 1 al 56, prescindiendo del resto; otro posible orden deja a la total voluntad del lector su secuencia –un camino explorado en su posterior 62/Modelo para armar, novela aún más abierta que Rayuela–; y, finalmente, el mismo escritor señalizó el itinerario más intrincado de todos, en el que, partiendo del 73, saltamos de uno a otro, adelante y atrás: 1-2-116-3-84-4-71-5…

Algo que trae a la mente del lector la idea de estar componiendo un mosaico –a Cortázar no le gustaba hablar de collage– al encajar cada una de las teselas que lo compondrán, convertido en cierta forma en coautor de un libro que contiene muchos otros posibles en su interior.

Y es que, adelantándose a la posmodernidad literaria, Rayuela ha de ser entendida como una radical reivindicación de la centralidad del lector en la obra literaria. Algunos críticos hablaron de antinovela, término que el escritor rechazó de plano, apuntando otro: contranovela. Porque la suya no era, según sus propias palabras, “una tentativa, un poco venenosa, de destruir la novela como género”, sino, más bien, un intento de “ir hasta el fondo de un largo camino de negación de la realidad cotidiana y de admisión de otras posibles realidades” que liberaría al lector del mismo modo que a él, lector voraz ya con nueve años, le habían liberado Jules Verne, Edgar Allan Poe o Roberto Arlt. ¿Cómo? Mediante el juego, que no solo es una herramienta esencial en todo auténtico descubrimiento; también la clave secreta para regresar a la única patria verdadera: la infancia, en la que, como señaló el surrealista André Breton, la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo.

Abrimos estas líneas hablando de ritos de paso impresos y encuadernados, del hermoso misterio de la literatura de pasaje, la que abre puertas desde espacios previsibles a otros (todavía) desconocidos y maravillosos, brindándonos la posibilidad de ser nosotros mismos y, al tiempo, siempre distintos, otros, nuevos. “No puede ser que estemos aquí para no poder ser”, afirma una justamente célebre frase de Rayuela. Y eso es exactamente lo que nos gustaría compartir con nuestros lectores: la omnipotencia, con un libro en la mano.

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