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Paul Delvaux, el intérprete de lo onírico

Pintor y grabador belga, encarnó la desmesura, tanto en su plástica, tan personal como profunda, como en su vida. Es uno de los protagonistas de la próxima feria de arte BRAFA.

Delvaux pintando L’Acropole (expuesto actualmente en el museo Pompidou, de París), en torno a 1966, en su estudio de Bruselas. Foto: Fundación Paul Delvaux.

Fue el pintor de sueños y pesadillas; de arquitecturas clásicas inconexas; de extrañas obsesiones; de mujeres desnudas misteriosas, como su recurrente Venus yacente; de estremecedores esqueletos vivientes, soporte de la vida y símbolo a un tiempo de la muerte, o de estaciones de trenes a ninguna parte.

De origen burgués, el belga Paul Delvaux (Antheit, 1897 - Veurne, 1994) creció en una Bruselas propicia para la ensoñación al arrullo de su madre y sus tías. Sobre todo Adele, que le inculcó su interés por tejidos y encajes, el interiorismo o los objetos mecánicos. Mientras se empapaba de conocimiento musical, griego y latín, absorbió las ficciones de Julio Verne –de Otto Lidenbrock, el sabio geólogo del Viaje al centro de la Tierra, y de Palmyrin Rosette, el astrónomo de Héctor Servadac− y La Odisea de Homero: influjo ya patente en sus prístinos dibujos de escenas mitológicas y paisajes naturalistas. Pese a que su padre, magistrado de la Corte belga, no compartía su deseo de ser pintor, lo convenció para acceder a la Académie Royale des Beaux-Arts de Bruselas. Tras un breve paso por Arquitectura, estudió Pintura Decorativa y asistió a clases con Constant Montald y Jean Deville. La influencia de Constant Permeke y Gustav De Smet, vanguardia expresionista entonces, pronto quedó de manifiesto en su pintura.

Retrato de una joven (1966), propiedad de la galería Douwes Fine Art, de Amsterdam.

En 1932 descubrió por azar el Museo Spitzner de curiosidades médicas: una atracción ferial con cortinas de terciopelo rojo, un cuadro del profesor Charcot, admirado por Freud, presentando a una mujer histérica en trance ante unos estudiosos; taquillera −su omnipresente Venus yacente−; o esqueletos, no solo humanos. La revelación le suministró un acervo que reiteró una y otra vez. Además, vivió otro episodio liberador: la muerte de su madre, la dama con sombrero de plumas de algunos de sus cuadros. Entonces, pintó mujeres desnudas sin temor: ninfas de Diana, mujeres lésbicas… Ante tanto sexo explícito, las autoridades declararon sus cuadros no aptos para menores.

El realismo mágico del 'Lunático'

Tras emular a James Ensor, su visita a la exposición Minotaure en Bruselas en 1934 que incluía a Dalí, Max Ernst, Joan Miró o Balthus, la pintura metafísica y las turbadoras arquitecturas de Giorgio de Chirico, maestro del vacío, lo transportó a la poesía. E.L.T. Mesens, líder del surrealismo belga, y su amigo Magritte, el gran transgresor de la lógica racionalista, hicieron el resto. Sin embargo, el surrealismo del ‘Lunático’, así lo tildaba afectuosamente Magritte, derivó hacia un realismo mágico que observó fiel hasta el fin de sus días.

Heredero del realismo, el simbolismo o el fauvismo, expresionista para unos y surrealista para otros –aunque lejos del Grupo de Bruselas y, menos aún, del francés−, hasta que encontró su estilo ajeno a ismos. Sin embargo, sí teatralizó como Ensor, aunque sin su proverbial vena grotesca, sus figuras hieráticas o sus escenificaciones atemporales impregnadas de mitología y/o cultura clásica.

La mise au tombeau (1953), propiedad de la galería Alexis Pentcheff, de Marsella (obra preparatoria de La mise au tombeau, conservada en el Museo de Bellas Artes de Lieja).

A pesar de su heterodoxia, en 1938 Delvaux participó en la Exposition internationale du surréalisme, en París, Ámsterdam y México DF, organizada por Breton y Eluard. Tras viajar a Italia, incorporó su arquitectura clásica, sus ruinas monumentales o el manierismo local del XVI a sus espacios oníricos. En la II Guerra Mundial vivió el éxodo de los bruselenses a París y su pánico ante el avance alemán, y pintó algunas de sus obras maestras.

Sus osamentas vivientes de La pasión de Cristo (1952), que presentó en la Bienal de Venecia dos años más tarde, horrorizaron al todavía cardenal Roncalli, más tarde Juan XXIII. En 1959 ejecutó el gran mural del vestíbulo del Palais du Congrès en Bruselas y, 14 años después, recibió el Premio Rembrandt que otorga anualmente la Fundación Johann Wolfgang von Goethe.

Delvaux repitió ciertas obsesiones durante su vida: mujeres desnudas de mirada ausente y gestualidad misteriosa en estaciones de tren –metáforas del hastío o del deseo de evasión, si bien nunca olvidó el impacto que le produjo el primer tranvía eléctrico bruselense−, o errando en compañía de esqueletos, de hombres con sombreros o de científicos made in Julio Verne. Su técnica refinada contrasta con tales seres y con sus atmósferas inquietantes. Hasta los 80 años siguió pintando acuarelas y dibujando, pese a su ceguera, mientras escuchaba lecturas ajenas de Verne. Al final de su vida, sus trazos destilaban austeridad, si bien en la línea de los años 30.

Cien años del surrealismo

Del 28 de enero al 4 de febrero de este año, la prestigiosa Feria de Arte de Bruselas (BRAFA) propone un viaje conmemorativo del centenario del movimiento, con el Manifiesto del Surrealismo por André Breton, y el establecimiento de un centro en Bruselas a instancias del poeta Paul Nougé. Legataria de sus colecciones, archivos y derechos de autor por deseo del pintor, la Fundación Paul Delvaux es, en esta edición, la invitada de honor del salón. En su espacio, exhibirá obras del museo que lleva el nombre del pintor en Saint-Idesbald (Koksijde, Bélgica), depositario de la colección de sus pinturas, acuarelas o cuadernos de dibujo.

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