España

FLORA Y FAUNA

Iván Espinosa de los Monteros y la penalidad del alimoche

Su educación fue de auténtico privilegio. No todos pueden estudiar en el King’s College británico. No todos pueden licenciarse en Económicas y Empresariales por el ICADE

Iván Espinosa de los Monteros
Iván Espinosa de los Monteros

Iván Espinosa de los Monteros y de Simón nació en Madrid el 3 de enero de 1971. Es el mayor de los cinco hijos que tuvieron el empresario Carlos Espinosa de los Monteros y Bernaldo de Quirós, cuarto marqués de Valtierra, y su esposa, María Eugenia de Simón y Vallarino. Iván desciende de una larga estirpe de nobles, militares, diplomáticos y políticos españoles, entre ellos Cánovas del Castillo. Fue el rey Alfonso XIII quien creó el marquesado de Valtierra para su tatarabuelo en 1907. El padre de Iván, Carlos, fue presidente del INI, de Iberia, del Círculo de Empresarios, de Mercedes Benz España y Alto Comisionado para la Marca España; quiere esto decir que la familia jamás ha pasado por dificultades económicas ni muchísimo menos. Si no hay contratiempos, Iván se convertirá el quinto marqués de Valtierra tras el fallecimiento de su padre.

Su educación fue de auténtico privilegio. No todos pueden estudiar en el King’s College británico. No todos pueden licenciarse en Económicas y Empresariales por el ICADE. No todos pueden largarse a Estados Unidos, a la Northwestern University (Chicago, Illinois) a hacer un máster en finanzas. Es uno de los poquísimos políticos españoles que habla perfectamente inglés y francés, además del español.

Se casó con la hispanocubana Rocío Monasterio en 2001, recién cumplidos los treinta, después de un noviazgo “a distancia” de cinco años: él estaba en Chicago y ella en Madrid, y luego en Florida. Ella era arquitecta; él, muy inteligente y con una espléndida formación, se dedicó a hacer dinero, a veces muchísimo dinero, con el boom inmobiliario, con la compraventa de inmuebles que antes no tenían uso y que de pronto, gracias a su esposa, se convertían en viviendas de lujo; algunas veces no había licencia ni cambio de uso, pero qué más daba. Iván, además, trabajaba en empresas de inversión, gestión y consultoría: Arthur Andersen, por ejemplo, pero no es la única. Lo que se dice un auténtico tiburón financiero educado a machamartillo en las consignas ultraliberales (o neoliberales, si lo prefieren) que pusieron en marcha Ronald Reagan y Margaret Thatcher dos décadas antes.

Hace diez años, en 2013, Santiago Abascal estaba terminando de enfadarse con el partido que le había dado de comer toda la vida, el PP. Era hijo de un tendero de Amurrio y la protección que le había proporcionado Esperanza Aguirre estaba tocando a su fin. Había conocido a Iván el año anterior, en un almuerzo. Se cayeron muy bien; si Abascal era un echao p’alante con tres o cuatro ideas políticas, Iván no era menos fiero en sus expresiones, pero con una formación muy superior. Y además hablaba inglés, cosa que a Abascal le producía una fascinación casi infantil.

Abascal tenía que ir a la Audiencia Nacional a un juicio contra 19 abertzales de Llodio que, nueve años antes, habían tratado de reventar su toma de posesión como concejal. Del PP no iba a ir apenas nadie. El abogado era un tal Javier Ortega-Smith. Iván decidió acompañar a Santiago en la vista. Allí nació la tríada que iba a integrar el embrión de la nueva extrema derecha española, primero en una extraña fundación llamada Denaes (Defensa de la nación española) y luego, a finales de 2013, en un diminuto partido político que se llamó Vox, articulado en torno a la figura de Alejo Vidal Quadras y algunos más, entre ellos la víctima de ETA José Antonio Ortega Lara. Cuando Vidal Quadras dimitió, tras el fracaso en las elecciones europeas, Abascal fue elevado a la presidencia. E Iván Espinosa fue el secretario general. Como habría dicho el llorado Joaquín Garrigues Walker, el partido entero cabía en un par de taxis, pero le echaban mucha voluntad.

Entonces llegó el milagro: la aparición de la Virgen (en este caso de la de Montserrat) a los pastorcillos de Abascal. Ese milagro fue el estallido final del procès secesionista de los independentistas catalanes, con los bochornosos sucesos de octubre de 2017. El país se indignó. En cientos de miles de balcones de toda España apareció colgada la bandera nacional, de la noche a la mañana. Y Vox, aquel pequeño partido que, de haber nacido unas décadas antes, bien podría haberse reunido en una cervecería de Munich, despegó vertiginosamente gracias a la indignación de los ciudadanos, que tachaban al gobierno del PP de “tibio” con los secesionistas que se estaban cargando la nación de todos. En las dos elecciones generales de 2019, Vox irrumpió en el Congreso, con 24 diputados en abril y con más del doble (52) en noviembre. 

España ya tenía un partido de extrema derecha comparable (al menos en tamaño) a los de otros países europeos. Un partido de corte xenófobo, trumpista, voceón, populista, homófobo (al principio trataban de disimularlo), contrario a la lucha contra la violencia que sufrían las mujeres, católico y que propugnaba la recentralización, es decir, acabar con el Estado autonómico consagrado por la Constitución de 1978… a la que decían defender. 

En aquella ensalada ideológica, Iván Espinosa de los Monteros ocupaba la secretaría de Relaciones Internacionales (bueno, era el que hablaba idiomas, ¿no?) y fue elegido diputado. Inmediatamente le nombraron portavoz del Grupo Parlamentario. Eso ha sido hasta ahora mismo.

Cometerá un error quien simplifique que Vox es un partido unido y homogéneo. No lo es. Como todos los partidos pequeños que de repente se multiplican (el otro ejemplo clásico es Podemos), tiene corrientes internas, maniobras en la oscuridad, tendencias, personalismos y una lucha descarada por el poder que, de momento, solo se detiene ante la inatacable figura de Abascal. Como todos los partidos pequeños que de repente se multiplican, su democracia interna está entre la limitación y la simple inexistencia: Vox es un partido vertical en el que las decisiones las toman el jefe y su pequeño grupo de confianza. Nadie más. Es la vieja consigna de Gil Robles en los años 30: Todo el poder para el jefe.

Iván Espinosa empezó muy pronto a ser mirado con recelo por el “ala dura” del partido, llamada así como si hubiese un “ala blanda”. La razón era, digámoslo claramente, su inteligencia. Tenía una educación muy superior a la de todos los demás. Era un brillante parlamentario; tan brillante como pudo serlo, en su día, José Calvo Sotelo, que no era menos de derechas que Iván Espinosa. Pero lo peor era que, sin duda gracias a su formación internacional, mantenía una relación  educada y como mínimo cordial con todo el mundo en el Congreso; eso hacía rechinar los dientes de muchos que habrían deseado ocupar el escaño con la bayoneta entre los dientes, como quien asalta un nido de ametralladoras del enemigo.

Además, cometía pecados de herejía: Iván Espinosa hacía suyas todas las premisas fundamentales de Vox, como la unidad de España, la monarquía (bueno, hasta cierto punto), el euroescepticismo, la ilegalización de los partidos nacionalistas y aun marxistas, y el derribo de las autonomías. Pero mantenía opiniones propias sobre asuntos como, por ejemplo, la gestación subrogada. Era taurino, pero moderadamente. Y era liberal a ultranza, algo que le forzaba a mantener posiciones más bien educadas en lo que se refiere a las relaciones internacionales, indispensables para la desregulación de los mercados. Es decir, que para muchos de sus compañeros de partido era un enano infiltrado, un sospechoso que estrechaba la mano del enemigo y que hablaba inglés. Y hasta francés. Prácticamente un rojo, vamos.

Como todos los partidos pequeños que de repente se multiplican, Vox ha padecido grietas en la parte de arriba. La primera fue la pasión y caída de Macarena Olona, tras las últimas elecciones andaluzas. Pero no fue grave porque en el partido todos sabían que aquella mujer no estaba del todo bien de la cabeza y además tenía un ego del tamaño de un portaaviones. 

La pérdida de 19 escaños en las últimas elecciones generales, sin embargo, ha provocado quebrantos mucho más serios. La evidencia de que el voto útil de la derecha está regresando al PP, y de que hay personajes como Díaz Ayuso con los que la gente de Vox no puede competir, ha dado alas al sector más integrista, ultracatólico, intransigente, falangista (Jorge Buxadé) y extremista del ya de por sí extremo partido abascaliense. Es la gente próxima a Hazte Oír e incluso al Yunque, la secta paramilitar secreta y ultracatólica de origen mexicano que en España se disfraza bajo el nombre de Organización del Bien Común.

José Alejandro Vara explicaba brillantemente aquí toda esa maniobra que ha consistido en hacerle la vida imposible a Iván Espinosa de los Monteros hasta obligarle a abandonar la nave y volver a sus negocios. Quien debía sustituirle en el Congreso como diputado, Juan Luis Stegmann, ha hecho lo mismo… y por razones parecidas: es un ilustre hematólogo, una eminencia en el tratamiento de la leucemia. Es decir, un médico con sólida formación científica que, como tal, defiende el uso de las vacunas contra la covid-19. Eso le ha granjeado injurias numerosísimas y extremadamente agresivas (asómense ustedes a twitter) por parte de gentes de su propio partido, Vox, que se apuntan a todas las teorías de la conspiración y que han dado en concluir que defender las vacunas es de rojos. Le llaman “vakunazi” y eso es lo más suave que le suelen llamar. La tercera persona en abandonar podría ser, más temprano que tarde, la esposa de Iván Espinosa, Rocío Monasterio, reducida a la irrelevancia política en la Comunidad de Madrid por culpa de la invencibilidad y las mayorías absolutas de Díaz Ayuso. Y luego ya veremos…

Hace apenas un año todo eran ilusiones. Hoy Vox, que ya estaba en la extrema derecha, sigue caminando en la misma dirección aun a riesgo de caerse de la mesa. Iván Espinosa, autor de frases brillantes como “progresista es a progreso lo que carterista es a cartera”, se va a su casa quizá recordando los versos de Rodrigo Caro: “Estos, Fabio, ¡ay, dolor!, que ves ahora / campos de soledad, mustio collado, / fueron un tiempo Itálica famosa...”.

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El alimoche común (Neophron percnopterus) también recibe, en España los nombres de guirre (Canarias) frangüeso (León) o churretero (Andalucía). Es un  ave accipitriforme de la familia de las accipitridas, cosa que no debe alarmar a nadie porque, bien mirado, algo así le puede suceder a cualquiera. Quiérese decir con todo esto que forma parte de la poco prestigiada familia de los buitres. Es un ave muy común en España, cosa que tampoco debería sorprendernos demasiado. También habita en grandes zonas de Asia y África.

El alimoche es el más pequeño de la familia de los buitres y, al mismo tiempo, el más inteligente. Llama la atención por su plumaje blanco y porque, al contrario que sus compañeros de partido, no tiene la cabeza calva como un skinhead, signo de brutalidad a la hora de meterla (la cabeza) en las entrañas de la carroña. No. El alimoche espera a que los brutos de sus primos (el buitre leonado, el negro, etc.) acaben de comer y luego, con la presteza y la precisión de un científico, termina con lo que los demás hayan dejado, sea poco o mucho. 

Por supuesto, su inteligencia no se queda ahí. El alimoche diversifica su dieta, se alimenta además de insectos y otros animalejos altamente proteínicos (algo que los demás buitres desprecian) y es perfectamente capaz de romper la cáscara de un huevo, no a picotazo limpio sino lanzándolos contra las piedras. Los demás buitres no saben hacer eso. Así que los demás buitres desprecian profundamente al alimoche, desde luego por envidia de su inteligencia y de su formación. Y no es raro ver que los buitres grandes y brutos, si pueden, atacan al alimoche cuando ven que se acerca a comer. En el caso de que lo maten, el alimoche pasa a convertirse en comida. En pasto de los demás buitres, por así decir.

Esa es la penalidad del alimoche. Que es demasiado listo para la especie a la que pertenece.