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Ernesto Valverde y la persistencia del león del Atlas

Ernesto Valverde y la persistencia del león del Atlas
Ernesto Valverde y la persistencia del león del Atlas

Ernesto Valverde Tejedor, el hombre que ha devuelto la gloria y el orgullo a la ciudad de Bilbao y a su equipo emblemático, el Athletic Club, no nació exactamente en Bilbao sino en Viandar de La Vera, un pueblecito de la provincia de Cáceres, el 9 de febrero de 1964. Pero esto carece de importancia: es cosa sabida y archicomprobada que los de Bilbao nacen donde les da la gana, ya sea en Cáceres, en Santa Cruz de Tenerife o en la isla de Madagascar. Eso es lo de menos.

La de Valverde fue una más de las decenas de miles de familias humildes que, en los años 60 del siglo pasado, escaparon de las regiones más pobres de España (y Extremadura era de las más pobres) a las grandes ciudades, en busca de una vida que al menos mereciese ese nombre. Se establecieron en Vitoria y debió de irles bien, porque pronto empezaron a nacer niños. Uno de los dos hermanos de Ernesto, Mikel Valverde, ya nació en Vitoria (dos años después que su hermano mayor), estudió Bellas Artes en la Universidad del País Vasco y hoy es un brillantísimo escritor, dibujante e ilustrador de numerosos libros.

Los Valverde, pues, salieron creativos. Ernesto era un chaval inquieto, risueño, muy listo, que se apuntaba a todo lo que salía y al que le gustaba casi todo, pero desde pequeño crio un cierto escepticismo, una distancia con los mitos y las fábulas y las vanidades humanas que no le ha abandonado nunca. Estudió cerca de casa, en el barrio vitoriano de Adurza, pero desde niño tuvo claro que lo que le gustaba era el fútbol. Y que su equipo era el Athletic. No iba a verles jugar a San Mamés, porque desde Vitoria a Bilbao hay un viaje caro; pero era del Athletic.

¿Solo le gustaba el fútbol? De ninguna manera. Al adolescente Ernesto le interesaba la electrónica. Se sacó el título. Y las bicis, que llegaron a ayudarle mucho. Y el campo, el monte al que iba a pasear con los amigos… y donde alguna vez les hizo pasar un mal rato la policía, porque les confundió con un comando terrorista. Y la Biología, que también estudió (y también se sacó el título). Y el ajedrez. Y la música, naturalmente el rock: tiene varias guitarras y tocaba por ahí con los colegas. Y una pasión sobre todas: la fotografía, que aprendió por correspondencia y con una cámara que un amigo le trajo de Canarias. Tenía el nene 16 años y su madre estaba harta de ver la casa inundada de cubetas, reveladores, ampliadoras, papeles fotográficos y el ácido acético, que olía a vinagre que tiraba para atrás. Lo dicho: un tipo creativo, siempre lo ha sido. Aunque, como él dice con ese escepticismo hacia las grandes palabras: “Bueno, todos pensamos que somos creativos, ¿no?”…

En el fútbol empezó como todos: pegándole patadas a un balón en la campa de Olarizu. Luego se apuntó al San Ignacio, el equipo de su barrio de Adurza. Y tenía 17 años cuando “fichó” por los juveniles del Alavés… Todavía no le llamaban Txingurri (hormiga): ese mote se lo puso años más tarde Javier Clemente, primero porque no se estaba quieto un segundo y luego porque así se llamaba la barca con que iban a pescar juntos. Nada que ver con que Ernesto no sea lo que se dice alto: mide 1,68.

Su carrera como jugador no es lo que se dice gloriosa pero sí muy digna. Como suele decirse, las lesiones lo perseguían pero él casi siempre iba más rápido: era un más que estimable delantero. Acababa de cumplir los 18 cuando se estrenó con el primer equipo del Alavés, donde estuvo dos años. Sus 19 goles en 57 partidos no evitaron que el equipo bajase a Segunda B. Luego se fue al Sestao, hoy desaparecido. Después, un golpe de suerte le llevó al Español de Barcelona, donde se encontró con Javier Clemente. Allí estuvo tres temporadas y tocó la gloria con la punta de los dedos, porque el equipo jugó la recordada final de la Copa de la UEFA de 1988 frente al Bayer Leverkusen. Perdieron en el partido de vuelta, en los penaltis, después de haber ganado en la ida. Una de esas derrotas que duelen más que la muerte de tu perro. Pero Ernesto Valverde ni jugó aquel maldito partido (las lesiones) ni ha tenido jamás perro. Tampoco gato.

Lo hizo tan bien en el Español que despertó el interés del Barcelona, donde reinaba sin disputa Johann Cruyff. Allí aprendió Valverde lo que es un entrenador duro, que se enfurecía con los jugadores si fallaban un pase… y también allí levantó títulos, como una Copa del Rey y la Recopa de Europa. Pero no duró mucho. El Barça de José Luis Núñez era territorio hostil para un jugador como él, que no iba de estrella y que se limitaba a hacer su trabajo lo mejor posible.

Y entonces llegó la felicidad. Lo fichó el Athletic de Bilbao, el equipo de su corazón. El Athletic de Heynckes y de Javier Irureta. El Athletic sobre el que se extendía la alargada sombra de José Angel Iríbar, por quien Valverde siente verdadera devoción y de quien dice que su prestigio e influencia van mucho más allá del País Vasco, de España y hasta del fútbol. Estuvo en el equipo de 1990 a 1996, jugó 188 partidos, marcó 49 goles y fue moderadamente dichoso, porque Valverde no es propenso a los grandes éxtasis de felicidad. En la etapa final, sin embargo, las malditas lesiones lo persiguieron con saña y apenas intervino. Pero aprendió una cosa: en el Athletic, desde tiempos inmemoriales, se juega “de otra manera”. Hay una clarísima sensación de equipo (los leones, en este caso los de San Mamés, cazan siempre en manada) y apenas hay lugar para las estrellas, que siempre son, o casi siempre, fugaces.

Había debutado con la selección nacional en 1990, frente a Islandia. Su última temporada la jugó en el Mallorca. Hizo lo que pudo o lo que le dejaron sus rodillas, que, como él mismo dice, “nunca las tuve bien”. Luego dio por cerrada su vida como jugador.

Pero el fútbol formaba parte de su torrente sanguíneo y eso le llevó a tomar una de las decisiones más peligrosas de toda su vida: hacerse entrenador. Para nadie es un secreto que esa es, desaparecidos los verdugos, una de las profesiones más duras, ingratas y desagradables que existen en España, junto con la de empleado de la grúa municipal e inspector de Hacienda: son personajes a los que todo el mundo odia. Valverde se hizo entrenador sabiendo como sabía que, si llegan los triunfos, los aplausos se los llevan los jugadores; pero en las derrotas, toda la culpa, toda, es del entrenador, que es el primero en ser decapitado profesionalmente. Él no iba a ser una excepción.

Antes de sentarse en su primer banquillo (el del Bilbao Athletic) estuvo unos años “de vacaciones” (mejor dicho, formándose como entrenador). Le dio por el pádel, pero le fue mal porque le martirizaba las malditas rodillas. Lo cambió por el ciclismo y ahí todo fue, si nos permiten el malísimo chiste, sobre ruedas. Pero al mismo tiempo fue segundo entrenador del Athletic “grande” con Txetxu Rojo.

Por segunda vez logró el sueño de su vida. Si ya había conseguido ser delantero en el Athletic, en 2003 logró ser su entrenador. Su máximo logro fue dejar al equipo en el quinto puesto de la tabla en la primera temporada (en la segunda quedaron novenos). Luego se cumplió la maldición, fue destituido y recaló en otro equipo en el que también había jugado, el Espanyol. Los “pericos” llegaron a la final de la Copa de la UEFA de 2007, que ganó el Sevilla en Glasgow.

Después decidió emigrar, como sus padres, y se fue a dirigir el Olympiacos de Grecia. Fue la época en que más floreció su pasión por la fotografía (ha publicado dos libros con su obra gráfica), pero es que además el equipo ganó la Liga y la Copa. Tras un breve paso por el Villarreal (de donde lo echaron) volvió a Atenas, donde ganó dos Ligas más y otra Copa. Y decidió volver a España. Es raro que los entrenadores dimitan, pero Valverde nunca fue como todos los demás. En Grecia dejó dulce memoria. La misma que él tiene de aquel país.

A finales de 2012, breve y amargo paso por el Valencia. Después, como él quería, regresó al Athletic de Bilbao, donde se quedó cuatro temporadas. Logró meter a los “leones” en la Champions League y más habría conseguido si no se hubiese estrellado con el que quizá fue el mejor Barcelona de todos los tiempos: el Athletic llegó a la final de la Copa del Rey, pero los blaugranas les vencían una y otra vez. Entonces alcanzó Ernesto Valverde el que quizá sea su récord más querido: el de convertirse en el entrenador que más veces ha dirigido al equipo en toda su historia. Lo mantiene hoy, acrecentado.

Su buen hacer en Bilbao hizo que el presidente Bartomeu, hoy muy cuestionado pero no entonces, lo fichase como entrenador del Barcelona. Fue un cambio drástico. De entrenar a un equipo que funcionaba como tal, sin excesivos egos ni protagonismos, Valverde llegó para dirigir algo muy parecido al reparto de una ópera: aquello estaba lleno de divos, de estrellas y de “tenores”, algunos intratables. Valverde había aprendido en Bilbao que la función del entrenador es lograr que el equipo juegue como quiere él, el que dirige, partiendo de otra idea previa: el jugador tiene que convencerse de que el entrenador le puede ayudar a jugar mejor. Sin eso, no hay nada que hacer.

Pero en Barcelona no fue así. Fue Valverde (lo dice él) quien tuvo que adaptarse al equipo, no el equipo a él. Pese a todo, él y su constelación ganaron la Copa del Rey y la primera Liga que conseguía el entrenador bilbaino nacido en Cáceres. Al año siguiente (2019) levantó la segunda, además de administrarle al Real Madrid unas cuantas palizas. Pero eso no fue bastante para evitar que el mismo Bartomeu que le llamó pusiese a Valverde en la calle tras perder una semifinal contra el Atlético de Madrid. Sic transit gloria mundi, debió de decirse el voluntarioso Txingurri.

Estuvo dos años haciendo fotos, jugando al ajedrez y montando en bici. Hasta que lo volvieron a llamar, ¡por tercera vez!, de “su casa”, el Athletic de Bilbao. Fueron los duros tiempos de la pandemia, pero el 29 de agosto de 2022, tras atizarle un severo correctivo al Cádiz, Valverde ser convirtió en el entrenador que había logrado más victorias en la historia del club rojiblanco, uno de los tres (junto con el Barça y el Real Madrid) que jamás ha descendido a segunda división. Y fue fundado en 1898.

Este es el hombre sonriente, sabio, enérgico y escéptico que sabe, como Churchill, que “la victoria no es definitiva y el fracaso no es letal”. Y es él quien ha llevado al club de su vida a ganar la 25ª Copa del Rey que consigue en toda su historia. Los vascos derrotaron agónicamente al Mallorca en el estadio sevillano de La Cartuja. Habían pasado 40 años, que se dice pronto, desde la vigésimocuarta. Bilbao entero cayó en un estado de delirio que la ciudad no conocía desde hacía décadas. Hubo que buscar, reparar a toda prisa y reflotar la anciana gabarra (una barcaza de 18 metros) que dos generaciones antes solía llevar a los jugadores, remontando la ría del Nervión, desde Getxo hasta el Ayuntamiento, enarbolando su trofeo. La escoltaron 160 embarcaciones más y 32 traineras. Los cálculos más prudentes estiman que más de un millón de personas se congregó para celebrar el éxito de los “leones” y su viaje triunfal.

Y Ernesto Valverde, embutido en una camiseta roja que homenajeaba a su gran amigo fallecido, Jonan Ordorika, fue feliz. Esta vez sí, sin distancias ni prudencias Y, una vez dentro de la historia grande del club bilbaino, dejó en el aire una pregunta que se contesta sola: “¿Quién se puede escapar de lo que es el Athletic?”.

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El león del Atlas o de Berbería (Panthera leo leo) es una subespecie de león originaria del norte de África. Es la tercera especie de león de mayor tamaño de que se tiene noticia, junto con el león de las cavernas (culé) y el león americano (merengue). El macho mide más de tres metros y pesa más de 300 kilos.

Decimos bien: mide, no medía. El histórico y majestuoso león del Atlas se daba por extinguido en libertad. Tan solo se conservaban en los zoológicos algunos ejemplares, pero se duda mucho de su pureza ya que con toda probabilidad se trata de cruces entre el león original y ejemplares de otros equipos.

Pero no es verdad. Puede que hayan pasado más de cuarenta años desde que se vio por última vez a un impresionante león, o a toda una manada, remontar, siquiera sea metafóricamente, la ría del Nervión. Pero cometerá un serio error quien crea que semejante animal, uno de los más poderosos y bellos felinos que han poblado la tierra en los últimos milenios, está desaparecido, muerto o aniquilado.

Es evidente que no lo está. En Bilbao lo saben muy bien.

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