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Cultura

Agosto de 1945, el verano de la bomba

Churchill, Truman y Stalin en la Conferencia de Potsdam. Sus caras lo dicen todo.

El mejor sastre de Moscú había cortado aquella chaqueta blanca que convertía en un dandi al Hombre de Acero (eso quiere decir Stalin, de “stal”, acero en ruso). Era una guerrera del modelo que usaban en tiempos pasados los militares zaristas,  de modo que el jefe del comunismo mundial parecía un aristocrático oficial de la Guardia Imperial. Su deslumbrante apariencia iba a tono con su estado de ánimo.

La cumbre de los Aliados se había convocado en un suburbio de Berlín, y había sido el ejército de Stalin el que tomara Berlín, lo que psicológicamente le hacía aparecer como el auténtico vencedor de Alemania, el triunfador que recibía a sus socios en su propio feudo recién conquistado.

La fotografía oficial de la reunión lo dice todo. Junto a un Stalin relajado y satisfecho, Churchill es la imagen del abatimiento, y el presidente americano Truman parece haberse tragado un palo.

Y es que el primer ministro británico Winston Churchill, traía clavado un rejón de muerte. El hombre que a nivel personal había hecho más que nadie en el mundo para derrotar a Hitler, el caudillo que a base de agallas se había mantenido en guerra cuando todos querían firmar la paz con Alemania, el líder carismático que era vitoreado por la gente cada vez que salía a la calle, había descubierto que los que le aclamaron en los días malos, no le votaban en los días buenos. Churchill había perdido las elecciones del 5 de julio, de modo que llegó a Postdam no como un vencedor, sino como un perdedor.

El tercer asistente era una figura insignificante comparada con las dos personalidades históricas de Churchill y Stalin, aunque en realidad fuese el más poderoso. Harry Truman había llegado a la presidencia de los Estados Unidos solamente porque resultó que Roosevelt no era eterno, como muchos creían. Roosevelt había muerto cuando ejercía su cuarta presidencia, caso único en la Historia de Estados Unidos, y le había sucedido su vicepresidente, Truman, un vendedor de camisas de la profunda América rural, con nula experiencia en política internacional. Sin embargo este hombre tomaría en unos días una decisión que cambiaría la Historia: tirar la bomba atómica.

La cumbre se celebraba en uno de los lugares de veraneo más encantadores de Europa, Potsdam, suburbio de Berlín. Allí veraneaba Federico el Grande, en el palacio de Sanssouci, un pequeño Versalles donde Voltaire tenía su propia habitación. En el Pabellón Chino tomaban el té y discutían las grandes cuestiones el rey y el filósofo, como en la Antigüedad clásica. Sin embargo los tres grandes no se reunieron en Sanssouci, sino en un sitio mucho menos histórico, Cecilienhoff. De hecho era el palacio con menos historia de Alemania, lo habían empezado a construir en 1914 como una residencia de placer del Kronprinz, el heredero del Imperio, y lo habían bautizado Cecilienhoff (palacio de Cecilia), en honor a su esposa, que se llamaba así.

La construcción se inspiraba en las mansiones Tudor inglesas, de modo que tenía muy poco carácter alemán. Además la princesa Cecilia lo había habitado hasta la llegada de los rusos a Berlín, sólo unas cuantas semanas atrás, con lo que disponía de comodidades modernas. No tenía majestuosos salones, pero sí un amplio vestíbulo, donde Stalin instaló la mesa fabricada en Rusia para la ocasión, llegada en tren especial. Era una enorme mesa redonda, por lo que no tenía lugar presidencial. Allí todos serían iguales, como los caballeros de la Tabla Redonda, aunque Stalin se sintiera el rey Arturo.

El este para Stalin 

La Conferencia de Potsdam duró del 17 de julio al 2 de agosto y en ella se refrendó la suerte de Europa diseñada en Yalta. Es decir, que la Unión Soviética convertiría en satélites a los países del Este que había liberado-ocupado. Alemania se dividiría, para asegurar que no volviese a ser una potencia en lo que quedaba de siglo, y Austria recuperaba su independencia. Catorce millones de alemanes que vivían en Polonia, Hungría y Checoslovaquia serían deportados a Alemania.

La depresión personal de Churchill aumentó al ver que la guerra que Inglaterra había librado contra el totalitarismo terminaba entregándole media Europa al comunismo soviético. De todas formas Churchill no tendría que firmar nada, porque a mitad de la Conferencia fue substituido por el hombre que le había ganado las elecciones, el laborista Clement Attle, nuevo primer ministro.

Aparte de los asuntos europeos, los Aliados dictaron un ultimátum a Japón, exigiéndole la rendición incondicional. Era la última oportunidad de librarse del apocalipsis que se le venía encima, porque Truman había recibido en Potsdam un telegrama en clave que decía: “Los niños han nacido satisfactoriamente”. Significaba que las bombas atómicas estaban listas.

Cuatro días después de dejar Potsdam, Truman dio la orden. El 6 de agosto se lanzó la bomba sobre Hiroshima. El verano del final de la Segunda Guerra Mundial se convertía así en “el verano de la bomba”.

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