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Democracia Tabernaria

No, rediez, los talibanes no viven anclados en la Edad Media

El Medievo fue origen de algunas instituciones buenas como los gremios, la universidad y los parlamentos

Imagen de grupos pro talibanes

Los talibanes, que han tomado el poder en Afganistán por motivos que no podríamos sintetizar aquí aunque nos lo propusiésemos, están perpetrando desmanes en abundancia y nosotros, occidentales socialmente responsables, deseamos expresar de algún modo nuestro desagrado. Quizá insatisfechos con la pobre fuerza evocadora de términos como "bárbaro", "salvajes" o "fundamentalistas", optamos por hacerlo a través de una expresión que, pese a todo, no puede ser más desatinada: ésa que reza algo así como que "los talibanes viven anclados en la Edad Media". Aunque socorrida, esta frase que ha devenido en muletilla se nos antoja impertinente. En su aparente inocuidad, esconde dos errores imperdonables, uno sobre la naturaleza de la Edad Media y la de los talibanes, y otro sobre la historia en general.

Tras la identificación entre los talibanes y el Medievo subyace una concepción torticera de este último que consiste en hiperbolizar todos sus defectos y obviar todas sus virtudes, en iluminar sus sombras y ensombrecer sus luces. Según esta imagen, la Edad Media podría reducirse a una ininterrumpida sucesión de crueldades y desgracias, y no tendría sentido sino en cuanto tránsito de una época a otra, como una noche oscura se justifica sólo por su condición de puente tendido entre dos días espléndidos. En el mejor de los casos, lo medieval no habría sido más que un desierto que debía recorrerse para alcanzar las glorias del Renacimiento y de la revolución científica. En el peor, un perturbador escollo que demoró el advenimiento de ambas.

El principal problema de esta imagen, un problema del que derivan todos los demás, es su falsedad. Nos presenta la Edad Media como una época sombría, cuando la realidad es que aspiraba ella misma a ser una vidriera gótica y proyectar por doquier destellos de una luz procedente de lo alto. Nos la presenta como una época destructiva, consagrada a la ruptura con lo grecolatino, cuando en verdad fue una de restauración y edificación. En el Medievo hallamos el origen de algunas instituciones buenas ya extintas, como los gremios, y de muchas otras que hoy permanecen ―acaso malogradas por el transcurso del tiempo― como la universidad y los parlamentos. Durante sus largos diez siglos, se preservó celosamente el legado clásico, florecieron ciudades, desapareció la esclavitud y la propiedad, como explica Hilaire Belloc en su ensayo El Estado servil, fue distribuyéndose paulatinamente.

La pulsión destructiva de los talibanes, esa necesidad de volar por los aires todo aquello que no encaja en su estrechez mental, tiene su reverso civilizado en la deconstrucción filosófica

¿Cómo identificar, pues, a los talibanes, que todo lo dinamitan, con la Edad Media, en cuyo seno se gestaron la sobriedad del románico y la luminosa magnificencia del gótico? ¿Cómo relacionar a los talibanes, que conciben a la mujer como un chucho famélico concibe un trozo de carne, con la Edad Media, que se vertebró en torno a la devoción de una mujer, la virgen María? ¿Cómo vincular de algún modo a los talibanes, estructuralmente indispuestos para la sofisticación intelectual, con la Edad Media, que alumbró a Tomás de Aquino, a San Buenaventura, a San Anselmo, a San Alberto Magno o a Hugo de San Víctor? Si se trataba de denigrar ―con razón― el fundamentalismo islámico, debería haberse buscado un paralelismo mejor, uno que hiciese verdadera justicia a su sinrazón.

Talibanes y posmodernos

En realidad, hay más motivos para comparar el fundamentalismo islámico con la posmodernidad que para hacerlo con la Edad Media. La pulsión destructiva de los talibanes, esa barbárica necesidad de volar por los aires todo aquello que no encaja en su estrechez mental, tiene su reverso civilizado en la deconstrucción filosófica. Tras ambas ―tras la destrucción dinamitada y tras la deconstrucción pseudointelectual― subyace un idéntico ánimo de ruptura con lo recibido, un sacrificio de la tradición en el altar de las propias fantasías mentales. La cuestión es arrasar la propia herencia y construir una realidad hecha a la medida de uno mismo.

En esta línea, el filósofo francés Fabrice Hadjadj descubre inconfesables semejanzas entre el rigorismo de los yihadistas y el tecnocapitalismo, brazo económico de la posmodernidad: "Unos y otros promueven la instrumentalización del cuerpo humano, que es también su mercantilización, con miras a una finalidad bélica (militar o financiera). Puede ser el tráfico de órganos, las human enhancement technologies, la reducción de la vida a funciones separables, mejorables y convertibles en dinero, o el reclutamiento de jóvenes como cartuchos y carburante para el califato, el caso es que los cuerpos siempre acaban desembrados. El hombre-bomba y el hombre-máquina son hermanos".

El filósofo francés Fabrice Hadjad en una conferencia de 2009

En el talibán y en el tecnocapitalista posmoderno hay, además, un idéntico recelo hacia lo cultural. Fiándolo todo ora a la innovación tecnológica y al consumo, ora a la estricta observancia del Corán, tomándolos como única medida del progreso humano, ambos acaban despreciando o desnaturalizando o incluso rechazando lo que la Edad Media, en cambio, cuidó con maternal mimo: la literatura, la música, las artes plásticas, la arquitectura, la filosofía…

"El fundamentalismo tecnocientífico y el fundamentalismo religioso rechazan, cada uno a su manera, el orden de la cultura. Para unos, la innovación tecnológica tiene respuestas para todo; para otros, las tiene el Corán. Por consiguiente, lo que tenga que ver con la historia, las artes, la literatura o la música, lo que no es ni un artículo de consumo ni una práctica religiosa, sino una obra singular en la que se afirma el misterio de lo humano, ha de ser eliminado. Se destruye Palmira o se hace de ella un lugar de turismo. Se queman libros o se hace de ellos ‘objetos culturales’. Son formas opuestas, pero confluyen para hacer ignorar toda verdadera cultura animi".

Tras la percepción de los talibanes como resabio de un mundo, el medieval, felizmente extinto y absolutamente ajeno al Occidente contemporáneo, no sólo se entrevé la sombra de una injusticia con la Edad Media, sino también, y sobre todo, la de una desmesurada indulgencia con nosotros mismos.

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