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Cultura

'Otro tiempo': páginas a mil años luz de ese progresismo medio sin ojos ni oídos para la sencillez terrenal

El libro de Ángel Pardo está lleno de homenajes y recuerdos, pero no es un estuche de nostalgias

otro tiempo angel pardo
Portada de 'Otro tiempo' de Ángel Pardo.

Dedicado a cinco mujeres del ámbito familiar, Otro tiempo (La umbría y la solana, Madrid, 2023) es sencillo y nada fácil; en absoluto "radical", pero muy radical; sentimental y a la vez endiablado. Imagino cómodos con él a cierto a Erice, a Ana Iris Simón, a Alicia Koft... y otros cercanos a este aliento de un infinito escondido en lo "vulgar". Incluso uno a vuelto a recordar que siempre está pendiente de leer Nada, de Laforet. Porque la mujer es lo que los hombres han temido y adorado nos debemos a una vida sin Futuro, una sabiduría sin ideas (G. Calvo). Sólo después, algunos hombres, ajenos como ellas a la pedantería del mundo. Ángel Pardo deletrea los gestos, el donaire y las palabras de quienes, "siendo nadie, han importado más que un César" (J. Lozano). Ni que decir tiene que estas páginas están a mil años luz de un progresismo medio que hoy no tiene ojos y oídos para la sencillez terrenal. Ni la popular, ni la que emanan ciertas figuras que, de Camarón a De Paula, de Juan Ramón Jiménez a Azorín, hemos guardado demasiado rápidamente en el baúl añejo de los recuerdos.

"Para ellas, el mar era el mito inalcanzable de su infancia pobre". La Veleta era una casa grande, sin muros, orientada a levante. Allí todo ocurría al mismo tiempo, con una cadencia ligera y entreverada. Las abuelas amparaban el sueño y el juego de los niños, un constante jugar a la brisca y a ser valientes. Y sobre todo, un continuo estar sueltos, sin cobertura, confiados a una calle protegida por ser un rincón olvidado. Quizá ahora ya no hay calle, pero entonces vivir y también morir parecía fácil. "La Veleta -ese infinito- continúa, va conmigo... teníamos el mar enfrente, para mirarlo siempre". En aquella casa humilde entre los huertos el día se cogía, como en los campos, por la punta. ¿Qué hacéis por ahí sueltas tantas horas, pregunta una hermana a otra? Buscamos peligros, contesta la menor. Ni en su casa ni en su pueblo se escondió nunca el dolor. De ahí la melancolía y la fuerza, al contrario de la debilidad mental en nuestras élites.

Estamos con un libro que semeja un Arca de Noé. Se dedica a coleccionar unos pocos seres, a salvar unos paisajes, unas cosas amadas y amables. No hay nada feo, o si lo hay parece rescatado por un estado de gracia. Y ello sin mayores pretensiones intelectuales, más bien con una desconfianza hacia cierta pedantería culta. Cuando se le pregunta, el cineasta J. Mekas contesta que no hace películas, ni ficción; simplemente, registra algunas cosas.

Durante días, tienes este libro en las manos. Y un libro no es sólo un libro. Puede ser una obligación cansina, un aburrimiento. Puede también puede concentrar experiencias, provocar recuerdos, hacer pensar, regresando a un cierto humus sumergido. Otro tiempo está lleno de homenajes y recuerdos, pero no es un estuche de nostalgias. Late más bien cargado con la firme voluntad de traer una especie de entereza a la crueldad plana de este tiempo. Para empezar, hace recordar esa intuición de que las cosas llegan cuando se necesitan y hay una disposición capaz de entenderlas. Como si algunos signos aparecieran sólo cuando tenemos un instrumento mental para comprenderlos. Hizo falta todo lo que pretendíamos saber, de Walser a Heidegger, para conseguir entrar en una fidelidad a estas escasas cien páginas.

'Otro tiempo' está lleno de homenajes y recuerdos, pero no es un estuche de nostalgias

En principio, esta literatura está muy lejos de cierto santoral terrorista que nos ha hechizado a algunos. Es más, Pardo cita bastantes nombres que ni conocíamos. No recuerda desde luego a Agamben ni a Lacan, tampoco a Lispector y Limónov, que quizá tacharían de sentimental y humanista esta llaneza, con su despreocupada ausencia de pose épica. Peor aún, hay un derroche de afecto y reconocimiento al carácter rotundo de algunas figuras humanas elementales. Puede incomodar su prodigalidad en la gratitud, en ese súbito conocimiento entero que determina el amor.

Otra pregunta inmediata que brota de estas páginas es: ¿Dónde estamos? Vale decir: ¿Necesitamos un cambio de rumbo, es posible y deseable otro tiempo? Pardo desborda gratitud pero, queriendo o sin quererlo, maneja muy bien la posibilidad de un alto decisivo, de una encrucijada que podría precipitarse y facilitar una era distinta. Al leer Otro tiempo es inevitable sospechar que uno no ha entendido bien los signos que envía el pasado y que tiene ahora la posibilidad de escucharlos de nuevo. Entra también la duda de si ya se ha realizado ese giro, y la urgencia es aceptarlo, o todavía queda un viraje pendiente.

Es notoria en estas páginas la posibilidad de que el agradecimiento lo sea todo, tanto para entender como para sobrevivir. El libro entero de Pardo es un canto vivo y cambiante a la necesidad de realizar un homenaje permanente a personas, gestos y palabras que pasaron demasiado rápidamente y van a tardar en destilar su poso. Es posible que tampoco el pasado esté escrito, y necesitemos un constante regreso para entenderlo. Se deja así en el aire la posibilidad de que el futuro sea sólo lo que nos espera atrás, algo crucial que nuestra pedantería no ha entendido ni aceptado. Otro tiempo es una llamada a confiar, como si la benevolencia y la gratitud fueran lo que decide la templanza de ánimo. Cuando hace poco De Niro decía: "Todo es pasajero y nadie es imprescindible. Agradece lo que tienes y estate preparado para dejarlo", es de imaginar a Pardo cómodo con la certeza de que la única eternidad posible está en la gratitud, en la generosidad de la memoria. El mar calmo, las luces de los pueblitos que lo rodean. "Parecerá, como en La Veleta, que no vaya a terminar nunca la vida, de la lentitud de los días". Cortázar llega a decir: "Suena a broma, pero somos inmortales". Con este libro estamos muy lejos, ni hay que decirlo, de la cárcel habitual que dibuja nuestro rencor político.

Otro tiempo gira también sobre una vieja sabiduría: el problema no es la muerte, sino que haya deudas. En tal punto, el libro de Pardo es exacto y humanista, atento a la humanidad de un dolor aproximadamente inconfesable. Sus páginas están recorridas por el culto a una beatitud que tiene un ojo en Dios y otro en el diablo. Estas páginas son anteriores al 7 de octubre pero, aunque no lo fuesen, ni siquiera tendrían que hablar de Gaza. Siguen atentas al dolor del mundo porque tiene la hecatombe de vivir dentro de cada una de sus líneas. En este aspecto quizá son especialmente conmovedoras las apariciones de Camarón: "La pureza del flamenco yo la llevo dentro". También: "el flamenco es una pena". Y esta inteligencia de la piedad no cesa. Ante unos inmigrantes africanos, Pardo les recuerda decir: estamos en manos de Dios. Viéndolos sonreír, escribe: "se comprendía que estamos ante los últimos inocentes de la tierra".

Estamos con un libro que desgrana siluetas de carne y hueso que enseguida se hacen inolvidables. Tanto si fueron conocidas en persona como si el autor se aproxima a ellas a través del testimonio de otros. Un joven decía recientemente acerca de las catástrofes: ¿Y si sólo hubieran que jugar la partida, como en el ajedrez, sin obsesionarse por las piezas perdidas? Sin rencor, Otro tiempo está cerca de ese temple, una probidad donde las pérdidas y las injusticias sufridas no alimentan la ira. La verdad, no es seguro que muchos estemos a la altura de tal dignidad ética.

¿Qué se siente al torear?, se le pregunta a un novillero. Me siento libre. No importa nada, sólo el toro y yo... y a veces ni siquiera yo. Pero torear se dice de muchas maneras. Hay que lidiar hasta con la alegría. También con la propia sangre, pues la primera tauromaquia latente está en nosotros. De hecho, el éxito es más peligroso que el fracaso. "Es que torear es muy difícil; el cante es más fácil" (Camarón). Pero siguió toreando, recuerda Pardo, sentado en esa silla y rompiéndose en mil pedazos. Cuando se abarrotaban las plazas para verle, le susurra a Curro Romero: "He pensado que me voy a quitar de cante y me voy a hacer anticuario". Otro tiempo no deja de cultivar una vuelta a la clandestinidad, al juego pueril de esconderse. ¿Tal vez para corresponder así con un Dios también escondido?. En todo caso, "Hay que tener un alma vil para desear la celebridad en un mundo tan idiota". En paz con los hombres, en guerra con las entrañas. Otro personaje desconocido dice, hablando de su padre: "sólo le atraía lo contrario del mundo, sea lo que fuere".

Es larga la vida, y llena de renglones torcidos: "Si me viera ahora mi madre, no me reconocería". La sangre heredada es difícil, porta mil veredas apartadas. El vínculo con la vida que traemos al nacer, ese absoluto natal, nos da trabajo de por vida. De ahí la idea socrática de que el auténtico viaje, del que nunca se vuelve, está dentro. También san Agustín participa de la idea de que nos pasamos la vida desenredando un solo ovillo. Esto remarca la familia, por peculiar que sea, como una bendición irrenunciable. Es necesario una travesía inmensa para aceptar el laberinto de los lazos heredados. Lo cual no tiene nada que ver con la típica obsesión europea de nadar siempre en torno a la tradición y los padres. Hay que salir en busca de peligros, precisamente porque llevamos en la mochila natal un equipaje interminable.

Y todo ello, hay que insistir, sin la cárcel del resentimiento. "Nunca te pelees con nadie", aconsejan las madres con un dolor transformado en dulzura, en una inocencia que sabe jugar. Pardo juega también con una tristeza de la que parten todos los caminos. En esa tristeza debe caber la ansiedad, mientras lo contrario nunca es cierto. Un haz de tiniebla viene a nosotros desde una especie de noche perpetua y salvada, una felicidad que es densa porque nace de una herida.

Siempre el universo familiar, aunque sin desfiladeros neuróticos ni psicodrama, más bien salvado por la generosa sabiduría del afecto. La familia es como la noria vivificadora de un infinito en acto, personalizado en figuras indelebles. En la inmediatez está todo, esperando ser descubierto. A veces Pardo parece querer decir: si fuésemos prisioneros, sin poder salir del valle natal, la enormidad del mundo sería la misma. En este punto un Pound no citado, un Lao Tsé y Ferlosio sí citados salen en su ayuda: "las gentes morirían muy viejas, sin haberse visitado jamás". Como ese hombre que va cada día a su barbería, donde no entra nadie, pero está presidida por el cartel: Estoy en mi casa. Este inmenso dédalo local puede tomar la forma de una conmovedora súplica: "No te vayas, no dejes el pueblo, no nos dejes; nosotras aquí, juntas, nos protegeremos las unas a las otras". Es de temer que este absoluto local, con una legión de mujeres fuertes que transitan por el libro, sería incomprensible para algún feminismo empoderado en la visibilidad, tan masculina.

En Otro tiempo el lenguaje opera muy cerca de una ambivalencia popular, llena de heridas y de sabiduría, que es la sal de la tierra. La lengua de los personajes de Pardo es como el agua, en busca siempre de grietas. Leemos: "gris plata gastado por el sol y la sal... madrugada en el hilo de la bocana". Leemos: Las caídas hacen al hombre jinete. Una y otra vez, una sabiduría popular que nunca debimos olvidar rehace el lenguaje: "Si no fuera pecado, te querría más que a Dios". Así como expresiones populares en desuso en las grandes urbes, como echamos la tarde. Y otras de una incorrección rotunda: "Como no vengas, voy y te como el hígado". Así hasta el infinito, el que cabe en la punta de una aguja. Sabíamos que la literatura universal es literatura de lo particular, de ese trenzado que se enrosca a nuestras espaldas. Así en Walser y en Pizarnik, en todos los nombres que nos importan. Zambrano llega a decir: Sólo hay que cumplir. "Cumplir, como Dios manda". El resto vendrá por añadidura. Estamos, con Pardo, en unos agrios campos salvados por su desamparo. El propio Dios de Pasolini recrea una sabiduría para la cual la ausencia de Dios, esta terrible banalidad del consumo, ya esconde en sí un Dios.

Perdonen la largueza, pero se nos viene a la cabeza otra idea. La alegría no es inevitablemente conservadora, mucho menos reaccionaria, si se limita a conservar el hilo de tiniebla sentimental que hace cálido el mundo. Ternura y dureza. Tenemos dos manos, pero el libro de Pardo es como si con una bastase, o como si las dos estuvieran en cada una: amando, ya eres duro. Si España existiera, como algo distinto, antiguo y bueno, estaría en algo así como la pervivencia de bondad que late en estas páginas. No olvidemos que, hoy menos que nunca, no conocemos nuestros entornos. Ni España ni el mundo, pues la actualidad está llena de anuncios que tapan el laberinto del presente, una ambigüedad real con la que el dominante rigor norteño no puede.  El libro de hoy está recorrido por algo así como los dioses implícitos de un umbral, del umbral que la vida es cuando simplemente discurre, sin planes. Por eso Pardo habla en él con todo el mundo, una multitud de sombras que vuelven desde la muerte, en una fluidez que a veces confunde las voces. Los dioses de umbral pueden unir a niños y abuelas, a judíos y gentiles, a moros y cristianos. Otro tiempo no deja de recordarnos que lo que llamamos un "autor" es alguien que roba muy bien. Crear es atreverse a ser una ladrón genial que, sin romper nada, entra en nuestras casas de noche y nos devuelve los sueños que habíamos olvidado a través de las grietas y el polvo.

No sólo desfilan perfiles míticos como Ferlosio o Gaya, Gómez Dávila a García Calvo. También, decíamos, muchas personas que no conocemos. ¡Cómo estará constituido el mundo actual para que las pocas verdades que alcanzamos nos llegan a través de gente de la cual nadie ha oído hablar! Cuando el mundo se blinda, las epifanías dependen del vuelo de los insectos. Los personajes amados por Pardo encarnan una especie de "aristocracia de la intemperie". El hechizo emana de todos aquellos que, especialmente las mujeres, tienen el coraje y la honestidad de mantener una buena relación con su más íntima ruina. Por eso Zambrano, no lejos en este punto de F. Wallace, pudo decir: Es Dios para nosotros aquello a lo que sacrificamos nuestra vida. Pardo llega a hablar de una "última generación de mujeres austeras". Todo como hace trescientos años. No encontraremos en estas páginas nada de deconstrucción, ni rastro de una supuesta ruptura epistémica.

Sabia sangre, finalmente. Desde la cual el estoicismo de Manuel Escudero puede decir que es bueno lo que salga por chiqueros. "Cuando se está a liebre, a liebre" Sobre los absurdos proyectos de futuro, el propio Escudero dice: el papel lo aguanta . Igual que el miedo, la ilusión y el narcisismo también son libres. El mismo personaje llega a decir, sin un ápice de soberbia: No conozco el miedo... Bromeando, siempre está de superior pa'arriba. "Los flamencos no comemos": pensando así, este hombre pasa, sin transición del Hotel Wellington a dormir en la calle. "No comiendo me voy defendiendo". La gota de agua horada la piedra.

Estamos ante una saga de sabiduría popular, de mujeres fuertes y gentilhombres, de anarquismo pobre e hidalguía orgullosa: En mi hambre mando yo. Llegar a fin de mes, Hacienda, los impuestos, el tráfico, los bancos y el trabajo: llevar con un desparpajo antiguo las presiones abominables del mundo moderno. Lo que cuesta pasar a la vida adulta, responder a las exigencias absurdas del mundo. Queda una pregunta personal: ¿No se sufrió una enorme decepción con el mundo que vino después? Hablo del peligro del amor, de una buena infancia: más de un ángel ha caído proviene de una paraíso infantil no asumido. También en este aspecto estamos ante un libro casi peligroso.

Lentamente, Pardo ha desgranado la exactitud que sólo puede tener la literatura. A veces su libro vuelve a un momento, o repite una idea, pero nunca del mismo modo. Si de alguna manera en Otro tiempo "no pasa nada" es debido a que la verdad es simplemente algo que vuelve. Recordemos en Paterson aquella molicie divina donde no hay nada grandioso. Simplemente hay que escuchar ese rumor de las cosas, de los humanos. "Hazte simple, dice el Kempis". Podemos imaginar que esta consigna tiene poco que ver con la moda Be water. Al contrario, sin aspavientos, Pardo parece más bien defender una resistencia de los seres atados a su más íntima opacidad. Amándola, se harán resistentes. Conocerán fuera lo que siempre llevaron en el pecho, la ligera libertad de quienes saben sólo poseer lo que espejea, sin ningún por qué.

La lumbre siempre viva, la ropa vieja de invierno. "Qué pobreza la escritura frente al milagro de la vida". Gaya nos recuerda que tenemos el deber de expresar poco. Menos es más: Pardo está cerca de John Cage, no de Adorno. Hay personas que han ido muy poco al colegio, y sin embargo sus recuerdos están llenos de dulzura. Igual que en el Hubert Robert, de Sokurov. Cossery insiste en que la vida, la verdadera, es de una simplicidad infantil. Por eso a Pardo le gusta decir que a Camarón, como a los niños y los pájaros, lo quiso la vida limpio de conocimiento. Limpio: con la noche en el centro. ¿Se puede usar el conocimiento contra el conocimiento? Sí, esta bendita barbarie recorre el libro que tenemos en las manos: un entendimiento sin ideas, una contemplación sin necesidad de pensamiento.

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