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Cultura

Jesús Beades: "La poesía es un servicio público"

El poeta sevillano ha conseguido el Accésit del premio Jaime Gil Biedma por su poemario 'Orden de alejamiento'

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Una persona con esposas Pexels

Jesús Beades (Sevilla, 1978) es profesor, poeta, músico y traductor. Aunque haya traducido a Chesterton y haya interpretado canciones de los Beatles en Liverpool y haya aparecido en el Telediario por hacerlo, Vozpópuli no lo entrevista por ninguna de esas proezas, sino por Orden de alejamiento (Visor, 2022), un poemario que tiene mucho de desahogo y también de consuelo o de alivio. De desahogo, porque versa sobre una relación tóxica del pasado; de alivio, porque le ha valido tanto un premio ―el Accésit del Jaime Gil Biedma― como el reconocimiento de una comunidad de lectores cada vez más numerosa.

Pregunta. ¿Suelen reconocer a los poetas por la calle?

Repuesta. No, a los poetas no. Yo creo que ni siquiera a los novelistas, salvo que sean televisivos por algún motivo. Si quieres que te reconozcan, tienes que salir en la tele, aunque sea dos segundos.

P. ¿Usted lo ha hecho?

R. Una vez, cuando tocaba en un grupo de música que iba a viajar a Liverpool para rendir tributo a los Beatles, salí en el telediario de las 15. Quince o dieciséis años después, hay gente, poca, que me sigue diciendo: «¡Te he visto en la tele!». Pero no me paran por poeta, al menos habitualmente.

P. Eso quiere decir que alguna vez le han parado.

R. ¡Sí! Cuando la gente me dice «he leído tu libro», yo respondo: «Ah, ¿eres tú?». Pero lo que nunca sucede es que sea un lector puro, o sea, alguien que lea poemas y no los escriba. En España no hay lectores de poemas que no sean también escritores de poemas.

P. Alguno le acusará de exagerar.

R. Bueno, existen dos tipos: lectores de poesía que escriben poemas y lo reconocen; y lectores de poesía que escriben poemas y no lo reconocen. Lo cual se les agradece, además. Que escondan sus poemas en el cajón, digo. Estadísticamente, no existe el lector de poesía puro.

P. ¿Por qué cree que es así?

R. Yo, si admiro una catedral, no digo «pues voy a hacer una». Ni siquiera lo hago cuando lo que admiro es una novela, porque escribir una novela exige mucho esfuerzo, muchas horas, muchos días, muchos meses. Pero un poema es algo que todo el mundo piensa que puede hacer. Algo fácil y relativamente rápido. Coge, escribe unas cosas cortando los renglones y dice: «He escrito un poema». Es una de esas artes de fácil emulación.

P. ¿Como cantar?

R. ¡Eso es! Y no digo que me parezca mal, ojo. Chesterton decía que las cosas que merece la pena hacer merece la pena hacerlas mal. Me encanta la frase. Yo, por ejemplo, he cantado durante toda mi vida, he ganado dinero cantando y, sin embargo, no canto bien.

P. Entiendo que usted empezó a escribir también, por eso, por emulación.

R. No sé por qué. Sé que escribí primero canciones, imitando ―ahí está la emulación― a Bob Dylan. Y recuerdo haber empezado a escribir poemas con quince, dieciséis años, cuando conocí a Fidel Villegas, director de la revista Númenor y profesor de Literatura en el colegio Altair, donde yo estudié. Sólo entonces pensé que eso era lo mío, o una de las cosas mías.

P. ¿Cómo superó la vergüenza de enseñarle los primeros versos a alguien? ¿Cómo descubrió que era bueno?

R. Yo nunca he tenido vergüenza. Hay gente que la tiene; yo no. No soy una persona especialmente humilde y de autoestima voy bien, es cierto, pero ¿cómo avergonzarme de eso? Gastando todo el mundo su dinero en cursos y libros para ganar autoestima, mandaría cojones que el que sí la tiene ―la autoestima― tuviera que avergonzarse.

P. No nos desviemos del tema.

¡Ah! Sí, es cierto que tuve la humildad suficiente para fiarme de maestros y la buena suerte de que éstos fueran buenos. Eso he de agradecérselo a Fidel Villegas, que me presentó a gente como José Julio Cabanillas, Miguel d´Ors, Enrique García-Máiquez, Amalia Bautista, Julio Martínez Mesanza…

P. ¿Quién ha influido más en usted?

R. Con José Julio Cabanillas he tenido sesiones maratonianas de selección de poemas. Él me iba diciendo «éste no», «éste fuera», «mira, éste es una porquería», «de éste quédate con tres versos porque lo demás es literatura». Y yo tachaba y tiraba, tachaba y tiraba, tachaba y tiraba. Me resultaba fácil desechar, cosa que considero importante en un poeta. Es bueno reconocer los errores. Yo, a pesar de mi gran ego, lo hago.

P. ¿Está el poeta condenado a hablar de sí mismo? Lo digo por lo del ego y porque en Orden de alejamiento habla de sí mismo, de una relación que ha vivido usted.

R. A ver. Recuerdo ahora el «Poema del anillo» de Tolkien. El verso que se refiere a los hombres es totalmente redundante: «Nueve para los hombres mortales condenados a morir». ¡Es hasta cuatro veces redundante! Todos los hombres son mortales, todos los mortales están condenados, todos los hombres mortales están condenados a morir. ¿Qué un poeta habla de sí mismo? ¡Nos ha jodido! De qué va a hablar. Desde la poesía épica, que nos pilla muy lejos ya, no existe poesía que no hable de uno mismo.

P. ¿Por qué es así?

R. Porque tiene sentido que sea así. Al lector no le importa nada más que él mismo, identificarse con el yo del poeta. Me explico. Al lector no le interesan las circunstancias de la vida del poeta, si se siente mal o se siente bien. Pero sí le importa él mismo. Si se logra identificar con lo que canta el poeta, el poema da en el blanco.

P. Y, además, con el desamor siempre se identifica uno.

R. ¡Claro! Hay una serie de motivos seguros; motivos que, por cierto, también son difíciles, precisamente por estar tan trabajados: el duelo por la muerte de alguien, el desamor, el abandono, la muerte en general. Los temas de la poesía son casi siempre los mismos. Aunque también es verdad ―y eso lo dice Miguel d´Ors y lo decía Víctor Botas― que la poesía contemporánea ha abandonado algunos temas de la poesía romana y de la poesía medieval: humorísticos, o satíricos, o políticos.

P. En Orden de alejamiento trata un tema típico. ¿Qué de distinto puede encontrar el lector en el poemario?

R. El libro es un desahogo, un libro terapéutico escrito en una época difícil. Ahora bien, hay personas que le han visto un valor literario, poético. Al final da igual el origen del libro, o el motivo por el que se escribe, si le funciona al lector, si el lector se reconoce en el poema y le causa un impacto personal.

P. ¿Cree que éste, el suyo, puede «funcionar»?

R. El punto de partida es universal y, en consecuencia, mucha gente se siente identificada porque mucha gente ha vivido una mala ruptura. De hecho, me pregunto ahora si existen las buenas rupturas. La buena ruptura es la no-ruptura. La mala ruptura es, paradójicamente, la mejor, porque es la que es más ruptura.

P. Está ahí el verso de Calamaro en «Crímenes perfectos»: «Todo lo que termina, termina mal».

R. Claro. Y casi es deseable que así sea. Pero uno siempre termina diciendo: «Ya, hombre, pero podría haber terminado menos mal. No hacía falta tanto». En cualquier caso, pienso ahora, mala, lo que se dice mala, no fue la ruptura, sino la relación.

P. «Tóxica», se dice en la contraportada.

R. Ese adjetivo no le gustó nada a Miguel d´Ors. Según él, la expresión «relación tóxica» es propia del mundo de Sálvame, mundo con el que los poetas, huelga decirlo, no deben condescender nunca (risas).

P. No le gustó el adjetivo, vale. Pero ¿el poemario?

R. Sí, contra todo pronóstico. Yo estaba seguro de que no le iba a gustar.

P. ¿Por qué?

R. No deja de ser un poemario con su puntito posmoderno: en un poema está la palabra «porno», en otro está la palabra «mierda», varias veces, en otros hay alusiones sexuales explícitas… Ahora, por cierto, viéndolo publicado, me arrepiento de no haber sido un poco más explícito. En su momento me reprimí para que fuera un libro muy contenido.

P. Dice que es un poemario con su puntito posmoderno. ¿Hay algo salvable, entonces, en la posmodernidad?

R. Claro. El hombre es el mismo. Cuando ves al ser humano desmontado en piezas, quejándose de una cosa y de su contraria, dices: «Pobrecito. Qué mal». ¿Qué hay salvable en la posmodernidad? El hombre, que sigue siendo el mismo. El hombre, que sigue desgarrado por un deseo que nunca termina de colmarse. Hace unas semanas, en una presentación, me di cuenta de que Orden de alejamiento está muy influida por un poeta que en su momento no me gustó por posmoderno y por sucio: Pablo García Casado. Todo suma. Todo se queda en la memoria. Esa cosa fragmentaria, esa queja, esa ruptura en mil pedazos, ese escupitajo a la realidad ―«¡esto es una mierda»!― puede ser lírico, puede ser tierno, puede tener un valor estético. Y, allí donde hay valor estético, hay también un fondo de verdad misteriosamente conservado. Del mismo modo que por el humo sabemos dónde está el fuego, por la belleza sabemos dónde puede haber sentido.

P. Habla del hombre que se queja de una cosa y su contraria. En el poemario hay algo de esto también: una tensión entre la nostalgia, por un lado, y el deseo de no haber conocido nunca a la persona que nos ha hecho daño, por el otro.

R. Recuerdo un pasaje de Annie Hall, la célebre película de Woody Allen. Dos señoras que viven en una residencia de ancianos se quejan de lo mala que es la comida. Y concluye una: «Además, las raciones son muy pequeñas». Es un poco eso. Uno se queja de lo mala que es una relación y también de que acabe. He ahí la toxicidad. Ni contigo ni sin ti. Lo de Kiko Veneno: «Lo mismo te echo de menos, lo mismo que antes te echaba de más». Esto, que es un clásico, ¡de posmoderno no tiene nada! Sólo, quizá, la forma de expresarlo.

Queremos ser Ulises: volver a nuestro hogar, pero no todavía; vivir unas cuantas aventuras, follar con Calipso, y luego ya, entonces sí, volver a nuestra Ítaca

P. Las contradicciones son tan viejas como el hombre.

R. El hombre es un ser contradictorio. Uno quiere ser un vividor-follador, un aventurero, pero a la vez ser un hombre de familia. Los publicistas, buenos conocedores de la psicología humana, lo saben. Saben que queremos todo. Que queremos teta y sopa. Por eso nos venden el crossover de ciudad, un coche aventurero en el que cabe cómodamente tu familia. Aventura, pero con una hipoteca a plazo fijo. Queremos ser Ulises: volver a nuestro hogar, pero no todavía; vivir unas cuantas aventuras, follar con Calipso, y luego ya, entonces sí, volver a nuestra Ítaca. Esa contradicción existe y no tiene solución.

P. ¿Es esta contradicción, este absurdo, lo que le lleva a escribir «tengo que gritar que es una estafa / que esto es una estafa»?

R. Ése es el poema más típico del libro. El típico poema posmoderno de «qué mierda es todo».

P. Y, aun así, lo incluyó.

R. Me parecía que era el punto de partida anímico de todo este proceso. Y, además, es una queja universal. Cualquiera se puede identificar con ella un martes a ocho de la tarde de cualquier semana laboral.

P. Lo posmoderno sería el tono, como ha sugerido antes.

R. Sí, el tono, la rutinaria coloquialidad… En eso sí se parece a la poesía de la experiencia y al realismo sucio, porque habla de comprar cerveza, comer patatas fritas, ver porno, encender la tele. Hay algunos poemas así en el libro. No son muchos, pero los hay.

P. Extraña que lo haya escrito un chestertoniano, como usted.

R. ¡Me lo puedo imaginar! Pero, primero, Chesterton repetiría lo de «nada humano me es ajeno». Y, segundo, podría decirse que uno escupe, maldice y se queja porque la realidad no coincide con el ideal, y ese idealismo, ya lo sabe el lector, es muy chestertónico. Si uno dice que esto no debería ser así, es porque en el fondo tiene una noción oculta, interior, de cómo debería ser. Eso a Chesterton le llevaría, y con razón, a los orígenes de la fe.

P. Hay también una desesperanza. Escribe en «Preguntas»: «¿Se puede regresar del infierno a la vida / de tanto desamor y tanto daño? (…) ¿podríamos volver después de todo / la respuesta es que no / pero consuela un poco preguntárselo».

R. Es que eso, en una relación tóxica, te lo preguntas: «¿Pero es posible después de esto último que hemos vivido, que es aberrante, seguir adelante con la relación…?» Estrictamente hablando, no. Pero, mientras te lo preguntas, todavía hay un átomo de esperanza, un poquito de consuelo. Un consuelo infundado, es cierto, porque lo mejor que le puede ocurrirte es que la relación se acabe.

P. Y, sin embargo, cuando acaba, uno se siente incompleto. Lo dice usted en uno de los poemas.

R. Eso es universal. No puedo evitar ser en esto neoplatónico y pensar, como Novalis, que buscamos lo incondicionado y no hallamos sino objetos. Idea que, a su vez, nos recuerda a san Agustín y sus Confesiones: «Nos hiciste para ti, Señor, y mi corazón estará inquieto hasta que descanse en ti». Pensamos que con esto que nos vamos a comprar en Amazon, o con esta relación, o con esta experiencia, o con esta nueva afición que he descubierto, o con la enésima vez que me apunto al gimnasio, ya por fin voy a ser feliz. ¡No es así!

P. ¿Cómo hilvanamos esto con la poesía?

R. Mucha de la buena poesía se dedica a transitar el hueco ése. Se dedica a describir el hueco, la ausencia, que en el fondo es, como decía Steiner, una «nostalgia de absoluto».

P. Hace palpable el vacío.

R. Sí. Y en el amor erótico ―nos lo enseña Lewis en Los cuatro amores― ocurre: los amores se convierten en demonios cuando pretenden ser dioses. El amor erótico te habla con la voz de lo absoluto cuando, en verdad, nunca te puede dar lo absoluto, nunca puede colmar el corazón humano por completo. En eso se diferencia de los otros amores ―el de amistad, por ejemplo―, que no le hablan a uno en esos términos mesiánicos, que no le prometen a uno el absoluto, la plenitud, ni nada de eso.

P. Quizá sea porque no hay amor más cercano al absoluto que el erótico.

R. Bueno, no en vano, la imagen que utilizan las Escrituras y el Magisterio para ilustrar la relación entre Cristo y su Iglesia es el amor entre los esposos. Hoy día nadie admite esa imagen, claro, porque es asimétrica: la Esposa, que es imperfecta, se perfecciona por el amor del Esposo.

P. De algún modo muestras el vacío también cuando escribes: «recuerda hombre que eres polvo / que un día estás comiendo y otro ayunas / que un día arde el amor como una hoguera / en un bosque de junio perfumado / y otro día masticas la ceniza / de un paisaje lunar / de una cocina a oscuras / todo esto me digo mientras como / en el tazón de marras / en el puto tazón que te dejaste / y no tengo valor para tirar».

R. Es un memento mori. Otra forma de decir «recuerda, hombre, que eres polvo y que en polvo te convertirás».

P. Y un recordatorio de que la felicidad se desvanece, también.

R. Exacto. Hombre, esto es muy típico de quien está en duelo. No hay que ser tan cenizo para todo en la vida. Pero es verdad que hay más potencia poética en la pérdida que en la posesión. Es curioso, pero es así. Recordamos muy pocos poemas celebrativos; muchos, en cambio, elegíacos. El que está jodido no quiere que otro le diga «mire qué contento estoy»; quiere sentirse identificado y que alguien exprese bien su duelo. Los poetas, en realidad, somos un servicio público.

P. Pero Orden de alejamiento termina con un poema celebrativo.

R. Más que celebrativo, es un «responda el cielo y no yo», un «que Dios nos ampare». Le pido a Dios que se apiade de nosotros porque esto de los amores es un follón. Le pido que los bendiga todos: los buenos, los malos, los regulares, los tóxicos, los no tóxicos, todos… En ese poema me acojo a lo único que nos puede salvar.

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