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Cultura

Cosas veredes

¿Por qué hablamos más de Eurovisión que de René Robert?

La indiferencia, la falta de empatía y el egoísmo no son novedades antropológicas, pero la 'razón instrumental' de la que advirtió Horkheimer aceleran la deshumanización

Esta semana hemos agotado hasta la saciedad dos temas de debate y chismorreo: el triunfo del tenista patrio en el Open de Australia y la famosa teta de Eurovisión. Ambos convergían en uno solo, el feminismo ubicuo, omnipresente, omniridículo. Qué cansino ha resultado toparme una y otra vez con reflexiones acerca de si asustan o no las tetas, junto con las que reclaman -o ridiculizan- el hecho de que varias mujeres superen en número de títulos deportivos a Rafa Nadal.

Todo esto ha opacado otras dos noticias recientes que -a mi entender- sirven de apoyo a la idea de que vivimos peor que nuestros padres. La primera, el fallecimiento del fotógrafo René Robert en una calle de París, muerte que podría haber sido evitada si no fuéramos una sociedad tan aquejada por la indiferencia y el ensimismamiento. En sintonía con ésta, la llamada de atención de un médico jubilado sobre la deshumanización que muestran las oficinas bancarias hacia todo aquel que padece la ya olvidada “brecha digital”. 

Lo de vivir peor que otros se puede entender de muchas maneras, y las comparaciones son siempre detestables, por no decir peligrosas. Lo que sí podemos señalar es que en algunos aspectos la gente menor de cuarenta años tiene algunos puntos de encuentro con la de sus abuelos. Aspectos negativos, por supuesto, como el de la inmigración internacional. Las condiciones y motivos son distintos, pero en sus consecuencias encuentro algunos motivos para afirmar que, al menos en este aspecto, estamos peor que la generación que nos dio la vida y nos crió.

A los nacidos en 1980 y en adelante no nos resultan exóticos los matrimonios entre españoles y extranjeros. Yo misma estoy casada con un mexicano y mi cuñada es canadiense de origen polaco. Mi hermano pequeño está soltero, nuestros padres están a tiempo de completar el tres en raya. Si esto llegara a ocurrir nadie se sorprendería ante la situación, es la que vivimos demasiados. 

Hemos romantizado en exceso la riqueza humana que conlleva este fenómeno, riqueza que no negaré entre otras cosas porque eso de desautorizar mis decisiones vitales en público no es algo que me atraiga de forma excesiva. Simplemente quiero destacar su cara negativa, que es constantemente obviada por temor a resultar xenófobo o racista, y que es una de las causas por las cuales reivindico que -al menos en este aspecto- vivimos peor.

El fotógrafo abandonado en París

Los flujos migratorios producen desarraigo, atomismo individual, la persona se diluye en la masa anónima de forma casi inevitable y por pura supervivencia. La agitación constante, sumada al ensimismamiento en el que nos sumergimos a través de las nuevas tecnologías, agravan el problema. Por este motivo no me sorprendió la triste suerte de aquel fotógrafo. Yo misma he pasado por la experiencia de estar en un aeropuerto inglés, embarazada de siete meses, con mi hijo de dos años de la mano y sin encontrar algún alma caritativa que se ofreciera a recoger mi maleta de la cinta mecánica.

El verdadero problema radica en el desacompasamiento entre el progreso técnico y material y el que se supone que debería existir en términos morales y humanos

Este tipo de situación está relacionada con la de los jubilados que se encuentran desamparados cuando intentan resolver trámites y burocracias varios. Lo natural es que en este tipo de trances sean los descendientes -hijos o nietos- quienes echen una mano a sus mayores. Ya me dirán cómo pueden hacerlo si se encuentran a no poco considerables kilómetros de distancia.

No idealizo el pasado. La indiferencia, la falta de empatía y el egoísmo no son novedades antropológicas. Las condiciones materiales actuales son, no lo podemos negar, mucho mejores que antaño. Dickens, Dostoievski y Víctor Hugo se reirían si nos oyeran reclamar un retorno a supuestos paraísos perdidos en los que la libertad, la igualdad y la fraternidad reinaban a partes iguales. Esta obviedad es la que nos lleva a ignorar que el verdadero problema radica en el desacompasamiento entre el progreso técnico y material y el que se supone que debería existir en términos morales y humanos. 

Hemos olvidado los verdaderos motivos por los que el nazismo conmovió al mundo. No fueron la crueldad y la barbarie, esto es una constante en la historia de nuestra especie. Un fenómeno transversal, como suele decirse ahora. Lo que horrorizó fue constatar que los avances tecnológicos se pusieron al servicio de un objetivo espantoso: ejecutar de forma eficiente, a imitación los métodos de fabricación en masa, a miles de seres humanos. La película Vencedores y vencidos (1961) sobre los juicios de Nuremberg lo recoge de forma magistral, cuando uno de los juristas enjuiciados descubre sorprendido las consecuencias de las leyes que él mismo ayudó a redactar.

La razón instrumental

Sobre este desacompasamiento entre la razón puesta al servicio de la técnica y aquella cuya orientación es humanista nos avisaba hace un siglo el filósofo Horkheimer en su crítica a la “razón instrumental”.  A través de esta explicaba cómo los avances tecnológicos ya provocaban entonces una deshumanización creciente -una crisis cultural, de hecho- al priorizar la acción por encima del pensamiento humanístico. Nos advertía de los peligros de reducir este último a fines meramente utilitarios, en el sentido más peyorativo de la expresión.

Nuestra sociedad se ha revelado deliciosamente creativa al combinar lo más inquietante de las distopías planteadas por George Orwell y Aldous Huxley

La razón así entendida se debilita, consecuencia de subyugarla a lo meramente productivo, comercial, material. Al centrarnos en las necesidades más básicas del individuo -supervivencia y distracción, pan y circo- la razón misma pierde altura, pierde fuelle. Nos vuelve, además, más propensos a la manipulación ideológica, justo en una época en la que disponemos de todas las herramientas a nuestro alcance para sortear estas trampas. No hablo ahora sólo del avance que supone la universalización de la educación, sino también de la oportunidad que puede suponer Internet si se utiliza como herramienta de acceso al conocimiento.

Horkheimer echaba mano de la novela de Huxley, Un mundo feliz, para ilustrar unas teorías que se han vuelto dolorosamente reales: el endiosamiento de una ciencia orientada a fines estrictamente utilitarios que acaba trocando la capacidad de raciocinio del ser humano en mera estupidez, reduciendo este a sus aspectos más elementales, casi vegetativos.

Ignoro si Horkheimer se hizo eco, a su vez, de las novelas de George Orwell (Rebelión en la Granja y 1984). Existe un debate, tan interesante como divertido, que trata de dilucidar cuál de estos dos novelistas tuvo más tino en sus intentos de anticipar el futuro. Es una discusión estéril, pues plantea una falsa disyuntiva: nuestra sociedad se ha revelado deliciosamente creativa al combinar lo más inquietante de cada una de las distopías planteadas por ambos autores.

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