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La erótica de lo penal y el complejo maníaco-legislativo

Si repasamos algunas de las polémicas recientes, de Vinicius a Rubiales pasando por el colegio mayor Elías Ahuja, podremos comprobar que todas comparten un desarrollo similar

Philippe Muray y Jenni Hermoso.
Philippe Muray y Jenni Hermoso.

Decía el escritor Francés Phillipe Muray en su obra El Imperio del Bien que en la modernidad el Bien imita al Mal cada vez que le hace falta. Y que lo hace “manteniendo vivas, como fuegos de campamento, las hogueras del conflicto”. El Bien -en palabras de Muray- ha expropiado el Mal. Lo ha raptado. Y ahora lo utiliza en su propio beneficio, reemplazándolo y agitándolo como un espantajo con la intención de mostrar que está más presente que nunca, al acecho, esperando para dar el salto y tomar el presente en cuanto tenga la más mínima oportunidad.

Estas hogueras -que el bien mantiene siempre controladas- funcionarían como aquel fuego encendido en el fondo de la caverna de Platón proyectando imágenes distorsionadas y deformes de unas sombras que podemos confundir con la realidad. Una realidad que, de creer a las sombras, se nos antojaría amenazadora y llena de peligros.

Me pregunto si algunos de los acontecimientos que han escandalizado a la opinión pública en los últimos meses – los gritos del Colegio Mayor Elías Ahuja, los insultos racistas a Vinicius, el beso de Rubiales y, más recientemente, los mensajes en un grupo de WhatsApp de estudiantes en La Rioja - no formarán parte de esas representaciones teatrales que, como pequeñas hogueras rodeadas de piedras hábilmente controladas y alimentadas por el Bien (que este caso es un Bien electo, democrático), calientan y sublevan a la población a través de unos medios de comunicación que no dudan en avivar su llama e insisten en advertirnos de nuevos casos de un fascismo, machismo o racismo emergente. Una piroquinesis mediática ejercida desde el poder y que genera un estado de alarma social, que no se corresponde con la realidad de un país que, no lo olvidemos, es uno de los países más tolerantes y progresistas de Europa, y con esto, del mundo.

Se hace gala de lo que Muray llamó “la erótica de lo penal”: un síndrome maníaco-legislativo que intenta abarcar todos los ámbitos de la vida.

Si repasamos algunas de las polémicas que han copado las portadas en los últimos años como, por ejemplo, el caso Vinicius (donde se llegó a tachar desde un ministerio brasileño a España como un país racista) o el ya mundialmente famoso caso Rubiales  - por citar a los dos que han tenido más trascendencia - podremos comprobar que todos comparten un desarrollo similar: se selecciona un hecho (que no tiene por qué ser excepcional) que contenga una muestra de una actitud moralmente reprobable y, a partir de ese momento, la maquinaria mediática se pone en marcha: aspavientos, vestiduras rasgadas, gritos elevados al cielo y tertulianos haciendo encendidas defensas de lo obvio. Un insulto racista o un beso fuera de lugar ya no son errores individuales que deban ser socialmente reprobados. Al contrario, esos hechos se convierten en la indudable evidencia de algo mucho mayor y peligroso. Pasan a ser la punta de lanza de un peligro que acecha y amenaza con tomar el control, imponiendo con su fuerza un retroceso social que nos acercaría al medievo. Y puesto que forman parte de la ofensiva de tan temible enemigo, deben ser duramente castigados.

Se hace gala de lo que Muray llamó “la erótica de lo penal”: un síndrome maníaco-legislativo que intenta abarcar todos los ámbitos de la vida.

No debe extrañar por eso que en los debates y programas de televisión dedicados a estos sucesos se escrute cada gesto y cada palabra de los culpables, mientras se exige que caiga sobre ellos todo el peso de la ley. De este modo se hace gala de lo que Muray llamó “la erótica de lo penal”: un síndrome maníaco-legislativo que intenta abarcar todos los ámbitos de la vida.

Y un día más, uno se levanta y se descubre defendiendo otra vez lo obvio en interminables debates en torno a ideas que son ya hegemónicas y que hace tiempo que pasaron a formar parte de aquello que conocemos como “consenso”. E inevitablemente uno se vuelve a acordar de Muray cuando decía aquello de que él pensaba que “todo aquello que interesa discutir empezaba donde acababa lo obvio”. Haríamos bien, pues, si empezamos a pensar en esa dirección y dejamos de malgastar energías y argumentos en batallas interesadas contra enemigos que hace tiempo que fueron derrotados y cuyo único fin es el de mantener alerta al ciudadano progresista bajo la infundada amenaza de una vuelta a la Edad Media. Basta ya, en definitiva, de entretenimientos morales con consecuencias penales.

César Ardanuy Navajo es licenciado en Filosofía

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