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Cultura

Democracia tabernaria

Elogio de la dependencia

Si no fuésemos dependientes, viviríamos ensimismados, enclaustrados entre las paredes de nuestro yo, eternamente complacidos de nuestra suficiencia

Mural en las inmediaciones del festival Primavera Sound.

Hay una fascinación por la independencia; de algún modo se ha convertido en el fin al que todo debe tender. La desean las regiones, ávidas de las mieles de la autodeterminación, la desean los jóvenes, que fantasean con una vida emancipada, y la desean los padres para sus hijos, que habrán de manejar el iPad independientemente, sin que ningún adulto los auxilie. Antes importaba lo que uno hacía, el contenido de sus acciones y de sus omisiones. Era preferible abrazar a un amigo que pisarlo, estudiar para un examen que fiarlo todo al plagio. Ahora no. No importa lo que uno haga; importa que lo haga independientemente, libre de ataduras y emancipado de convencionalismos. Ya no se trata de qué hace uno, no, sino de cómo hace lo que hace.

El acto fetén es el acto independiente, el que uno acomete por sí mismo, sin que ningún prójimo intervenga, sin interferencias Y el hombre modélico es, por supuesto, el hombre hecho a sí mismo, el del sueño americano. He ahí el Aquiles de la independencia. Empieza faenando en un garaje y termina como respetable CEO de una big tech. Llega a Estados Unidos con la diestra cubriendo su entrepierna y con la siniestra sus posaderas, y acaba, por la sola fuerza de su ímpetu, haciendo méritos con la facilidad con que se hacen churros, como propietario de un chalé con jardín y piscina. No depende de nadie, sólo de su fortaleza de espíritu. ¿Cómo sorprendernos, si éste es el héroe, de que el feto con síndrome de Down y el abuelo que babea y se mea encima sean el antihéroe? ¿Cómo no pedir un aborto para aquél, una eutanasia para éste, y cómo no hacerlo presentando la petición bajo una apariencia de misericordia? Ambos, el feto y el viejo, son dependientes hasta la náusea. Sus mismos cuerpos delatan un fracaso, son la encarnación de un grito de socorro. No deben vivir porque no pueden hacerlo independientemente.

Pero resulta que el genio de la big tech, el hombre exitoso que se ha dado a sí mismo su éxito se asemeja más al anciano salivoso que al Hércules emancipado de nuestras fantasías. Él también depende esencialmente de los demás. Les debe la vida a sus padres, la educación a sus maestros. Su empresa no habría prosperado sin unos trabajadores que ejecutasen la idea, esa misma idea que nunca habría sido concebida si él, su autor, no se hubiese inspirado en las ideas de otros autores. Tras la muerte de su padre, cuando flirteaba con la tentación del suicidio y rehuía la desesperación cobijándose en los ansiolíticos, sólo salió adelante gracias a un amigo que le recordaba a diario la belleza de vivir aun cuando los más importantes ―ésos de los que, ay, uno depende― ya han muerto. Le habría gustado darse a sí mismo la existencia, arrostrar solo todas las dificultades inherentes a ella, pero no es más que un pobre necesitado, un mendigo que depende del afecto de los otros para seguir viviendo.

Celebrar la dependencia

La dependencia es un hecho del que nadie, ni siquiera el más poderoso de los hombres, puede huir. Es más, acierta quien concibe el mundo como una maraña de dependencias, como una urdimbre de relaciones. El león depende de la gacela, la gacela depende del árbol, el árbol depende de la tierra. Y nosotros, los hombres, no somos mucho más. Dependemos de los padres que nos engendraron, del suelo que cultivamos, de los animales que cazamos, de la comunidad que hace de nosotros los hombres que deseamos ser. Necesitamos a nuestros congéneres, ¡incluso a los demás seres!, para convertirnos en eso en lo que estamos llamados a convertirnos.

Sólo entregándonos al otro y entregándose él a nosotros, alcanzaremos la plenitud por la que nuestra alma suspira

Pero yo doblo la apuesta y defiendo la inactual idea de que la dependencia, además de un hecho que hemos de aceptar, es un don que debemos celebrar. El amor se funda en ella. Si no fuésemos dependientes, si de lo profundo de nuestro ser no emergiese ese grito de socorro en el que se halla el germen mismo de la vida social, nunca nos volveríamos al otro para amarlo. Viviríamos ensimismados, enclaustrados entre las paredes de nuestro yo, eternamente complacidos de nuestra suficiencia. Por paradójico que resulte, el amor por el que uno muere a sí mismo y vive para los demás, ese amor que supera obstáculos, vence dificultades y acoge martirios nace de la aparente bajeza de nuestra dependencia.

Por supuesto, alguien podría lamentar que el origen del amor radique más en una necesidad que en un desinterés filantrópico. Yo lo entiendo, pero prefiero centrarme en el reverso luminoso del asunto y bendecir la maravilla de que Dios nos haya creado como lo ha hecho, dependientes, de tal modo que sólo amando y siendo amados, sólo entregándonos al otro y entregándose él a nosotros, alcancemos la plenitud por la que cada pliegue de nuestra alma suspira.

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