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Poesía

'Alumbramiento' o el mundo como poema

El jazmín, la encina, la libélula o el ruiseñor le muestran al poeta Daniel Cotta un Dios que no es sólo omnipotente y todopoderoso, sino sobre todo caritativo, detallista y poeta:

Daniel Cotta recita 'Alumbramiento' en el Colegio Mayor Belagua de Pamplona

Hay personas que tienen la peor de las opiniones sobre Twitter. Lo consideran una ciénaga en la que refocilan cobardes y extremistas, un submundo en el que el ingenio chusco acalla la sabiduría y en el que la confrontación ha suplantado al diálogo.

Aceptando esta idea, aceptando que en Twitter hay algo de cochiquera, tengo una visión más luminosa. ¡Cuántos beneficios me ha brindado! He aprendido de muchas personas que lo usan rectamente, he descubierto a autores que merecen la pena y he hecho amigos, buenos amigos, que de otro modo nunca habría hecho. Ahora, mientras escribo este artículo, me digo que Twitter es como el resto de las cosas: nunca lo suficientemente mala como para que nadie puede redimirla con su uso.

Entre los autores que he descubierto gracias a Twitter está el poeta Daniel Cotta. Alguien compartió un poema suyo en cierta ocasión y yo tuve la feliz, juiciosa idea de leerlo. Me gustó tantísimo que me encaminé a la librería más cercana para pedir el poemario que lo contenía.

El título del libro, Alumbramiento, tiene algo de anuncio o de advertencia. Cotta deslumbra ―qué sensibilidad, qué recursos literarios, qué dominio de la teología―, pero también, y sobre todo, alumbra: en él la belleza no es el simple esplendor del estilo, el esplendor de varios versos bien hilvanados o el de una inteligencia que juguetea y se divierte; es fundamentalmente el esplendor de la verdad. En Alumbramiento belleza y verdad brillan juntas para iluminar al lector.

Dios es poeta


El poemario celebra la gloria de Dios y de su creación. Canta a un Dios diferente al de los deístas, a un Dios que, lejos de limitarse a poner en marcha un mecanismo, engendra bellezas y prodigios. La realidad no es un engranaje, Dios no es un ingeniero, la imagen del reloj y su relojero no sirve. El mundo es mucho más que eso: una obra de arte, un poema que nos remite a su autor.

No lo niegues, Señor: eres poeta.
Tus obras te delatan.
¿Por qué creaste una epopeya al sol
y una canción para la luna blanca?
Si no, mira las plantas:
¿hacían falta rosas, nardos, lirios,
para perpetuarlas?
Las cosas de este mundo no están hechas,
están versificadas.


Tan portentosa es su creación que cómo no comprender el panteísmo. Cautivado por la belleza, arrobado por los almendros en flor y las golondrinas y los recién nacidos, uno puede llegar a confundir, ¡lógico!, a Dios con su creación y a la creación con Dios. El Señor es tan humilde que juega al escondite con nosotros, tan humilde que, siendo distinto y superior a las cosas, decide ocultarse tras ellas para no eclipsarlas:


Tan bien hiciste todo,
tanto de Ti pusiste en cada cosa
que muchos, al principio,
te confundieron con el sol naciente

(…)
Y hoy siguen confundiéndote
con cosas peregrinas,
como la exactitud de una ecuación
o la legislación del Universo

(…)
Yo mismo te confundo
con el amor a las pequeñas cosas,
como mis libros, las iglesias viejas,
los dieciséis cuartetos de Beethoven,
los versos de Quevedo o de Rosales
o la película en el sofá del sábado.

La tierra es un sagrario


Quizá esto último, el amor a las pequeñas cosas, es lo que más sorprende de Cotta. De la creación no le fascinan las constelaciones, las galaxias, los agujeros negros, los asteroides, los meteoritos. En un Dios que es omnipotente y todopoderoso, todo esto se presupone de algún modo. Lo que le fascina son las pequeñas cosas, que son también, paradójicamente, como supo ver Chesterton, las más grandes. El jazmín, la encina, la libélula o el ruiseñor le muestran a Cotta un Dios que no es sólo omnipotente y todopoderoso, sino sobre todo caritativo, detallista y poeta:

Señor de las galaxias más remotas,
las que no tienen nombre,
las que apenas existen;
Tú que gobiernas las Enanas Blancas
y las Supergigantes;
Tú que forjaste el asteroide oscuro
capaz de destruirnos con un roce;
Tú que detonas cada Supernova;
Tú que amontonas agujeros negros
en las pupilas ciegas de este Cosmos,
¿por qué esta margarita?


Lo más desconcertante del cristianismo es que el Señor de las galaxias más remotas, el Señor del Cosmos, el Señor que gobierna las leyes del tiempo y las del espacio, se hace mortal para redimir al hombre; que renuncia a su majestad para nacer de una mujer en un establo; que siendo omnipotente abraza la debilidad de la carne; que desciende hasta los abismos de nuestro dolor para sufrir con nosotros y rescatarnos. Dios no sólo crea las cosas pequeñas ―los lirios del campo y las aves del cielo―; también se hace pequeño Él mismo por amor y convierte de ese modo la tierra en un sagrario:


No por el mal, ni por la perla azul
que parece la Tierra
a vista de astronauta;
no por las flores de huracán que giran
sobre su curvatura acristalada (…)
ni tan siquiera por el ser humano,
es la Tierra la esfera soberana.
Es por el relicario
en que la convirtió tu carne santa.
En la insondable vastedad del Cosmos,
brillante, nacarada,
joyel del Universo,
la Tierra es el sagrario que Te guarda.


El Dios del cristianismo, el Dios al que nos acerca Cotta, no es sólo un poeta, sino un poeta bueno; un poeta que ama su poema hasta el inaudito extremo de dar la vida por él.

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