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Cultura

Así acabó el cristiniamismo con el mundo clásico

Una estatua de Atenea.

La historiadora y periodista de The Times, Catherine Nixey, plantea en La edad de la penumbra (Taurus) de qué forma la evolución y la implantación del cristianismo en la Europa y el Oriente Medio de los siglos IV y V d.C. tuvo como una de sus principales víctimas el mundo clásico. A partir de un relato que relativiza la versión idílica de lo que hasta ahora había sido la expansión de esta religión, recopilar y demuestra cómo sus partidarios y defensores arrasaron con todas las civilizaciones previas a su existencia, destruyendo a su paso los templos, las bibliotecas y, en general, los cimientos de lo que hoy llamamos cultura clásica.

La edad de la penumbra desmonta la idea de que el cristianismo se extendió gracias a la incontestabilidad de sus verdades. Antes bien, la nueva religión se impuso sobre las demás a través de la fuerza, la opresión y, sobre todo, la destrucción de cualquier atisbo cultural que no coincidiera con su credo, llegando al punto de borrar del mapa milenios de sabiduría griega, latina, egipcia, babilónica, etc. Y es que el cristianismo se alzó sobre las ruinas de un mundo que él mismo destruyó de un modo inusitadamente salvaje. El cristianismo, en definitiva, se levantó sobre la sangre de miles de inocentes y sobre las piedras del mundo clásico.

La historia arranca en la Palmira del 380 d.C., donde los primeros seguidores de Jesucristo derruyeron uno de los templos más impresionantes de cuantos se habían dedicado a la diosa Atenea, y termina en la Atenas del 529 d. C., cuando el último filósofo de la Academia (la escuela más famosa de toda la historia de la Humanidad) abandona la ciudad so pena de ser ejecutado por esos barbudos que quieren imponer su nueva religión.

El cristianismo nació en una época en la que reinaba el nihilismo y el miedo, asegura su autora. En el 312 d.C., el propio emperador Constantino se proclamó seguidor de Cristo y la Iglesia romana empezó a florecer de un modo extraordinario. Fue entonces cuando se planteó la necesidad de expulsar al Mal del mundo. Para aquellos cristianos, el Mal era todo lo que no alabara a su Dios, ciencia incluida.

Sobre el cristianismo, asegura Nixey, pesa el discurso compensatorio del martirologio. Nerón culpó a los cristianos del incendio que asoló Roma e inició una campaña de aniquilación de lo que entonces era una secta. Aquello implicó el nacimiento de la leyenda de los mártires, muy amplificada por el propio cristianismo. De hecho, "la mayoría de historias sobre estos suicidas son falsas y fueron engrandecidas por profetas histéricos".

La visión que ofrece Nixey aporta una versión acaso exageradamente negativa del cristianismo. Por ejemplo, que San Agustín recomendó «extirpar» toda superstición pagana y gentil, San Martín destruyó los templos de la Galia, San Juan Crisóstomo alentó a los miembros de su congregación a espiarse mutualmente... El cristianismo se coló en la intimidad de la gente: se prohibió la homosexualidad, la depilación, el maquillaje, la música... Se trata sin duda de un enfoque poco usual, que ha convertido este ensayo de Nixey en un ensayo que suscita el interés ante el juicio que hace del cristianismo. 

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