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España

Mariano Rajoy, lo práctico y lo perfecto

Decía Winston Churchill que “una nación que intente prosperar a base de impuestos es como un hombre sentado en un cubo que intente desplazarse tirando del asa”. Y, por ello, las primeras medidas anunciadas ayer por el nuevo Gobierno no fueron demasiado bien recibidas en los círculos económicos, y algunos adelantaron ya que traerán consigo una mayor recesión al gravar las rentas y el capital, en especial, de las clases medias. Como lectura añadida a lo anterior, y a tenor de la presunta excepcionalidad del momento, no se explica, por ejemplo, que las subvenciones a partidos políticos, patronal y sindicatos se reduzcan tan sólo un 20%, cuando lo suyo es que desaparecieran por completo. No habría sido mala cosa, sino más bien todo lo contrario, aprovechar la ocasión para que la ejemplaridad se convirtiera en el punto de apoyo necesario con el que hacer palanca y levantar al país de su postración. Y, de paso, demostrar por la vía de los hechos que se está dispuesto a hacer lo correcto; es decir, a gobernar por encima de todo y a pagar cualquier precio.

Pero no tocaba ayer dar el Do de pecho. Y, de hecho, esta primera andanada contra la crisis, tan esperada por llevar al fin la marca de Mariano Rajoy, tiene más sombras que luces y, también, la pólvora demasiado mojada. Si acaso, ha servido para ratificar que se postergan las decisiones verdaderamente importantes hasta después de las elecciones andaluzas, lo que equivale a decir que se aplaza el verdadero esfuerzo para más adelante, y hasta entonces habrá que esperar. Y es que cuando el político se ve en el trance de tener que jugarse los votos, el cálculo minucioso, no de los dineros sino de las palabras, cobra especial protagonismo. En este respecto, resulta preocupante ver cómo expresiones y términos tan de la legislatura pasada resucitaron y tomaron nuevos bríos en boca de Doña Soraya. Joyas literarias del tipo “las medidas fiscales afectarán a los que más tienen” y el abundamiento hasta lo empalagoso en la “solidaridad”, jalonaron su comparecencia, dejando a gran parte de la concurrencia un tanto desconcertada, sin saber a ciencia cierta de qué pie ideológico cojea el nuevo Gobierno.

En cualquier caso, habrá que ver hasta qué punto será posible que el grueso de las reformas puedan aplazarse hasta que Javier Arenas se haga al fin con la autonomía andaluza. Porque, a buen seguro, que el déficit público pase de largo el 6% hasta coronar ese temible 8%, generará graves turbulencias. Y nada tiene que ver recortar 16.000 que 40.000 millones de euros de unos presupuestos que no van precisamente sobrados y en un país cuyo problema real es estructural. No es difícil imaginar que, a la altura de marzo, los ánimos pueden estar notablemente más revueltos que ahora y haber desaparecido el espíritu de sacrificio que ha hecho posible la mayoría de Rajoy. En cualquier caso, si el precio a pagar es la pérdida de popularidad y votos, mejor habría sido abonarlo ahora, en un solo plazo, y haber puesto ya en marcha las reformas de calado, que exponerse a tener que pagarlo dos veces. Una, con este ejercicio de entrenamiento. Y otra, cuando ya no haya más remedio que hacer lo inevitable.

Pero esto es España y su clase política. Por más que aceche el peligro y pese a toda mayoría absoluta que tenga a bien regalar el sufrido votante, el cálculo político siempre será el ingrediente fundamental en todas las recetas, endulzando los platos hasta el punto de hacerlos difícilmente reconocibles. Fue Aristóteles quien dijo que “no hace falta un Gobierno perfecto; se necesita uno que sea práctico”. Y en nuestro caso, si bien es cierto que sólo han transcurrido 9 días desde que Mariano Rajoy fue investido Presidente, se antoja demasiado peligroso tener que esperar hasta marzo para empezar a comprobar si lo práctico es, en este caso, tanto o más inalcanzable que lo perfecto.

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