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Cultura

Juan Tallón: la venganza del columnista que hizo arder al escritor con chupitos de periodismo

Tallón, en una foto de archivo. No queda ni una prueba siquiera de aquel bar con apariencia de panadería en el que el gallego concedió a Vozpópuli esta entrevista.

Incluso cerrado, el último libro de Juan Tallón se comporta con la belleza de las piedras pulidas. Mientras haya bares, así se llama el volumen editado por el sello Círculo de Tiza que recoge los textos publicados por el columnista y escritor gallego a lo largo de cuatro años. Sobre la cubierta color hueso del ejemplar, un párrafo maquetado sobre la huella de una copa de vino ausente, dice: "Un pueblo que pierde la capacidad para convocar una reunión alrededor de la barra de un bar, es un pueblo muerto. Da igual que aún tenga habitantes. Como pueblo es un cadáver".

La portada de Mientras haya bares es una invitación a la lectura y la desinhibición, esa que producen los libros bien escritos y los destilados de más de cuarenta grados. Da lo mismo, estén impresos en una página o disueltos en un vaso con hielo y media rodaja de limón, ocurrirá lo mismo con cualquiera de los dos: algo hará combustión. Arder, ¿no es esa, como escribe Tallón, la gracia de la literatura? ¿No lo es también el rastro de la pedrada contra una cristalería? ¿Puede ser de otra forma la belleza siempre a punto de ocurrir que ostentan los libros cerrados, los objetos arrojadizos y los líquidos volátiles? Jamás, al menos Mientras haya bares... y ferreterías hostiles, negocios abandonados o americanas que dan vueltas, olvidadas, en el perchero giratorio de una tintorería. Esa colección de lugares saqueados, desprovistos de cualquier atributo. La vida que se cuelga de la ele de un lunes que encabeza la fecha en un periódico casi siempre funerario. Mientras haya baresEsa piedra pulida en el punto de penalti que habrá de atajar el Licenciado Vidriera.

Mientras haya bares es una invitación a la lectura y la desinhibición, esa que producen los libros bien escritos y los destilados de más de cuarenta grados

En un número impar de la calle Hortaleza, en Madrid, Juan Tallón espera. El sitio convenido para la entrevista podría ser una panadería o una farmacia. Podría ser cualquier cosa, excepto un bar. No hay botellas gastadas, papeleras rebosantes ni huesos chupados de aceitunas a medio comer. El local no tiene el vapor agrio de los lugares donde se bebe de verdad. No hay en el mostrador sitio para acodarse, tampoco taburetes altos desde los cuales dejarse caer. Aunque tenga barriles que inviten a beber de pie -más como señoritos que como canallas-, el de Horatleza es, sin duda, un bar fallido. La peor de las elecciones para conversar sobre un libro que transcurre en el fondo de una copa.

Juan Tallón (Orense, 1975)  aguarda sentado ante una mesa donde hasta el servilletero luce apretado. Un cubo de hielo se desquicia en los restos de una Coca-Cola, mientras el gallego picotea los ejemplares que acaba de comprar en una librería cercana. Es viernes, hace calor y esto no va bien. Aunque Tallón de momento no lo sabe, él solo espera al periodista que lo ha citado a las seis de la tarde. Con el tiempo justo, quien se abre paso entre las mesas alimenta una esperanza. Para alguien como Tallón, que piensa que un escritor debe seguir los caminos de perdición de las novelas que se siente incapaz de abordar, la pésima elección podría prometer, incluso, un desenlace optimista. Ya lo dice el gallego: algunas cosas, como las tiendas a las que no entran clientes jamás, solo pueden funcionar así: en dirección contraria.

La silueta de Juan Tallón, como su prosa, tiene lo que las perchas de metal: parece fácil de doblar, pero hace daño en el intento de retorcerlo. No existe una entrada de su blog descartemoselrevolver.com, una columna suya o una de sus novelas que no lo consiga con quienes las leen. De pie, el escritor tiene menos estatura de la que se puede esperar en alguien tan delgado. La barba y el cabello tienen el color de la ceniza que tizna los dedos de los fumadores. Tallón no fuma, y sin embargo, al menos en el uso de sus metáforas, sabe atornillar los adjetivos con la destreza de quien apaga una colilla taladrándola en la piel de otro. Así lo hizo en la fulminante Fin de poema (Alrevés) o El váter de Onetti (Edhasa). También en Manual de fútbol, Libros peligrosos (Larousse) y, por supuesto, en Mientras haya bares, un libro que reune decenas de sus crónicas y columnas periodísticas.

Es viernes, hace calor y esto no va bien. Aunque Juan Tallón de momento no lo sabe, él solo espera al periodista que lo ha citado en un bar con aspecto de panadería

Publicadas sin fechar, enlazadas unas con otras, hay algo delirante en el conjunto. Y aunque en sus páginas abundan las copas, las noches demasiado largas y postales inesperadas como la Paul Auster bebiendo matarratas en un bar de Santiago –sí, Paul Auster; sí, en Santiago-, este no es un libro de bares. O no solo sobre bares. Hay mucho más: una colección de lugares estropeados, de vidas que pudieron ser o que sencillamente son. El mismo Tallón lo dirá delante de un Gin-Tonic, algo después, cuando ésta comience a ser una conversación de bar: "El problema, bueno… No es un problema. Es mi realidad, al menos en este libro. Aquí hay un individuo que lo vive todo como en una novela. Alguien que relata sus experiencias personales como fragmentos de una ficción y que mira esas historias reales como si fueran material novelístico”. Y aunque si pudiese, mataría al columnista -dice él-, una venganza recíproca los alimenta a ambos.

-¿Cuántos Tallón ocurren en el tiempo en el que transcurre este libro?

-Tal vez sólo exista un Tallón.

-¿Tan poco ha cambiado usted en los años que caben en esas 300 páginas?

-Hay una evolución, claro. Los textos incluidos en este libro abarcan unos cuatro años. Los cambios que he experimentado en ese tiempo como escritor son cambios de matiz. El más agudo de los que detecto es el del riesgo que estoy dispuesto asumir. Los primeros, originalmente escritos para el blog, son mucho más desinhibidos. Con el tiempo, ese ejercicio de descaro y provocación se fue modulando. Al pasar del lector del blog a un lector de medios de comunicación, los textos cambiaron. Publicar una columna en El País también es un ejercicio de cotidianidad, pero uno en el que cambia el riesgo que asumo al escribir.

-Este no es un libro de bares, aunque den título al libro…

-En un grado importante, las historias pasan por los bares. Pero no es el libro de un bebedor. El bar me ha parecido siempre un espacio muy atractivo, porque puede que, a la postre, sea el sitio donde más horas pasamos después de nuestra casa o el lugar de trabajo; aunque, claro, el trabajo nunca sería un refugio, un bar sí.

"Las columnas son como mascar un chicle con el que tienes que hacer un globo magnífico que explote al final. La pompa es el espectáculo"

- ¿Va dejando pistas más por lo que lee que por lo que bebe?

-No diría que la selección de autores tratados en este libro definan lo que leo. Hay más libros que alcohol, es cierto, pero no creo que sean lo suficientemente representativos.

-El bar es el espacio ciudadano por excelencia. Se sienta usted a contemplar a los parroquianos que entran y salen. Pero también atraviesa tiendas desiertas, lugares anodinos que retrata con ironía y cierta distancia.

-En el fondo, Mientras haya bares es el intento de una autobiografía que ni siquiera sé si es la mía –Tallón ejecuta la mueca de quien va a reír, pero se queda a medias-. Es una manera de generar una contradicción. Un escaparate es una confesión. En él puedes intuir qué hay en el interior. Siempre voy mirando escaparates, sean el de una ferretería o la cristalera de un bar. Mirarlos forma parte de pequeñas obsesiones. Esa suma de obstinaciones personales puede llegar a incorporarse a una columna de prensa, pero rara vez encajan en una. Las columnas son como mascar un chicle con el que tienes que hacer un globo magnífico que explote al final. La pompa es el espectáculo. Pero no deja de ser eso: chicle.

-¿Cree que a usted y a la nueva camada de columnistas los pilló por sorpresa el relevo generacional?

-Lo que ocurrió con el columnista en España fue una muerte natural. Puro envejecimiento. El columnista en España ni siquiera se jubiló. Un día, simplemente, murió. A esta nueva  generación, entendida como un grupo de hombres y mujeres entre los 30 y los 40, la mayoría nacidos entre el 75 y el 80, le tocó ocupar ese vacío.

Encajar historias en una columna de prensa: lo cotidiano empedrado como azulejos en un zulo. Encajar como lo hace un portero con los goles del adversario o la mandíbula desafortunada con el derechazo del verdugo. Algo de eso hay en las historias que aparecen en Mientras haya bares: el filólogo que trabajaba en una tintorería que un día decidió comprar un martillo para colgar un título que nadie le ha pedido. El hombre que se pregunta si en la barra de un bar de la adolescencia recibió aquella cachetada por haber escuchado mal –o acaso perfectamente- el “tócame el coño” peor atendido de la historia. El sujeto que, en un hotel de Viena, rehúsa el copazo de su ginebra favorita para robar un lápiz con el cual apuntar el marcador sangrante de los novelistas condenados a repetirse… Vidas aburridas que arden cuando alguien las escupe con azufre. Entre un texto y otro, muchas veces dentro de ellos, aparecen Julio Cortázar 'sobre una Vespa', un Faulkner capaz de sentirse más inteligente, más grande y mejor escritor luego de un trago un vigoroso; un diálogo entre Gary Cooper y Audrey Hepburn que demuestra que las parejas vivían mejor sin hablarse. En este libro sobran posavasos y bebedores que se desploman como elefantes, pero también el mejor cine, la literatura más inflamable, la absoluta soledad del lector que relame el arsénico que le queda en las comisuras tras atracarse en las estanterías de la biblioteca.

Sentado en el taburete sin respaldar, Tallón se moja los labios secos, blancos como papel bond. Lento y huesudo dragón gallego, hay algo reptil en la musculatura del columnista y escritor. Acaso la escamosa mímesis de quien no sabemos si sube o baja la escalera que queda entre un signo de interrogación y el siguiente. Cuesta reconocer el ritmo de esa prosa metálica e infalible de Tallón en el habla de alguien que acusa timidez. A diferencia del narrador que ametralla en Mientras haya bares, Tallón se permite balbucear, esquivar con cierta educación el desaliño de un entrevistador que apenas le deja terminar una frase para interrumpir con una pregunta. Y otra. Y otra. Pero él, digno, nunca pierde el hilo, ni siquiera de la subordinada más larga.

Hay algo sospechoso en Juan Tallón. Acaso porque es el traductor al gallego de César Aira o porque un aire travestido delata sus movimientos sobre un teclado del que nadie sale ileso. "El novelista tiene que matar al columnista cada día; por la mañana, el columnista le devuelve el crimen", respondió alguna vez en una entrevista por correspondencia. Algo ahora en la viva voz de sus palabras delata unas intenciones que ha barruntado desde hace años, allá en Orense, cuando se encerró a escribir una novela tras graduarse con honores en una Facultad a la que no volvió jamás.

El columnista escupe chupitos de orujo sobre las historias que ha bebido el novelista. Relatos que tendrán que arder en la prisa de la prensa

En las crónicas que se acomodan en el friso de una antología, el columnista escupe chupitos de orujo sobre las historias que ha bebido el novelista. Relatos que tendrán que arder en la prisa de la prensa y que Tallón -convertido en ambos- parece coleccionar con una sola intención: levantar con ellas una azotea lo suficientemente alta como para dejarse disparar, incluso por el fuego amigo de la propia vocación. "En el fondo, la literatura tiene mucho que ver con el fuego. El escritor escribe porque alo en él no anda bien, porque algo arde dentro y el lector lee porque lejos de los libros hace mucho frío (…) La gracia de la literatura está en arder", escribe en Mientras haya bares.

-Dice César Aira que a la gente no le basta la literatura. Necesita propósitos, banderas, ideologías . Mientras haya bares no se propone nada, excepto la propia escritura.

- Mientras haya bares es una recopilación de textos muy diferentes. En un libro así, formado de retales, la pregunta por la unidad se hace recurrente. Pasa lo mismo en un libro de relatos o de ficción, se procura que los textos que lo integran remitan a una unidad, algo alrededor de lo cual puedan girar. Si hubiese que buscar ese punto sobre el que se mueve este libro, probablemente no exista uno solo, tampoco un propósito. Es un libro de afueras, un libro excéntrico.

-Si bien es cierto no suele meter tripa como escritor, se pregunta el lector si acaso maquilla o exagera la versión canalla de sí mismo en este libro. ¿Lo hace?

-Puede que exista una sublimación de una etapa de la vida que, a través del abuso literario podría parecer más larga de lo que realmente fue.

-En Mientras haya bares no hay afectos reales: amigos, parejas o enemigos. Tampoco hay políticos. ¿Por qué?

-Varias personas me han preguntado por la falta de políticos y figuras públicas en un libro como este. Pero yo no puedo ser más que sincero y decir que me hastía tratar esos asuntos literariamente.

En un número impar de Hortaleza algo aprieta, acaso un calor que ocurre en otra parte, un vapor que proviene de la boca de metro en la que los viandantes entran con la prisa de quienes acuden a esa otra guerra: la carnicería doméstica del fin de semana. Trascurre el minuto 32 de la entrevista. La media hora abre paso a un primer Gintónic y una segunda cerveza. La mesa apenas da abasto: un teléfono que graba la conversación, una bolsa llena de libros, una libreta con notas despeinadas.

Aprovechando que el escritor César Aira ha estado en la ciudad, Juan Tallón pregunta por el argentino. Escucha con curiosidad el reporte de las estrategias disuasorias del novelista al acudir a una entrevista, entre ellas, la historia de las muchas estilográficas que colecciona. Algunas de ellas carísimas, de miles de dólares. Más que una anécdota casual, Aira parecía hacer con aquella pirueta lo que las bombas de humo: despistar. Escaquearse del apuro que sufren al mezclarse las comillas y la timidez. Y aunque en el fondo Tallón juega a lo mismo, no se da por aludido. Da un primer trago a su piscina de Ginebra con cáscaras de limón. Habla de la novela que prepara escapado (a ratos) del diario espectáculo de columnista.

-¿De dónde proviene la distancia del narrador de Mientras haya bares, alguien que se muestra lo justo?

-Es cierto –Tallón carraspea-. He trabajado con algunas puertas cerradas hasta hoy.

-¿Algunas? Parecen un montón.

-Sí, un montón. Creo que esa es una de las cosas que en la nueva novela, por primera vez, voy a abordar. La capacidad de un personaje para sufrir un desengaño emocional o enamorarse… Porque, a ver, ¿en qué contexto podría mostrarse así un narrador? En una columna no. No es el lugar. Por eso las historias del libro son puertas no abiertas. Hay sitios a los que uno no entra. Quizá en el enfoque del blog, pero no en El País o El Progreso.

"Aquí hay un individuo que lo vive todo como en una novela. Alguien que relata alguna de sus experiencias personales como fragmentos de una ficción"

-Este libro tiene la electricidad de las cosas hermosas, hirientes. ¿Quién narra? ¿Alguien que escribe para no hacer cosas peores?

-Este libro no es el lugar para tratar estos temas. También es cierto que los anteriores no lo han sido tampoco. El problema, bueno… No es un problema, es mi realidad; al menos en este libro. Aquí hay un individuo que lo vive todo como en una novela. Alguien que relata sus experiencias personales como fragmentos de una ficción y que mira esas historias reales como si fueran material novelístico.

-¿Una voz lesiona a la otra? ¿Se entromete? 

-Se trata de no dejar huella. Como escritor, continuamente busco perder peso. Adelgazar hasta que un día no tenga grasa narrativa. Volverme cada vez más ligero.

-Cuesta un tanto recomponer su ruta. Quedan enormes zonas baldías: un estudiante de filosofía que va a parar a una redacción en Orense, a la vez que intenta una novela …

-Hay apartados en mi vida que viví con gran frustración y que han desaparecido de mi vida literaria. No los abordo.

-¿Aparecer borroso es un efecto deliberado?

-Sí. Pero también es verdad que son periodos que se han caído solos del calendario, sin necesidad de empujarlos. Como no los he escrito, parece que no están, que no existen.

"Como escritor busco continuamente perder peso. Adelgazar hasta que un día no tenga grasa narrativa".

-Como Aira, me está hablando de sus plumas de lujo. Cuénteme algo más.

-Hice filosofía. Fui a curso por año. Inexplicablemente saqué notas altas. Y eso que nunca las busqué –una repentina carraspera le rasca la garganta-. Me parecían grandes pérdidas de tiempo. Eran balas gastadas sin necesidad, supongo que para justificar mi mediocridad.

-¿Qué ocurrió al acabar la carrera?

-Decidí engañarme a mí mismo y preparar la oposición para enseñar en la universidad. Lo hice con gran dedicación. Pero llegué a la conclusión que no podía ser profesor de filosofía.

-¿Y entonces?

-Comencé a escribir una novela. Aquello se volvió un acontecimiento personal, porque me dediqué únicamente a escribir. A los 23 años, me encerré en casa de mis padres, y escribí. Al terminar la novela, la metí en el cajón. Tenía la sensación de que necesitaba... eso, cajón –vuelve a carburar algo en la garganta de Tallón, como si el Gin Tonic se le hubiese encasquillado-. Cajón, esa es una expresión de Mario Levrero.

Juan Tallón rebusca en la bolsa llena de libros recién comprados y extrae un volumen de conversaciones con el uruguayo. Hojea, rastreando la cita. "Mira –dice-. Le preguntan a Mario Levrero cuál le parece su libro más logrado, más convincente. Y él responde: la novela La ciudad es un trabajo serio. La escribí en ocho o diez días pero tuvo tres años de correcciones. Esa novela sí que tuvo cajón”. Tallón cierra el libro. "Mi novela, la de esos años, también tuvo cajón", dice refiriéndose a Autopsia de la novela, que terminaría publicando en gallego, años después. "Comencé a colaborar con un medio de comunicación provincial, La Región, de Ourense. Me incorporé a la plantilla. Pero tenía que aprender el oficio. Había estudiado filosofía y escrito una novela pero no sabía hacer periodismo. Pasado un año, me enviaron de corresponsal para cubrir información parlamentaria del gobierno gallego. En aquel entonces estaba Fraga. Durante cinco años, todos los días, hice información política y un artículo de opinión”.

"Había estudiado filosofía y había escrito una novela pero no sabía hacer periodismo", dice Tallón.

Algo en el puzzle de las crónicas que habitan Mientras haya bares comienza a tener sentido. Aunque borroso, se intuye el rastro del Tallón que fue al Tallón que aparece en los textos aprisionados entre las tapas de un libro. Como los orificios de una piedra, el escritor fue arrancándose y puliéndose en la aspereza del columnista. Lo hizo con la intención de reventar todas las vitrinas a su paso. De aquellos años proviene la huella de quien, mientras procuraba aprender "el oficio" del periodismo, acometía la ficción como el plan original de un crimen que se volvió cotidiano. De aquellos días habrán salido, cual espectros de belleza inesperada, los personajes que recorren los locales a punto echar el cierre: el Paul Auster que apura una copa en un bar infecto o el ferretero mezquino que se niega a vender un martillo a quien solo desea un clavo para colgar un título que ya no sirve para nada. Ese es el Juan Tallón de Mientras haya bares, uno que acumula todo el alcohol necesario para hacer arder, de una bocanada, las historias cenizas que habrían de convertirse en incendio. Esas que obedecen al raro mecanismo de las tiendas sin clientes o las entrevistas en un bar con aspecto de confitería: esas cosas y lugares que sólo pueden funcionar en dirección contraria. 

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