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España

Habrá otra oportunidad para tender puentes entre Madrid y Barcelona tras el 25-N

Mariano Rajoy, izquierda, junto a Artur Mas, en Moncloa el pasado septiembre.

“Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, qué solo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar”. Es la cita textual –diario de sesiones- del discurso pronunciado el 13 de mayo de 1932 por José Ortega y Gasset, con motivo de la discusión en Cortes Constituyentes, presidencia de don Julián Besteiro, del Estatuto Catalán. El mismo Ortega había recordado minutos antes el eslogan, escuchado en demasía desde el advenimiento de la República, según el cual “Hay que resolver el problema catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no acertó a solventar”.

Más de 80 años después de aquel lance, el “problema catalán” vuelve por sus fueros con más virulencia que nunca, regresa cual Guadiana dispuesto a hacerse presente como hiciera tras la gran crisis de identidad que a finales del XIX supuso la pérdida de las colonias, como hace cada vez que España y la idea de España está bajo mínimos. Lo anunció de forma premonitoria Francisco de Asís Cambó, aquel Cambó que según Álvaro de Figueroa y Torres, primer conde de Romanones, era “el mejor político español del siglo XX”, en su última intervención en las Cortes, año 1934, “porque no os hagáis ilusiones. Pasará este Parlamento, desaparecerán todos los partidos que están aquí representados, caerán todos los regímenes, y el hecho vivo de Cataluña subsistirá”.  

Las cosas van mal. La brecha se ha ampliado, la desconfianza ha crecido, los recelos están a flor de piel, al punto de que lo más difícil ahora es hacerse entender en el fragor de los que, a uno y otro lado, elevan el ruido de sus soflamas hasta ahogar la palabra de quienes pretenden hacerse entender desde el sosiego y la reflexión. Faltan voces dispuestas a proponer argumentos, no a blandir emociones; a dar paso a la razón, no a las vísceras. Cada vez hay menos gente dispuesta a sumar, no a restar. Y, sin embargo, no son pocos los que piensan que tras el formidable ejercicio de agitación y propaganda al que estamos asistiendo de cara a la consulta del 25 de noviembre, las aguas que ahora agita con saña Artur Mas en su intento de lograr mayoría absoluta para CiU se calmarán, el suflé bajará, los ánimos se atemperarán y, antes de que el daño sea irreparable, habrá una nueva oportunidad para negociar entre Madrid y Barcelona, entre el Gobierno central y la Generalitat, entre Mariano Rajoy y Más. Cara a esa negociación, convendría que las almas templadas echaran el resto en busca de una fórmula de concordia.

La frustración de Mas radica precisamente en no estar recibiendo respuesta desde Moncloa a sus dislates

Frente a los que en Madrid reprochan al Presidente del Gobierno “eludir la confrontación” con una actitud demasiado blanda ante un Mas que “está intensificando su campaña a favor de la independencia”, parece evidente que Rajoy, tan criticado a menudo en este diario, se está comportando con el buen sentido del gobernante cuya primera obligación es no echar leña al fuego, no añadir ruido a la confusión, no alimentar la deriva demagógica del político convertido en milagrero dispuesto a prometer el oro y el moro -aumentar pensiones, rebajar impuestos- si Cataluña logra Estado propio. La frustración de Mas radica precisamente en no estar recibiendo respuesta desde Moncloa a sus dislates. Frente a las soflamas incendiarias, silencio. Frente al aventurerismo, prudencia, como ayer mismo demostró en su visita a Barcelona. Acierta, pues, Rajoy en el presente estadio de la crisis, aunque está por ver cómo se comportará si después del 25-N y en contra de la sospecha extendida en la propia Cataluña, definitivamente Mas se embarca en el viaje sin retorno del desafío a España.

Lo llamativo del caso es que “se ha embarcado en esta aventura sin ningún tipo de estrategia, sin plan alguno, sin hoja de ruta digna de tal nombre”, aseguran en Barcelona gentes con mucho seny, “simplemente improvisando, viviendo al día, y dispuesto a enfrentar los acontecimientos tal como vayan surgiendo”, lo cual indica la dimensión del disparate en que este personaje y su partido se han embarcado. “Consecuencia de esta falta de plan concreto, aquí pensamos que CiU será víctima de un ataque de pánico cuando, tras el 25-N, en la balsa que navega por los rápidos del independentismo más radical, a Mas se le escape el control de la situación en caso de no lograr la absoluta y tener que depender de ERC, como indican las encuestas”. Ese será el momento para que el nacionalismo moderado reclame una nueva negociación con el Estado, en línea con las peticiones que los empresarios formularon a Mas en una cena celebrada el miércoles en Barcelona y de la que ayer daba cuenta en este diario Miguel Alba.

Llegar a un acuerdo sobre la fiscalidad de Cataluña

En el horizonte de ese postrer regateo, convendría que el Gobierno de la nación llegara con los deberes hechos, no vaya a ser que, como ocurriera con el déficit, los acontecimientos le cojan en pelota picada. Es obligación del presidente gestionar esta crisis, porque para eso fue elegido: para cerrar heridas, no para certificar desgarros. Para buscar fórmulas de entendimiento. Parece evidente que habrá que llegar a un acuerdo sobre la fiscalidad de Cataluña, llámesele “concierto económico”, “pacto fiscal”, o como se quiera. ¿De qué forma? Como adelantaba Xavier Vidal-Folch en El País el pasado 25 de septiembre, corrigiendo la diferencia entre el déficit fiscal catalán (del 6,2% o el equivalente a unos 12.200 millones, según los cálculos más fiables) y el déficit medio, cercano al 3,85%, de regiones o entes federales ricas (Nueva Gales del Sur, en Australia; Flandes, en Bélgica, y Alberta, en Canadá) de que hay noticia. Se trataría, pues, de paliar ese diferencial que los nacionalistas consideran un agravio, sin renunciar a la solidaridad interterritorial.

A cambio, el Gobierno central debería poder reclamar una especie de “tregua” durante un periodo mínimo de 20 años, tiempo suficiente para proceder a un saneamiento integral de las estructuras económicas y a una profunda reforma de la Constitución del 78 –incluso con apertura de un proceso Constituyente-, en la que, entre otras cosas, se reconozca el hecho diferencial catalán y vasco, una realidad que el malhadado “café para todos” de Adolfo Suárez pretendió colar de matute en el Estado de las Autonomías. Solo cuando esa diferencia adquiera rango constitucional el Estado podrá pedir, exigir a cambio, el final del aventurerismo independentista, con su carga asociada de víctimismo, para integrar Cataluña de una vez por todas en un proyecto común dentro de una España moderna y democrática, un país que las elites catalanas deberían aspirar a “conquistar” y liderar.

En ese empeño de regeneración democrática se juega España su propia existencia como nación

Esas dos décadas de “tregua” no serían en absoluto un capricho. La gravedad de la crisis política, crisis de identidad, que padece el país es de tal dimensión que el futuro de España dependerá de la capacidad del sistema agotado que padecemos para evolucionar a mejor, de la voluntad de los propios españoles para convertir esta democracia sin demócratas en un régimen de libertades susceptible de romper la espina dorsal de la alianza entre elites políticas y oligarquías financieras y de hacer realidad ese país con autentica calidad de vida democrática merecedor del respeto propio y ajeno. En esa capacidad para evolucionar a mejor, en ese empeño de regeneración democrática, se juega España su propia existencia como nación, porque, a estas alturas del siglo XXI, parece una evidencia que la unidad de España no la va a poder defender ni la Guardia Civil ni los textos de una Constitución obsoleta, sino la existencia de un proyecto de futuro capaz de conformar un país moderno y democrático.

En ese proceso de regeneración, no sería baladí que los niños catalanes aprendieran a amar a España y los castellanos a amar y entender Cataluña, siguiendo las enseñanzas del gran Cambó, aquel  “hombre todo un hombre” que, poseyendo, según la biografía de Jesús Pabón, los dones supremos del entendimiento y la palabra, y estando “tallado para ser un gran hombre de Gobierno”, no llegó, sin embargo, a gobernar, a hallar la coyuntura que buscó durante toda su vida: “Una de las maneras de agraviar a Cataluña es entenderla mal, es precisamente no querer entenderla” (…) “Cataluña es muchas cosas más profundamente que un pueblo mercantil; Cataluña es un pueblo profundamente sentimental” (…) “La tierra de Cataluña tiene que ser tratada desde ahora y para siempre con un amor, con una consideración, con un entendimiento que no recibió” (…) “Se mezcló con la noble defensa de la unidad de España una serie de pequeños agravios a Cataluña, una serie de exasperaciones en lo menor, que no eran otra cosa que un separatismo fomentado desde el otro lado del Ebro”.

¿Un referéndum por el “no”?

Y ¿cómo descabalgar a Mas de la aventura de ese referéndum que tan gallardamente ha emprendido? Fuentes empresariales catalanas apuntan una solución un tanto rocambolesca, según la cual la Generalitat convocaría, en efecto, la consulta, con la sorpresa de que CiU y el propio Mas pedirían el “no” a la independencia, en un ejercicio de moviola de aquel referéndum sobre la OTAN de Felipe González donde el célebre “OTAN de entrada no” terminó siendo un “sí”. Hay gente importante trabajando en esa dirección, en la seguridad de que si CiU pide el “no” el resultado de la consulta estaría decidido de antemano.

Los riesgos para Rajoy no son pocos, sobre todo con el ala más derechista de su partido. Merece la pena arriesgarse. La situación está tan embrollada, la borrasca tiene tal dimensión, que es el momento de las decisiones audaces. La crisis es también una ventana de oportunidad, pero para hacerla realidad se requieren liderazgos con sentido de Estado y políticos de altura conscientes de la importancia del momento que les ha tocado vivir. Son tiempos duros para hombres grandes. De contar con un PSOE homogéneo, este debería ser el momento adecuado para que Rajoy y Rubalcaba se encerraran un fin de semana –o el tiempo necesario- en un lugar escondido y, sin que nadie se enterara, ni siquiera el CNI, salieran de allí con un gran acuerdo global sobre el futuro de España, dispuestos a cambiar lo que menester fuere, a abrir la Constitución en canal y a ofrecer a los españoles, catalanes incluidos, un proyecto de futuro aceptable sobre la base de la libertad y la creación de riqueza. ¿Fantasía? Soñar no cuesta dinero.

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