Como últimamente había adquirido unos cuantos kilos de grasa alrededor de mi cintura y no me gustó, decidí correr por la playa a las nueve de la mañana aprovechando que mi adolescente favorito hacía un curso de windsurf. El primer día, sólo el primer día, salí con pocas energías y la certeza de que ese iba a ser el único, de que no iba a ser constante y de que las cervezas que a buen seguro iban a regar esos quince días mi intestino grueso ganarían la guerra de las calorías por goleada. Lo habitual, vaya. Imposible sospechar que esta vez todo sería distinto.