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Política

La larga noche en que se abortó la república: "¡Puigdemont, traidor!"

Carles Puigdemont

Horas antes a la declaración de la independencia, Rafael Ribó, comunista, síndic de Greuges (defensor del pueblo catalán) llegó de Madrid acalorado y febril: “Al menos cinco personas me han asegurado que están preparados para la guerra”. Una frase que Marta Rovira, dirigente de ERC ahora prófuga en Ginebra, elevó a niveles apocalípticos: “El Gobierno quería enviar el Ejercito y llenar las calles de muertos”.

En la larga noche del 25 de octubre del pasado año, el despacho de Carles Puigdemont, entonces presidente de la Generalitat, fugitivo ahora en Waterloo, "parecía el camarote de los Hermanos Marx". Un trasiego de gente enloquecida, un sinfín de discusiones disparatas. En esa velada de sonámbulos, "el president cambió de opinión al menos seis veces”, señala uno de sus más estrechos colaboradores, buen conocedor de lo que allí ocurría. “No lo tenía claro. Estaba angustiado. Yo diría que, más que preocupado, muerto de miedo”. Las versiones sobre lo realmente ocurrido son diversas y hasta contrapuestas. Un 'remake' del atizador de Wittgenstein. Una gran patraña ideada por un puñado de locos.

Ese miércoles, había sido eterno. En el Palacio de la Plaza de San Jaime se sucedían las visitas. Consejeros, dirigentes de la agitación callejera, el expresidente Montilla, asesores, correveidiles y hasta Lluís Llach, por entonces diputado. La repercusión internacional de las ‘imágenes de violencia’ del 1-O alentaba a los más radicales a seguir adelante con el ‘procés’. Unos se lanzaban por el callejón sin salida de la República. Otros optaban por convocar elecciones. 

"Íbamos de farol"

La exconsejera de Educación, Clara Ponsatí, fugada a Escocia, fue de las más radicales a la hora de aconsejar al siempre iluminado y ahora dubitativo Puigdemont. “Dar ahora un paso atrás es tirar por la borda todo lo que hemos conseguido”.  Oriol Junqueras, en prisión, y Marta Rovira apoyaban esta postura. Meses después, Ponsatí resumiría, desde su refugio escocés, aquellas horas: “Estábamos jugando al póker e íbamos de farol”. El exconsejero Santi Vila era una de las pocas voces sensatas que animaban a congelar la DUI (Declaración Unilateral de Independencia) y convocar elecciones. Josep Montilla, expresidente de la Generalitat, deslizó comentarios prudentes: “No queda otra, hay que abortar y convocar elecciones”. Artur Mas, otro expresidente, repetía con insistencia lo que había declarado en medios internacionales. “La situación no está madura, en Europa no lo entienden”. Fue el enloquecido estrambote de un miércoles eterno, que dio paso a un jueves grotesco y disparatado.

La noche del 25, en efecto, parecía no tener fin. Más de siete horas de conciliábulos, con apenas un bocadillo y unos refrescos. Sometidos a la presión de los activistas, de las bases, de la gente incendiada, apenas se divisaba una salida clara al gran laberinto.“Tú eres el president, si has de hacerlo, si tienes que convocar, hazlo ya”, le conminaba Junqueras, el gran defensor del golpe a la Constitución. Puigdemont, en algún momento, harto de provocaciones, le ofreció la presidencia. El líder de ERC la rechazó. Rovira le presiona con palabras gruesas y algunos llantos, sello de la casa. Se recibían llamadas de toda Cataluña, a favor, en contra. También lo hacía  Urkullu, el lehendakari, que ejercía de puente con Moncloa. Santi Vila al habla con Ana Pastor, presidenta del Congreso. Josep Rius, jefe de Gabinete del ‘president’ lo hace con Jorge Moragas, su homólogo en Moncloa.

A las tres de la madrugada, después de fatigosas discusiones, se levanta la reunión. “No tenemos nada”, se le escuchó decir al ‘president’. Ni apoyo internacional, ni control de los Mossos, ni estructuras del Estado, ni Agencia Tributaria, ni proyecto de Constitución…La gran farsa del advenimiento de la república se caía hecha pedazos. Ya estaba decidido: Elecciones. Se anunciarían a las 14:30 de la mañana siguiente. La noche de las tensiones, las agarradas, las evasivas, había llegado a su fin.

Puigdemont, un alcalde de Gerona, sin más preparación que el bachillerato y un par de cursos de periodismo, con una experiencia política limitada al ámbito provincial de “Tractoria”, se encontró, de repente, a los dos años escasos de ser investido merced al ‘dedazo’ de Mas, en una encrucijada insólita. Convertirse en el nuevo Companys o en el arquetipo del gran traidor. Ese era el dilema que bullía en mente del ‘president’.

República interruptus

El jueves aparecía todo más claro. Tras la tormentosa noche, la opción de las urnas se había impuesto. Atrás quedaba aquella delirante proclamación del 10 de octubre en el ‘Parlament’. Apenas 56 segundos para la Historia. Ivan Alvarado, el fotógrafo de Reuters, había recogido en sendas fotografías la imagen de euforia y desolación reflejada en los rostros de las miles de personas congregadas en el paseo Lluís Companys. Nadie entendió nada.

Ese día, tras el éxito del referéndum ilegal y la huelga general, Puigdemont protagonizó la sesión más incongruente del parlamentarismo español. Abrió su mensaje con este párrafo: “Como presidente de la Generalitat asumo al presentarles los resultados del referéndum ante el Parlamento y nuestros ciudadanos, el mandato de que Cataluña se convierta en un Estado en forma de república”. Enorme emoción, aplausos de estruendo y júbilo generalizado.

Para, acto seguido, espetar al Hemiciclo: “El Gobierno y yo mismo proponemos que el Parlamento suspenda los efectos de la declaración de independencia para que en las próximas semanas emprendamos un diálogo sin el que no es posible llegar a una solución acordada”. Un galimatías carente de sentido, una ‘independencia interruptus’.

Tocaba, pues, salir del impasse, deshacer el nudo gordiano, poner las cartas sobre la mesa y esperar a mejor ocasión. Puigdemont, atemorizado y obtuso, ya estaba convencido de que había que ir a elecciones. El Gobierno había convocado una sesión plenaria en el Senado para aprobar la aplicación del 155. Todo parecía muy claro. Ir a unas elecciones, que volverían a ganar los independentistas, exultantes con las fotografías de ‘porras contra urnas’, y, al mismo tiempo, sofocar de raíz la amenaza del ‘Estado opresor’.

La cordura parecía haberse instalado ya en el despacho presidencial. Santi Vila incluso tenía preparado el decreto de convocatoria. No obstante, durante esa mañana previa a la asonada, el paseíllo de figurantes con vocación de mártires prometeicos fatigaba aún los corredores del Palacio. Empezaron a aventar dudas sobre los planes de Mariano Rajoy. Se le reclamaba a Moncloa la confirmación por escrito de la no aplicación del artículo famoso y, al tiempo, la puesta en libertad de los Jordis, en prisión desde diez días atrás.

Vuelco en el escenario

Es entonces cuando se conjuran dos episodios decisivos y letales. El famoso tuit de Gabriel Rufián, diputado de ERC: “155 monedas de plata”. El fantasma de la traición de posa en la plaza de San Jaime donde cientos de universitarios, como es habitual en estos casos, se manifestaban para presionar en pro de la república. “Traidor, Puigdemont traidor, botifler” y demás insultos hirientes atravesaban las vidrieras y resonaban por los pasillos del Palacio.

Las redes se llenan de agravios a quien pretendía convertirse en el 'héroe catalán, el padre de la República. Las ejecutivas de los partidos secesionistas celebran reuniones urgentes. “Si no hay garantías con el 155, seguimos adelante, ¿verdad?”, retumbaba Marta Rovira, como un martillo pilón. La más agresiva en las vísperas fue luego la menos valiente en el compromiso. Salió corriendo hacia Suiza, sin avisar siquiera a sus compañeros de partido. “Traidor, cobarde”. La cascada de improperios crecía y crecía. Puigdemont empezó a recular... No quería pasar a la historia como “el gran cagón”, según le acusó un vehemente secesionista.

El mensaje de la convocatoria electoral, previsto para las 14:30, queda en suspenso. Los talibanes de la ruptura empezaban a imponerse. ERC amenazaba con dejar el Gobierno si se imponía el camino hacia las elecciones. Jordi Turull y Josep Rull, ahora presos, se plantificaron en el despacho presidencial y le dibujaron un escenario de terror: “ERC nos la ha vuelto a jugar. No podemos ir a elecciones con la imagen de ser los cobardes de la historia. Perderíamos por goleada. Hay que llevar la DUI hasta el final”.

Forcadell anuncia la independencia

La convocatoria prevista para las 14:30 se pospone hasta las 17:00 hrs. Toda Cataluña en vilo. Llegaban ya a Madrid las primeras noticias del gran ‘gatillazo’. La solución razonable naufragaba. Rajoy no podía enviar garantías por escrito sobre la suspensión del 155 y, menos aún, negociar la liberación de los presos. Finalmente, comparece Puigdemont en la Generalitat: No hay garantías sobre el 155, explica. Nada menciona sobre elecciones. Anuncia que el Parlament votará al día siguiente. Todo lo acordado por la noche se desintegró en unas horas. 

En la mañana del 27-O,  horas antes de la proclamación de la independencia, aún se detectan los penúltimos intentos por evitar lo inevitable. Llegan emisarios empresariales y algún personero de Madrid. “Hablad con Junqueras”, les responde el ‘president’. La suerte estaba echada.

A las 15:27 de la tarde, Carme Forcadell, minúscula presencia, nerviosa, temerosa, sin apenas levantar la mirada de unos folios que le tiemblan en la mano, lee la resolución final, aprobada por 70 votos a favor, diez en contra, dos en blanco y la ausencia de los diputados de las tres formaciones constitucionalistas: “La república catalana se constituye como un estado independiente y soberano”. Puigdemont y Junqueras ni se felicitan, ni se dan la mano. Apenas se miran. Aplauden mecánicamente, como robots. Por las puertas del Hemiciclo se cuela el atronador aplauso de los 300 alcaldes separatistas que, bastón de mando en ristre, habían acudido al pleno para jalear el drástico desenlace. En el paseo Companys, esta vez sí, la masa secesionista prorrumpe en un aliviado griterío.

Los diputados posan, ente solemnes y catatónicos, en la escalinata central del ‘Parlament’. Y ahora, ¿qué hacemos?, se preguntan algunos. Unos marchan a la Generalitat, otros a sus despachos, los más a sus casas. Un diputado del PDeCat resume lo ocurrido en la sesión: “Ha sido la proclamación de independencia más triste de la Historia”. Esa misma tarde, en la sede del Senado, la mayoría de la Cámara Alta aprueba la aplicación del 155. Poco después, tras la celebración de un consejo de Ministros extraordinario, Rajoy anuncia el cese del ‘president’, de todo su Gobierno, la intervención de la Generalitat y convoca elecciones para el 21-D. Ese domingo, Puigdemont, por sorpresa, se da a la fuga.

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