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Política

¿Quién es Carles Puigdemont?

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, junto al expresidente Artur Mas en los pasillos del Parlament.

Poco se dice de cómo es en su fuero interno el actual President de la Generalitat. Son tiempos de iconos y avatares en las redes sociales, de consignas tuiteadas de manera rápida. Quizás por eso convenga examinar de manera más sosegada la figura del hombre que ha llevado a Cataluña hasta el abismo, precipitándola en un vacío terrible.

De la pastelería la Casa dels Canonges

Debo reconocer que mi trato personal con Carles Puigdemont ha sido puramente episódico. Presentó un libro mío en Girona, por mediación de una amiga común, hace bastantes años, cuando aún no era alcalde de esa ciudad. En el 2015 volvimos a coincidir en el entierro de dicha amiga. En el primer caso estuvo correcto y amable y en el segundo, destrozado. Como yo mismo.

Poco más. Nunca me pareció especialmente brillante ni carismático. Educado y con ese cierto encanto pueblerino que tienen los de aquellas tierras, sí. Cuando accedió a la alcaldía de Girona me sorprendió su triunfo. Pensé que acaso su éxito radicase en la pinta de más que recomendable yerno convergente, o al escaso carisma de Anna Pagans, su predecesora socialista en el cargo, pero no le di más importancia.

Cuando Artur Mas lo eligió a dedo para que lo sucediese al frente de la Generalitat, profundicé en el personaje. Puigdemont viene de una familia de derechas, propietarios de un negocio de pastelería que aún subsiste. Es el segundo de ocho hermanos y ambas cosas, pastelería y familia numerosa, nos dan las primeras pistas acerca de cómo es. Dicen, un poco en broma y un mucho en serio, que el catalán es un señor con cara de estar cabreado permanentemente con el mundo entero que los domingos por la mañana sale de su casa, con esa misma cara, va a la pastelería y compra un tortell de nata, el archifamoso tortell de la burguesía catalana. No en vano existe un dicho catalán que reza “eres más de derechas que un tortell de nata”.

Con familiares falangistas y en un ambiente de orden, de mesocracia – hay que ser catalán y vivir en un pueblo para entender que eso poco o nada tiene que ver con el concepto de Mittelstand tradicional - el joven Carles se inclinó, como no podía ser de otra manera, hacia el nacionalismo más virulento. Fue, no lo olvidemos, miembro de la Crida, organización radical separatista que dirigió Ángel Colom y después el ahora encarcelado Jordi Sánchez. La Crida, ya se sabe, los que no condenaron el atentado de Hipercor, los que simpatizaban con HB. El caso de Puigdemont es uno más de los millares de alegres cachorrillos de la burguesía catalana, con padres sesudos, graves, partidarios de los libros de caja y el orden social y de clase, que sonríen indulgentes delante de los excesos de su vástago. “Coses del nen!”, dicen en tono de disculpa.

Siguiendo con su activismo catalanista radical, el joven Carles estuvo implicado en la organización de actos de apoyo a los independentistas que detuvo en su día el juez Baltasar Garzón. Recordemos que, de los veinticinco detenidos en el marco de la operación dirigida por el magistrado contra el independentismo terrorista catalán, dieciocho fueron condenados por pertenencia a banda armada, en este caso la tristemente célebre Terra Lliure, la misma a la que se oye vitorear ahora mismo por las calles de Barcelona en boca de los independentistas cupaires.

Carles fue miembro de la Crida, organización que no condenó el atentado de Hipercor

Militante de las Joventut Nacionalista de Catalunya y, posteriormente, de Convergencia, acabó de alcalde de Girona. Ese hombre que fundó la Agencia Catalana de Noticias o el diario electrónico Catalonia Today, en inglés, destinado a cantar las alabanzas del secesionismo de cara a otros países, el mismo que ahora nos ha conducido al epicentro de un huracán que amenaza con llevarse todo por delante, el bon noi, el chico de la comarca, ese buen tipo, sonriente, que podría ser nuestro amable vecino, ha tenido que llegar a la Presidencia para acabar destapando lo que él y los que son como él albergan dentro de su ama: un odio cerval hacia todo lo que no sea su ínfimo y reducido mundo ideológico. Hasta aquí, los datos puramente biográficos. Profundicemos.

La venganza de los pueblerinos

Existe en Cataluña una dicotomía entre lo que venimos en denominar el mundo rural, el de los pequeños pueblos, y la gran metrópolis que es Barcelona. Las ideas liberales que se han producido históricamente en esta tierra han nacido y prosperado en el ámbito de las grandes urbes. El mismo Pablo Iglesias, el tipógrafo fundador del PSOE, reconocía que el socialismo solo podía triunfar en territorios industrializados como Cataluña o las provincias vascongadas. Es en esta tierra catalana donde nacen los primeros sindicatos, como el de Las Tres Clases de Vapor, es en Barcelona donde las luchas sindicales entre la CNT y los sindicatos amarillos auspiciados por la patronal luchan a tiro limpio por las calles, es en esta Cataluña barcelonesa donde triunfan las tesis federalistas de los Arús, Roure, Almirall.

El mundo rural es otra cosa. Profundamente arraigado en la propiedad, en la resistencia ante todo tipo de progreso social, anclado en un mundo casi feudal en el que los señores han nacido para mandar y el resto para obedecer, tiene una línea de pensamiento recogida - ¡y de qué modo! – primero por el nacionalismo de la Liga de Francesc Cambó y, posteriormente, por Jordi Pujol.

El mundo pueblerino, en el peor sentido del término, es en el que Puigdemont ha crecido y se ha formado. Es un ambiente poco permeable a nada que no sea su ideario basado en la jerarquía, en el darwinismo social, muy alejado del cosmopolitismo barcelonés que ha escrutado siempre con los ojos muy atentos todo lo que sucedía en París, en Manchester, en Roma.

Puigdemont es el último ejemplo del tipo de persona que produce ese rerapaís, la Cataluña “catalana” de la que tanto se han llenado la boca los convergentes a lo largo de estas cuatro décadas. Se ha demonizado todo lo que fuera modernidad, ridiculizándola, despreciando lo que no fuese la tradición catalana convenientemente manipulada y aderezada de manera torticera para satisfacer sus propios intereses.

El mundo pueblerino, en el peor sentido, es en el que Puigdemont ha crecido

De ahí nace ese supremacismo racista que ya preconizara el Doctor Robert, émulo de Sabino Arana. De ahí brota la recua de consignas acerca de la inferioridad de los españoles, el desprecio hacia los charnegos, la idea de que los catalanes mantenemos al resto de una España llena de vagos, pícaros, políticos corruptos y carcunda.

Carles Puigdemont ha culminado un proceso iniciado hace mucho tiempo: la venganza de los pueblerinos de mente estrecha que no conciben más que su propia idea, sus propios sueños enfebrecidos. Tienen la imagen de una Cataluña que jamás existió, bucólica, apaciblemente rural, en la que cada uno sabe el lugar que le toca y no se mueve de ahí. Les sobra España, claro, pero también les sobran leyes, sistemas democráticos, debates, partidos y discrepancias. Su totalitarismo es brutal, siendo ese su rasgo más importante.

El terrible problema de orden público que han generado lo vamos a pagar entre todos

El hombre que ha encabezado la procesión que ha despeñado alegremente a todo un país por el barranco de la nada cree, sinceramente, que eso es lo mejor. Entregado en brazos de los radicales – son “sus” radicales, decía un Conseller no hace mucho – ahora deberá asumir el tremendo error de su bando, el de mirar con desprecio por encima del hombro todo lo que no se acomoda a la estrecha visión de campanario de la iglesia de su pueblecito.

Han creído, en supina y arrogante ignorancia, que podían hacer de sus ombligos y carteras un nuevo estado. La ley deberá juzgarlos. Ahora bien, el terrible problema de orden público que ha generado su inflexibilidad, su cabezonería crimina, su testarudez nacionalista, lo vamos a tener que pagar entre todos. Los pasteles de Puigdemont van a sabernos muy amargos a los catalanes. Esa ha sido su venganza. Ese es nuestro desafío. No son héroes. Son locos. Locos de atar.

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