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Opinión

Un zasca para Marlaska

El ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska.

“El vuelo de las togas de los fiscales no eludirá el contacto con el polvo del camino”. Conde Pumpido ha pasado a la historia por esa frase, anticipo de lo que ocurre cuando la judicatura se sumerge  en la política. Todo se contamina. O no funciona. O levantan unos polvos que derivan en hediondos lodos.

Pedro Sánchez reclutó para su gobierno a tres ilustres togados. Dos jueces y una fiscal. Los tres han acarreado más problemas de los que un Ejecutivo democrático puede soportar. Margarita Robles, la más astuta, resultó ilesa tras adentrarse alegremente en la venta de armas a Arabia Saudí. Toda la culpa, al final, se la llevó Isabel Celaá, que siempre pasa por allí, dispuesta a meter estruendosamente la pata mientras juega a hacerse la interesante con los periodistas.

Ocurrió luego lo de Dolores Delgado, un docudrama escabroso aún sin punto final. Siendo fiscal, la actual ministro de Justicia almorzó con el comisario tóxico, y casi se lleva por delante a un grupo de jueces que tonteaba con unas menores en una escapada profesional  por tierras centroamericanas. Dolores Delgado, ministra reprobada por las Cortes, ha tenido tiempo para presionar a la abogado del Estado en contra de los fiscales del Supremo en la causa seguida contra los golpistas del ‘procés’.

Finalmente, Fernando Grande-Marlaska. Un ‘maricón’, para su compañera Delgado. Un héroe prometeico para quienes luchaban contra ETA. Tomó las riendas del ‘caso Faisán’, que había abandonado el exjuez Garzón, y puso contra las cuerdas al sistema de financiación de la banda terrorista. El PNV estaba allí, de recadero. Y también Rubalcaba, que se encargó de enmendar el desaguisado y echarle toda la tierra del mundo al asunto.

Tras el episodio de Alsasua, Marlaska le ha endosado la condición de crispadores a los perseguidos, a los acosados, y la de víctimas a los matones

Marlaska era de los pocos magistrados de la turbia Audiencia Nacional limpio de polvo y paja. Valiente, decidido, aparente, agraciado, bien vestido, lo tenía todo para culminar su carrera en la cúspide del edificio judicial. Hasta que Sánchez, necesitado de fichajes de campanillas, le ofreció la cartera de Interior. ¡Ministro! Lo que no había logrado Garzón. Marlaska dijo que sí y ahí se acabó su aura de valiente justiciero, de caballero audaz, para pasar a formar parte del Ejecutivo más chusco, falsario e incompetente de nuestra era.

Su último éxito lo ha coronado en Alsasua. Ya saben, un grupo de ciudadanos se personó este domingo en la localidad navarra para apoyar a la Guardia Civil, objeto de hostigamiento, persecución e ira desde que varios criminales se ensañaron, cobarde y tumultuariamente, con dos de ellos y sus novias en una taberna. Marlaska, en lugar de alinearse con los demócratas, dio en reprenderlos al argumentar que “para defender a la Guardia Civil se pueden plantear acciones que no conlleven la posibilidad de crispación o incidentes”. Es decir, que le endosaba la condición de crispadores a los perseguidos, a los acosados, en tanto que las víctimas son los matones, los chulánganos, los amigos de los asesinos, la patota salvaje del carnicero de Mondragón y las bestias que le acompañaban. Ni una palabra pronunció el ministro sobre María José, la novia humillada, golpeada, maltratada, ni sobre sus padres, que perdieron sus trabajos hace dos años, que viven en la miseria y no pueden escapar de esa aldea de odio porque están atados a su maldita hipoteca sin que instancia alguna, pública o privada, salvo Covite, mire por ellos o les dirija una palabra de ayuda o consuelo.

Al hoy ministro se le suponían unos valores de intachable vigor democrático, de firme defensor del edificio de la Justicia. No ha sido así

No hablemos de Ander Gil, el infame. Ni siquiera del ministro Ábalos, que hablaba por boca del PSOE. Un ministro del Interior, si además es juez, tiene el deber de conocer a la perfección de qué lado ha de situarse la Justicia, quiénes son los malvivientes y quiénes son las víctimas. Marlaska, contagiado quizás por el espíritu del Gabinete de Sánchez, ha optado por sumarse a las filas de quienes, encabalgados en el delito, en el desprecio a la Constitución y en el odio a España, le entregaron sus votos al PSOE para expulsar a Rajoy y abrirle el camino a la Moncloa.

Un juez no hace eso. O no se espera que lo haga. A Marlaska se le suponían unos valores de intachable vigor democrático, de defensa incuestionable de los derechos humanos, de firme defensor del edificio de la Justicia. No ha sido así.  Sus palabras han desbordado el cáliz de la decepción. Ya asomó la patita cuando liberó al asesino Bolinaga o se inclinó contra la doctrina Parot. “Aplicar la ley puede causar dolor a veces”, le espetó a la Asociación de Víctimas del Terrorismo.  Ahora, junto al dolor, sus palabras han producido espanto. El polvo del camino ha cubierto de mugre su briosa biografía.

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