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Opinión

Los muertos que Vox matáis

Sólo si Casado y Arrimadas reaccionan con vocación de unidad y fusionan sus pasos en defensa de la Constitución podrían esquivar un destino incierto

El cabeza de lista de Vox, Ignacio Garriga, acompañado por el presidente del partido, Santiago Abascal.

Ortega Smith ya apenas vocifera. Ni siquiera invade Gibraltar o vota a bríos. Parece hasta más bajito y se le ha puesto cara de oficial de la guardia suiza. Iván Espinosa no incurre en el humor vitriólico y los chistes agresivos de sus primeras campañas. Maldita la gracia. Se maneja ahora con temple de notario y esa circunspección de quien ha extraviado las interjecciones. Rocío Monasterio tiene ya más de lo segundo, de lo monástico, que de lo primero, el ozú. Dejó atrás la bronca y la zapatiesta, se sumergió en el debate sobrio, en la trifulca contenida. Saca las uñas cuando es preciso, frunce el ceño cuando la irritan pero acompasa sus famosos arranques coléricos al metrónomo de Beethoven, siempre más lento de lo que imaginas. Macarena Olona gasta aún usos de fierecilla indomable, con todos sus colmillos al viento y la quijada en guardia permanente. Su verbo es hiriente como un alfange y suave como el flautista de Manet. Santiago Abascal siempre fue así, rudo por fuera y prudente por dentro, de esa amabilidad puesta en razón. No le agradan los gritos sino los argumentos. Expele, eso sí, una imagen que a tantos seduce y a unos cuantos confunde.

Defendían el campo, los toros, la caza, el gazpacho, las sevillanas y la bandera de España. Repudiaban la inmigración ilegal, los chiringuitos de amiguetes, el feminismo hipertrofiado, el ecologismo ortopédico y el comunismo en todas sus variantes

Poco conservan los dirigentes de Vox de aquella estampa de jóvenes airados con la que irrumpieron en la escena andaluza hace un par de años y se hicieron con doce diputados en el inexpugnable cortijo socialista. ¿Y estos, quién coño son? Defendían el campo, los toros, la caza, el gazpacho, las sevillanas y la bandera de España. Repudiaban la inmigración ilegal, los chiringuitos de amiguetes, el feminismo hipertrofiado, el ecologismo ortopédico y el comunismo en todas sus variantes. Los tacharon de ultraderecha, franquistas, maltratadores, pistoleros, tramperos, tramposos y trumpistas. Súbitamente, doce escaños. Algo pasaba.

En las generales subsiguientes, las de abril del 19, lograron 24 escaños y el PP, atentos, se quedó en 66. Algo seguía pasando. En las municipales y regionales se erigieron en pieza clave en Madrid y Murcia y se hicieron importante hueco en Burgos, Santander, Badajoz, León, Almería, Guadalajara, Granada, Alicante y algunas más... Pasaba algo, en efecto, ¿pero qué? En las generales de noviembre, 52 diputados. La consagración. Se acabaron las dudas y las incógnitas y se despejaron algunos interrogantes. Se evaporó el fantasma de lo efímero, se desintegró la coartada de la casualidad. Tercera fuerza en el Congreso. Luego se produjo el chasco en Galicia y la sorpresa en País Vasco. O sea, un empate. Y ahora, el estallido catalán, once escaños, más que PP y Cs juntos.

El voto de la cólera, la papeleta del cabreo

El voto del cabreo, claro. De la protesta y hasta de la cólera. Hay gente que incluso en el estanque dorado catalán, ese paraíso sedado y maniatado, todavía siente una cierta molestia cuando le pisan el cuello, le tapan la boca y observa cómo le trepanan las neuronas a sus hijos en el patio de la escuela. Esos catalanes furiosos ya inundaron las calles de Barcelona tras el discurso del Rey, llenaron primero los balcones con banderas y luego las urnas con votos de Ciudadanos, que ganaron las elecciones.

En esto llegó Vox. También de la nada, de cero escaños, como en el milagro andaluz. Un hecho accidental, un movimiento puntual, un ladrido aislado, la queja del hartazgo, fugaz y pasajera... los politólogos jibarizan la magnitud del cimbronazo. “No compiten en la liga de los grandes, juegan a otra cosa, están en el extrarradio de la realidad, en los suburbios de lo concreto, en otro planeta”.

Este domingo, con menos pasión, quizás la pandemia, quizás las dudas, esta singular especie de indomables no ha pestañeado en el momento de confiar su papeleta a un ignoto odontólogo, joven y "negro" (como decía ese pseudofilósofo de flequillo imbécil en el debate de TVE, el menos visto de la historia), a quien han perseguido, escupido y hasta apedreado con esa saña que los racistas amarillos le dedican a cuantos descreen de las consignas supremacistas y se apartan del rebaño estelado.

Han entrado en la Diagonal hasta la cocina y han plantado sus reales en la Ciudadela. Con fuerza creciente y con enormes posibilidades de arrinconar al bloque de la derecha y enviar al PP y a Cs al cementerio de elefantes

Bueno, quizás estos marcianos hayan llegado para quedarse. Quizás se trate de un fenómeno sociopolítico similar al de Podemos en 2015. Quizás sea, en efecto, algo transitorio, como la canción del verano o un dolor de barriga. El caso es que aquí están, han entrado en la Diagonal y han plantado sus reales en la Ciudadela. Con fuerza creciente y con enormes posibilidades de arrinconar al bloque de la derecha y enviar al PP y a Cs al cementerio de elefantes. Sólo si Casado y Arrimadas reaccionan con vocación de unidad, aparcan sus ambiciones personales y fusionan al unísono sus pasos en defensa de la Constitución podrían esquivar su incierto futuro. No lo harán. Abascal, claro, seguirá creciendo. En esos 'arrabales' de los que hablan los profetas. También Le Pen empezó en los bidonvilles y ahí la tienen, a dos pasos del Elíseo.

En este infernal presente, la dirección de Vox se ha alejado de su caricatura. Ofrece una estampa de tanta serenidad “que es ya dolor”, como escribió Claudio Rodríguez. “No teman, ya no nos dedicamos al asalto ni al degüello”, podrían bromear en homenaje a los salvajes unitarios de Borges. Aún los pintan envueltos en cuernos y pieles, como el bisonte aquel que asaltó del Capitolio. Son otros los que cercan congresos y rodean parlamentos, en Madrid, Barcelona o Sevilla. Son otros los que levantan cordones sanitarios y escupen sobre el diálogo, como el candidato Illa, falso hasta en sus melindres.

Gobernar con los golpistas

Vox es el único partido que, en la campaña catalana, no habló de pactos ni cambalaches. Cierto que hospeda a alguna gente de ideario irritante y prosodia chillona. Ecos de las cavernas. Se supone que lo irán puliendo. También es cierto que hay realidades con las que no traga, como la actual burocracia europea (¿quién aplaudiría a Ursula y sus inexistentes vacunas?) ni la estructura autonómica del Estado (¿a quién, salvo a Rajoy, le complace el batiburrillo periférico?) ni la ley de violencia de género. Mucha gente no comparte su ideario. Y hasta le repele. Pero nada de cuanto plantea es inconstitucional. Menos aceptable, desde el punto de vista legal, se antoja promover un golpe de Estado, algo que a Illa no le incomoda. Incluso pretende ahora gobernar junto a sus impulsores, aunque sea de complaciente monaguillo, resuelto con los cálices, la campanilla y las vinajeras.

Abascal ha ratificado en las urnas que su discurso de claridad y firmeza tiene amplia acogida en un sector del electorado. El sentimiento de hartazgo aflora imparable, el drama le remite oleadas de náufragos hacia su orilla. No parece que vaya a quedar, al menos de momento, desplazado a esos 'arrabales de la irrealidad' al que le envían las cacatúas. Todo lo contrario. Vox se ha erigido en una fuerza fundamental para hacerle frente a la creciente pesadilla. La noticia de su efímera existencia parece prematura.

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