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Opinión

Sin razones para la vacunación forzosa

Ni negamos la existencia de la enfermedad ni damos un no absoluto a las medidas para combatirla. Y por el contrario, damos un sí innegociable a combatir la pandemia

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Un punto de vacunación contra el covid.

El Comité Constitucional de Francia decide sobre la legalidad de las últimas medidas anti-covid adoptadas por el Ejecutivo de Macron. El fallo llegará una semana después de que Biden anunciara su propósito de emprender la vacunación obligatoria, de momento, a los funcionarios, y el TEDH (Tribunal Europeo de Derechos Humanos) abriese la puerta a la vacunación obligatoria. Argumentan que se trata de una medida "necesaria en una sociedad democrática", basada en el principio de solidaridad social, porque la libertad y el derecho del individuo deben sacrificarse en aras del bien común.

Francia es el país que enarboló la bandera de la libertad, pero que en el momento clave renunció a "la libertad de los modernos" —la de Constant, la libertad llamada negativa por Isaiah Berlin que protege al hombre de los atropellos del Estado— y optó por "la libertad de los antiguos". Por eso acabó entronizando "la voluntad general", que como aclaró Rousseau nada tiene que ver con "la voluntad de todos", y la puso en manos de sus intérpretes, los inventores de la guillotina. Esperemos que ese error histórico no se vuelva a repetir.

El asunto es muy grave. El "bien común" que se defiende, como objetivo, unido al "miedo", como estrategia, forman una pareja explosiva; esa idea y esa emoción, bien mezcladas, son los ingredientes principales de las recetas políticas que más desgracias han traído a la humanidad.

Nos equivocaríamos si pensáramos que el mal es cosa de los malos. ¡Qué va! Los crímenes de los adoradores del Mal ocupan apenas unas líneas en el voluminoso libraco negro de la historia. Son tristes anécdotas protagonizadas por cuatro desequilibrados que alimentan leyendas y cuentos de miedo. Minucias si lo comparamos con la ejecutoria de los buscadores del bien, los auténticos autores de los grandes relatos que ocupan miles de páginas de la historia negra del mundo.

Casi cualquier tragedia de la humanidad tiene en ellos su origen. Cuentan en su haber con todos los integrismos religiosos, con todas sus Inquisiciones, sus autos de fe y sus cazas de brujas, pero también con todos los fanatismos políticos, con todas sus limpiezas étnicas, sus linchamientos y sus purgas. Las dictaduras, de cuerpos y, en especial, de mentes, están hechas con esos mimbres. Siempre hay tras ellas la voluntad de unos por extender su idea del bien a todos; y esos unos son personas poseídas por el Bien, como los endemoniados que describió Dostoyevski.

Dicho con pedantería, estamos ante un "como si" kantiano, siempre interpretable y dependiente de quién tenga la hegemonía para definirlo y el poder para ejecutarlo

Porque lo malo del bien común es que trata de otra entelequia similar a la de 'pueblo': ni el primero es la suma del bien de todos ni el segundo es el conjunto de los ciudadanos. Dicho con pedantería, estamos ante un "como si" kantiano, siempre interpretable y dependiente de quién tenga la hegemonía para definirlo y el poder para ejecutarlo. Por eso las mejores mentes que han combatido los totalitarismos de diferente cuño que han infectado a la humanidad nos han dado siempre el mismo consejo. Expresado de muy diversas maneras, este consejo es el siguiente: cuando oigas hablar de bien común, ándate con ojo.

Quienes apelan al bien común acaban convirtiéndote, seguro, en un instrumento para sus fines. La sustancia de su reino de los fines puede variar —la ciudad de uno u otro Dios, la igualdad de todos los seres, el orden y la decencia, la pureza de la raza, la humanidad feliz por obra y gracia de la eugenesia…— pero la estrategia para fundarlo es siempre la misma.

Entre los autores que han desvelado esta estrategia confieso mi predilección por Albert Camus. En El hombre rebelde analiza las causas nobles para mostrar cómo "toda ideología se constituye contra la psicología". Su retrato de Saint-Just es enternecedor. Es éste un hombre santo poseído por la idea del bien común. Las cabezas de los que tenían otra idea del bien iban rodando a su alrededor, y por su voluntad, mientras este joven de bello espíritu, ambientalista avant la lettre, que abogaba por que los niños consumiesen carne hasta la edad de dieciséis años y planeaba que la nación fuese vegetariana por Ley, soñaba con una república espartana, embargado de frugalidad y de virtud.

Este valiente y luminoso ensayo le supuso a Camus partir peras con buena parte de su entorno, con los artistas surrealistas defensores del terrorismo, con los filósofos existencialistas defensores de la dictadura comunista. Camus reivindica la rebelión del hombre libre frente a esos fanáticos, y otros varios, el "no" a la servidumbre del campo de concentración. Camus lo abre con un célebre párrafo: «¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si rechaza, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento». Es decir, lejos de ser una renuncia, negar es fundamentalmente una afirmación, cuando digo no a esto, digo sí a lo otro.

¿Les parece que el razonamiento de Camus es una obviedad? Pues a pesar de ello ya nos daríamos con un canto en los dientes si tal obviedad lograsen entenderla los políticos, los periodistas y los expertos (sic) científicos que acusan de "negacionistas" a cuantos se niegan a inocularse alguna de las vacunas creadas a cuenta de la covid-19. Porque la inmensa mayoría de las personas que decimos no a someternos a esas terapias génicas lo hacemos en los mismos términos que Camus: ni negamos la existencia de la enfermedad ni damos un no absoluto a las medidas para combatirla. Y por el contrario, damos un sí innegociable a combatir la pandemia.

Sucede, simplemente, que esa estrategia que consiste en unir la productiva emoción del miedo con la peligrosa idea del bien común no nos ha hecho perder de vista la realidad ni renunciar a la crítica objetiva. Y cuando uno logra abstraerse del bombardeo de la prensa sistémica y somete a juicio crítico las versiones oficiales, es imposible que no albergue dudas mucho más que razonables sobre ellas. 

Experimentos de biopolítica

Juan Manuel de Prada ha acuñado el término "tragacionistas" para describir a esa gente que "con tal de sentirse abrigaditos en el rebaño renuncian a la nefasta manía de pensar". Y en verdad las contradicciones y fallos del relato oficial, sus medias verdades, mentiras y ocultaciones son constantes. Solamente se tiene constancia de la arbitrariedad, la irracionalidad, la carga ideológica, las restricciones de derechos civiles y las desastrosas consecuencias de los diferentes experimentos de biopolítica implementados, pero sobre la naturaleza, la eficacia y los efectos secundarios de las terapias, es mucho más lo que se desconoce que lo que se conoce.

Contagio e infección

No es infundado sostener que, más allá de los casos tipificados como de extremo riesgo, la amenaza futura que suponen estos "remedios" supera los peligros reales de la enfermedad en sí. Tenemos noticias de determinados efectos de la vacunación: algunas de las personas que se contagian, si están vacunadas, desarrollan la enfermedad con menor virulencia que las no vacunadas.. En el otro lado de la balanza, se asegura, aunque apenas se nos informe oficialmente de ello, que la vacuna no impide totalmente la infección ni tampoco el contagio. Sobre todo, tenemos las informaciones de médicos no sistémicos que advierten sobre las graves consecuencias que a medio o largo plazo podrán ocasionar las vacunas.

Ni siquiera los más entusiastas defensores del relato oficial niegan esta última posibilidad. Cuando se les pregunta sobre los efectos futuros de las vacunas corren un estúpido velo. Simplemente, no lo saben. ¡No lo saben! Todo ello no impide que la idea de la vacunación universal forzosa se abra camino, porque la confianza en la ciencia se ha tornado fe ciega en una ciencia sistémica que ejerce una propaganda tanto más dogmática y agresiva cuanto más de barro son sus pies.

Señalar al disidente

Visto lo visto, no es desacertado afirmar, que la carga de la prueba la tienen aquellos que pretenden imponer la inoculación, no quienes la rechazan. Y a pesar de todo el relato oficial insiste en señalar al disidente. Otra de las miles de perlas desperdigadas por El hombre rebelde, una mina para el librepensamiento, nos ayuda a entender este fenómeno social: "El día en que el crimen se adorna con los despojos de la inocencia, es a la inocencia a quien se intima a justificarse". En efecto, es el modus operandi del totalitarismo.

Veamos un ejemplo práctico de este proceder. En una entrevista en La Vanguardia del pasado jueves, el infectólogo Robert Güerri, preguntado por la posibilidad de hacer obligatoria la vacunación, no tuvo empacho en contestar: "¿Por qué no? Lo hacemos con la tuberculosis: un paciente con tuberculosis activo puede ser obligado judicialmente a tratarse porque es un peligro para su comunidad". Ahora echemos un vistazo a sus palabras. ¿Es comparable la gravedad de este virus con la de la tuberculosis? ¿Es comparable el nivel de protección de la vacuna de la tuberculosis con el de estos diversos sueros? ¿Es comparable su porcentaje de eficacia? ¿Es comparable el conocimiento que se tiene sobre los efectos secundarios de la vacuna de la tuberculosis con el que se tiene acerca de estas terapias experimentales? Y, sobre todo, ¿qué clase de salto al vacío de la imbecilidad le lleva a poner en pie de igualdad a un enfermo activo con alguien que no está infectado? En fin, sin duda, cuando Steven Pinker habla de confiar en la ciencia, no se está refiriendo a esto.

Al cargarse de razón, uno rellena la columna vacía de su "haber" con los supuestos "debes" del contrario, en un mecanismo farisaico

El mecanismo falaz que opera en la manera de discurrir de este científico integrado lo identificó Rafael Sánchez Ferlosio en "cargarse de razón", uno de sus pecios sobre polemología. Tras remitirse a Max Weber y su "utilización de la moral como instrumento para tener razón", Ferlosio nos hizo caer en la cuenta de hasta qué punto esa expresión revela una suerte de trampa contable en la argumentación que carece de ingresos. Al cargarse de razón, uno rellena la columna vacía de su "haber" con los supuestos "debes" del contrario, en un mecanismo farisaico "que construye la propia bondad con la maldad ajena".

Quizá sea esa la causa por la que toda la agitación y propaganda del discurso oficial está consagrada a desviar la atención de los debates necesarios para enfocarla en buscar el culpable fuera del rebaño. Las sin razones de la vacunación motivan la sinrazón de su obligatoriedad. Ese vacío es el que los hace tan agresivos. La precariedad de las razones para el "sí" les lleva a cargar su razón estigmatizando el "no". 

Ignoran que atacando ese "no" del hombre rebelde que reivindicó Camus están abatiendo la última protección del individuo frente al Leviatán, ignoran que están poniendo en peligro uno de los mayores valores de la civilización occidental. O quizá lo saben perfectamente.

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