Opinión

Vaciar o retorcer una Constitución sin modificarla

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Congreso
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Congreso EFE / Javier Lizón

La idea mágica de que la Constitución es una especie de “detente bala” está muy extendida. Es habitual escuchar a ilustres juristas y políticos afirmar que tal o cual cosa es y será imposible, si es inconstitucional. Pero esas “cosas imposibles” que no podían ocurrir incluyen hechos tan visibles y legales como la discriminación por lengua en Cataluña, País Vasco y otras comunidades, la exclusión progresiva del español de la educación y la administración pública, la desigualdad fiscal y ante la ley, el control partidista del Poder Judicial y el desmantelamiento del estado común.

Estamos en puertas de una “reinterpretación” que, sin tocar la letra, vacíe y retuerza por completo lo que la sociedad española aprobó en 1978 para salir de la dictadura e instaurar una democracia

Desde que se aprobó la Constitución de 1978 comenzó la erosión de su letra literal y el progreso de “interpretaciones” que han ido cambiando su sentido, beneficiando en especial al nacionalismo y al caciquismo. No es casual que haya sido Iñigo Urkullu quien anuncie una magna “reinterpretación” del texto constitucional, del estilo de una que permita interpretar el Quijote de Cervantes no como la gran novela moderna, sino como un manual para instalar frigoríficos.

Su partido, el PNV, siempre ha liderado la deslealtad constitucional: en 1978 consiguió que le aceptaran gran cantidad de concesiones para negarse a refrendarla y pedir la abstención, traición empleada todos estos años para afirmar que la Constitución nunca ha sido aprobada en Euskadi y, por tanto, carece de legitimidad para ellos, lo que no impide que exijan el cumplimiento absoluto de preceptos que le benefician o puedan beneficiarle. Ese sigue siendo el plan.

En resumidas cuentas, estamos en puertas de una “reinterpretación” que, sin tocar la letra, vacíe y retuerza por completo lo que la sociedad española aprobó en 1978 para salir de la dictadura e instaurar una democracia liberal a la europea. Sánchez y su ambición ilimitada de poder la harán posible, ayudado por la incomprensible ceguera de buena parte del PP a lo que se nos viene encima. ¿Qué no es posible? Al contrario, la historia abunda en “reinterpretaciones” constitucionales que implantaron oligarquías o dictaduras donde la Ley de Leyes instauraba la democracia.

Constituciones democráticas retorcidas y violadas

Comencemos por casa. Desde 1812, España ha tenido gran fe en las Constituciones protectoras, pero también escaso realismo político. La de 1876, la más longeva, se convirtió en la Constitución del turnismo, el sistema de sustitución en el gobierno pactada entre los dos principales partidos mediante el fraude electoral sistemático, con el visto bueno del Rey. Ambos se llamaban liberales, liberal conservador el de Cánovas y liberal a secas el de Sagasta, pero en realidad eran sindicatos de caciques con sus respectivas clientelas políticas.

La Constitución proclamaba la elección democrática con sufragio limitado masculino y voto secreto, pero los votos no valían nada. Aquella Constitución sedicentemente democrática pero realmente oligárquica condujo a la crisis del 98, a la deslegitimación popular de la Monarquía, la dictadura de Primo de Rivera para intentar salvarla, la caída del sistema y la Segunda República, con su propia Constitución mágica, más la posterior guerra civil. Esta cascada de desastres fue, en buena medida, la consecuencia de pervertir en la práctica lo que la Constitución garantizaba en teoría.

La técnica del golpe de estado constitucional

Pero donde el vaciado constitucional maduró como un arte del golpe de estado legal fue en las dictaduras de los años veinte y treinta, en especial las totalitarias. Mussolini transformó la democracia oligárquica italiana en dictadura fascista sin modificar la Constitución. Bastaron un puñado de leyes fascistas y la gran reforma electoral de la Ley Acerbo de 1923, que garantizaba la mayoría absoluta del partido fascista en el parlamento italiano, convertido en puro teatro. Esa ingeniería jurídica permitió cambiar de régimen sin necesidad de una nueva Constitución.

Los nazis tomaron buena nota del exitoso experimento, y en 1933 Hitler instauró su dictadura con una Ley Habilitante que daba todo el poder al führer y al partido nazi, sin necesidad de derogar la totalidad de la Constitución de Weimar: bastó con suspender algunos artículos claves. El milagro fue en buena parte obra de un brillante jurista e implacable enemigo de la democracia y el liberalismo, Carl Schmitt. No por casualidad Schmitt ha vuelto a seducir al populismo izquierdista al estilo de Podemos, porque fue el autor intelectual del plan maestro para transitar de la democracia liberal a la dictadura eludiendo las complejidades y peligros de una reforma constitucional en toda regla.

Bastaba pues una crisis política profunda, pensó Schmitt, para usar la propia Constitución como vía legítima y legal a la plena dictadura, convirtiendo el estado de excepción en el estado político normal

El descubrimiento de Schmitt fue, como pueden intuir, que era posible reinterpretar la Constitución explotando los mecanismos de excepción previstos para crisis muy graves: Alemania atravesó una fase de agitación revolucionaria en 1918 y los años inmediatos, y la Constitución se escribió pensando en cómo superarlas incrementando la autoridad ejecutiva. Bastaba pues una crisis política profunda, pensó Schmitt, para usar la propia Constitución como vía legítima y legal a la plena dictadura, convirtiendo el estado de excepción en el estado político normal, transfiriendo todos los poderes al dictador y prohibiendo progresivamente partidos y asociaciones ajenas al nazismo, de las comunistas a las cristianas. Aunque en el caso alemán la primera víctima de la solución Schmitt fueran los comunistas, es perfectamente válida para acabar con cualquier oposición.

Constituciones decorativas

En efecto, en la izquierda comunista las cosas no fueron muy diferentes. Stalin también aprendió provechosamente de fascistas y nazis, y en 1936 hizo aprobar una Constitución soviética que aventajaba a cualquier otra del mundo en libertades y garantías de derechos. Naturalmente, esa Constitución nunca entró en vigor porque su papel no era otro que el propagandístico. Todas las Constituciones comunistas posteriores han adoptado el mismo papel decorativo. Y para remachar la esquizofrenia entre realidad y ficción política, Nikolai Bujarin, el principal redactor del brillante pero fútil texto constitucional, fue juzgado y ejecutado en 1938, tras la gran parodia jurídica de los Procesos de Moscú.

Hay muchos otros casos interesantes, como las Constituciones de la revolución francesa. Es perfectamente posible mantener un texto constitucional interpretado de tal modo que legalice cosas inconstitucionales para la lectura literal, como la discriminación lingüística en buena parte de España o el control gubernativo de todos los poderes emprendido por el sanchismo. Estamos en puertas de un avance más en esa dirección, con una reinterpretación que convierta en amables ficciones la soberanía y unidad de la nación, la división de poderes y la igualdad ante la ley, rematadas por algún tipo de amnistía, como escribí la semana pasada. Y cuando les digan que eso es imposible porque la Constitución no lo permite, remitan al alma cándida al estudio de la historia política real.

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