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Opinión

Anatomía de la vacación

Playa llena de turistas

La democracia liberal, el mejor marco social que el ser humano ha encontrado hasta la fecha, se sustenta en el sistema económico capitalista. Este sistema, todos lo saben, está hecho de puras ficciones: una vez superada la fase de las necesidades básicas, los hombres prestan su trabajo a cambio de dinero para producir cosas que no se necesitan. El cinismo desempeña aquí un papel fundamental, porque a nadie se le escapa que fabricar sesenta marcas distintas de cucharillas de café es una superfluidad absoluta, pero esa producción innecesaria ofrece horas de trabajo, poder adquisitivo y, por tanto, posibilidad de gastar y comprar con la compulsión mental que suele ejercerse cuando se adquieren cosas. En buena medida la riqueza de las naciones es una interminable fabricación de banalidades que permite a los hombres la acumulación de dinero suficiente para una compra/venta permanente de esas mismas banalidades. Este aparente sinsentido, en todo caso, logra luego convertirse en el cimiento de la buena vida: se tiene dinero, se compra y se vende, pero también se puede viajar, educarse, hablar libremente, vivir en una casa, tener aparatos electrónicos, irse a la playa, votar.

Lo más peligroso para el sistema puede venir, como de hecho viene, del aburrimiento, porque vivir bien deja momentos en blanco que enfrentan al hombre con la existencia. A medida que la tecnología se desarrolla el hombre necesita menos trabajo para tener las mismas cosas. Y lo que queda es un montón de tiempo vacío. El sistema capitalista va parcheando la situación con la solvencia habitual: como una de las prioridades actuales es llenar los momentos vacíos, se potencian hasta la exhaustividad las posibilidades de entretenimiento que ofrecen las telecomunicaciones y se ata a la parroquia a una continua obligación a opinar a través de un maximalismo digital que llena las vidas y evita de nuevo el vértigo del vacío. No obstante, como el hombre aún no puede contentarse del todo con la virtualidad de ese mundo, sigue necesitando el roce de las cosas con su carne y su hueso, por lo que las vacaciones continúan siendo imprescindibles para mantener, digamos, el contacto con la realidad analógica. La vacación, entonces, que viene a ser la pura continuidad del trabajo etiquetada como su envés liberador, ha de llenarse y, por supuesto, planificarse. La organización por antonomasia del tiempo libre vacacional es también un desafío al aburrimiento, de forma que se convierte en otro modo, si no el supremo, de producción. Cuando estás de vacaciones, amigo, trabajas casi más que nunca.

El más habitual de los daños colaterales de las vacaciones es que todas partes están llenas de turistas, y los turistas no soportan ir a los sitios atestados de turistas

Llenar las vacaciones ha sido a lo largo de décadas ocupación atareada de mucha gente. De momento, aunque son de adivinar ya formas menos palpables de entretenimiento, el turismo sigue siendo la solución mayoritaria. Y si se precisa más, la clave es el viaje turístico. Quien más quien menos hace un viaje turístico en vacaciones. Se cumple con ello la retroalimentación laboral y se permite al individuo que ejerza su libertad de elección, que suele consistir en irse a la playa o comprar un pack por unas islas o pasarse siete días en los Fiordos. Los anuncios de lugares inolvidables abundan por todas partes, con playas espectaculares, museos únicos, exposiciones temporales de los mejores pintores del mundo, sitios pequeños y rurales llenos de casas con encanto. La oferta, tan abrumadora, crea el gusto y provoca el plan, y el avance en los medios de transporte posibilita que todos los trabajadores dediquen al menos parte de sus días vacíos a ese discurrir de sitio en sitio. Se crea así una situación social de bienestar y entretenimiento suficiente para hacer que cunda la satisfacción y vaya uno acumulando viajes hasta aparecer un auténtico cosmopolita, con ese adjetivo que aún sigue teniendo sus ínfulas. Tras los viajes se vuelve al trabajo con la mirada por encima del hombro.

Hay daños colaterales que todos conocen y que a algunos les hacen incluso soliviantarse. El más habitual y comentado es que todas partes están llenas de turistas. Los turistas no soportan ir a los sitios atestados de turistas, y cada uno en su unidad se mira como uno de los pocos privilegiados que merecería hacer esas visitas sin la molesta muchedumbre, cuyos integrantes piensan más o menos lo mismo cuando ven a los demás. La perfección económica consigue, entonces, que cada trabajador realice sus traslados turísticos para hacer lo mismo que los otros, pero con esa suprema convicción de que él lo merece de verdad porque, en fin, los otros son siempre la chusma. Basta viajar con la barbilla alta para tapar el tufo del turismo con el contento íntimo de una pose aristocrática. Mientras tanto, se consigue que los individuos olviden los vacíos laborales y sigan trabajando en los circuitos viajeros. El horario esta vez se lo ponen ellos mismos, sin jefes ni nada.

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