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Opinión

¿Qué urnas, qué democracia?

¿Qué urnas, qué democracia?

Lo decía el inefable Gabriel Rufián en Radio Nacional hace menos de dos meses: "democracia es urna, democracia es votar". Unos meses antes, a raíz de la condena a Artur Mas por la consulta del 9-N, Pablo Iglesias bramaba como Zeus desde el Olimpo: "nadie debería ser condenado por poner urnas". En el otro extremo del espectro ideológico, en los predios del liberalismo, el economista Xavier Sala i Martín se ofrecía a pagar de su propio bolsillo diez urnas y cedérselas a la Generalidad para que celebrase el referéndum.

La urna adquiere propiedades taumatúrgicas en manos de populistas y nacionalistas. Identifican la democracia con el acto de votar y sólo con eso

La urna adquiere propiedades taumatúrgicas en manos de populistas y nacionalistas. Identifican la democracia con el acto de votar y sólo con eso. No importa el qué, ni a quién, ni en qué condiciones. Votar es el acto supremo, el símbolo, todo queda supeditado a la imagen de un tipo depositando una papeleta en una urna. A partir de ahí ya se puede acabar el mundo.

Una vez reducido todo a este gesto tan simple, poner trabas a las votaciones sería algo así como un delito de lesa democracia, algo inadmisible, propio de dictaduras en las que, según los nacional-populistas, nada se vota, todo emana de una autoridad central que ordena y manda.

En parte es cierto, pero solo en parte. Democracia es, efectivamente, votar, pero también muchas otras cosas más. Para que votar tenga sentido y no sea una pantomima, ha de efectuarse dentro de un marco legal previo que garantice que aquello no es una artimaña del poder para perpetuarse, o que no se están sometiendo a votación derechos fundamentales como la vida o la propiedad.

Poncio Pilatos dio a elegir al pueblo entre Jesucristo y Barrabás. Escogieron al segundo. Por aclamación, cierto es, una forma primitiva de la idolatrada urna

En definitiva, que no todo se puede votar. No aceptaríamos, por ejemplo, una consulta en la que se dilucidase si hay que sacrificar a los niños menores de dos años, como, según cuenta San Mateo, hizo Herodes el Grande en la Judea de hace dos mil años. Herodes no lo consultó, como era un déspota oriental lo decretó sin más, pero bien podría haberlo refrendado con la plebe. Años más tarde, siguiendo el relato bíblico, Poncio Pilatos dio a elegir al pueblo entre Jesucristo y Barrabás. Escogieron al segundo. Por aclamación, cierto es, una forma primitiva de la idolatrada urna.

Un referéndum en el que se votase el sacrificio de los niños o la expulsión de los que tienen un lunar en la nariz no tendría nada de democrático por muchas urnas que pusiésemos a disposición del pueblo. Sería un desafuero y como tal habría que impedirlo. Esto nos viene a confirmar que la ley está por encima de las urnas. Nos confirma también que, aparte de votar, una democracia digna de tal nombre sólo puede funcionar dentro de un Estado de Derecho, ese conjunto de leyes e instituciones al cual estamos todos sometidos porque, como decía Cicerón, para poder ser libres antes tenemos que ser esclavos de las leyes.

En Cataluña han tomado un atajo creando una legalidad paralela que fulmina la anterior. Pero eso, curiosamente, no lo han sometido a referéndum

Estas leyes no son las tablas del Sinaí, pueden modificarse, ya sea directamente vía referéndum, ya indirectamente a través de las cámaras democráticamente elegidas. Ese es el trámite fundamental que se han saltado en Cataluña. Han tomado un atajo creando una legalidad paralela que fulmina la anterior. Pero eso, curiosamente, no lo han sometido a referéndum. Han abolido la Constitución y el Estatuto de autonomía por el artículo 33 o, por ajustarnos a la realidad, violando incluso el artículo 33.

Eso es, aproximadamente, lo que hizo Adolf Hitler en el referéndum de agosto del 34, en el que se arrogó poderes absolutos y que supuso la derogación de facto de la Constitución de Weimar. El texto siguió formalmente en vigor hasta el final de la guerra, pero como un simple adorno. La legalidad paralela creada por los nazis, incluidas las leyes de Núremberg, fue la única real durante los once años de existencia del régimen.

Si democracia son urnas como asegura Rufián, habría que considerar demócratas a Hitler, al propio Franco, que realizó dos referéndums (1947 y 1966) para atornillarse al poder, o a los líderes chavistas, que han parido una tenebrosa dictadura sobre una cadena de elecciones y plebiscitos, algunos de dudosa confianza.

Entonces, si la democracia no consiste solamente en votar, ¿cómo podemos saber si vivimos en un régimen democrático? Lo sabremos si se respetan los derechos fundamentales recogidos en una Constitución de corte liberal y si vivimos bajo el imperio de la ley de obligado cumplimiento para todos. Esa ley, naturalmente, nace y se modifica por cauces democráticos, es decir, con urnas o a través del voto delegado de los representantes, que nunca y bajo ningún pretexto pueden violentarla.

Si esos representantes se saltan una sola ley a capricho podrían hacerlo con cualquiera, incluidas las emanadas de las urnas

Podría parecernos un trámite innecesario porque, si de lo que se trata es de cambiar la ley, ¿por qué no ir por el camino más directo, saltársela y dar la última palabra al pueblo? Por la simple razón de que si esos representantes se saltan una sola ley a capricho podrían hacerlo con cualquiera, incluidas las emanadas de las urnas.

Estaríamos entonces ante la tiranía democrática. Y no, no es eso, los votos no facultan para que el representante haga con ellos lo que le plazca, sino para que actúe dentro de un ordenamiento legal que está muy por encima de él. La democracia liberal, la única que merece ese nombre, nace de la desconfianza del poder, no del enaltecimiento del mismo.

El referéndum del 1-O es un ejemplo de manual. El problema no es tanto el referéndum en sí como el modo en que ha sido planteado, de manera unilateral, después de pisotear a conciencia todo el marco jurídico y de apartar todo lo que a sus promotores les incomoda. Esto incluye las garantías elementales en una consulta como contar con una junta electoral plural o que el Gobierno mantenga una estricta imparcialidad en todo el proceso. No es el caso en Cataluña. La sindicatura electoral creada al efecto -y ya disuelta- estaba formada sólo por independentistas y, respecto a la imparcialidad, Puigdemont es juez, parte y anfitrión del pleito.

Cuando se saltan una ley no tardan en saltarse las todas las que vengan. Una vez abierta la barra libre es imposible parar

Este Gobierno que, no lo olvidemos representa a menos del 40% de los catalanes, se ha metido de lleno en la campaña y ha colocado el presupuesto de la Generalidad a disposición de los partidarios del sí. No hay neutralidad ninguna a pesar de que la propia ley de transitoriedad en su artículo 20 señala que "las administraciones públicas catalanas se han de mantener neutrales en la campaña electoral y abstenerse de utilizar sus recursos presupuestarios para favorecer cualquiera de las opciones en la campaña del referéndum". Lo dicho, cuando se saltan una ley no tardan en saltarse las todas las que vengan. Una vez abierta la barra libre es imposible parar.

Los hechos hablan por sí mismos. Lo del 1 de octubre no es democracia, es la negación misma de la democracia. Es apelar a las bajas pasiones para sacar adelante un proyecto político que no comparte la mayoría de la población, y que implica pasarse por el arco del triunfo todo el entramado legal que sustenta, esta vez sí, la democracia, la única que tenemos, perfectible, llena de defectos, pero real.

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