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Opinión

Cuando eres el turista

Turistas en la playa de la Barceloneta.

Ya no lo recordaba, pero me vino de golpe. Qué sensación más rara. Fue la otra noche, paseando con una amiga a la que escuchaba atentamente hasta que su voz pasó a ser un ruido de fondo cuando me vino ese olor único. No sabría decir cuál fue el detonante pero, de repente, me vi en la heladería de la playa intentando apartar una rama de jazmín que se mecía a mi espalda. Era también de noche, más o menos el mismo calor que un agosto de mi infancia, con una ligera brisa de mar, aunque en realidad era junio y estaba en la montaña. Fue, por un momento, como si hubiera encogido, volviera a llevar camisetas anchas de colores con mallas cortas y con un frigopie en la mano.

Casi lo había olvidado. Todos los veranos de mi infancia los pasé en la provincia de Alicante. De la playa de Cabo Roig manan casi todos mis recuerdos antes de cumplir edad adulta. Cada 30 de junio recorríamos 600 kilómetros en coche para llegar hasta esa cala y pasar en la casa que allí teníamos algo más de dos meses al año. De allí surgieron amigos, amores e incluso viví pérdidas irreversibles. Las duchas con manguera al mediodía, los grillos durante la siesta, el césped mullido del parque, las pizzas del Bakotas, las noches en el cine de verano. Una parte de mí siempre ha sentido aquel lugar mi hogar, aunque haga años que no voy, bien por desidia bien por no querer enfermar de nostalgia, que es muy dañina. Me hace sentir que la piel se arruga más deprisa.

Éramos muy pequeños como para saber que lo que hicieron con aquellas playas vírgenes de arena fina de la Costa Blanca fue convertirlas en un esqueleto de ladrillo

Antes de que nadie me hablara de turismo, mi familia y yo hacíamos allí turismo. No lo sabía, pero todas esas urbanizaciones que descubríamos en bici con los amigos por las tardes no estuvieron allí toda la vida. Campoamor, La Regia, Cabo Roig, La Zenia, Punta Prima. Éramos muy pequeños como para pensar si lo que hicieron con aquellas playas vírgenes de arena fina de la Costa Blanca fue convertirlo en un esqueleto de ladrillo que quedaba vacío los otros diez meses del año.

Aunque a día de hoy todo aquello está irreconocible y sobredimensionado, entonces fue el destino turístico preferido para miles de familias madrileñas, murcianas y alicantinas. Nosotros, ‘los catalanes’, éramos la excepción. Yo aún no había nacido cuando mis padres decidieron comprarse una casa allí, donde invertir el resto de sus vacaciones. De eso hace más de treinta años. Algunos años, muy pocos, cogíamos una semana para ir a otro sitio, a lo que entonces sí llamábamos viajar. Entonces sí nos sentíamos turistas: un avión, un hotel y el desayuno hecho cada día.

Volviendo a la playa (porque aquello era La Playa), los días allí nos parecían eternos. Los aprovechábamos tanto, que parecía que nunca llegaba septiembre. Sin embargo, según entraba la segunda quincena de agosto, de forma escalonada, las casas empezaban a bajar la persiana y recogían los muebles y macetas de sus porches. Las calles se quedaban mudas, caía alguna tormenta de fin de verano y la función acababa así, hasta el siguiente julio. El resto de los meses era como si aquel lugar idílico para niños y familias no existiese. Habíamos ocupado un espacio que, en realidad, no nos pertenecía.

No me pregunté nunca si estaba invadiendo el espacio de los alicantinos o si por el contrario les estábamos dando una vida que ellos, tan acogedores, agradecían. Nunca lo consideramos una masificación turística porque nadie nos hizo sentir turistas. ¿Hasta qué punto es proporcionado ser turista? Quizá, puede ser, aquel microespacio que disfrutamos tanto nunca tuvo que construirse para acabar cargándose aquel paisaje. No lo sé. Mi infancia hubiera sido otra.

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