Opinión

El trumpismo, Putin y la guerra de Ucrania

Trump es como el médico que acierta al diagnosticar la extrema gravedad del enfermo para, luego, prescribir la medicación que precipita su fallecimiento

  • Zelenski y Trump en la humillante escena del sofá -

La humillación sufrida públicamente por el presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, en el Despacho Oval de la Casa Blanca es un hecho tan insólito, tan contrario a las normas que regían hasta ahora las relaciones internacionales, que invita a reflexionar sobre las intenciones del presidente de EEUU, sus ideas y propósitos. El trumpismo es un movimiento paradójico: se atreve a formular las preguntas correctas, pero acaba proponiendo las soluciones equivocadas. Donald Trump es como el médico que acierta al diagnosticar la extrema gravedad del enfermo para, a continuación, prescribir la medicación que precipita su fallecimiento. Desea romper el caduco orden establecido tras la Segunda Guerra Mundial, pero su alternativa parece mucho más peligrosa. ¿Cuál es la concepción del mundo que sustenta este movimiento? En The Return of the Strong Gods: Nationalism, Populism, and the Future of the West (2019) R. R. Reno aporta un análisis muy ilustrativo porque se encuentra en sintonía con los esquemas ideológicos del trumpismo, ayudando a comprender sus filias, sus fobias o su fascinación por regímenes autoritarios como la Rusia de Vladimir Putin.

Según Reno, tras la Segunda Guerra Mundial, y para evitar que se repitiera la catástrofe, las élites internacionales plantearon un orden basado en la cooperación, persiguiendo el ideal de “sociedad abierta” que había expuesto Karl Popper en The Open Society and Its Enemies (1945), uno de los libros más influyentes del siglo XX. Popper distingue ahí la sociedad cerrada, tradicional o tribal, basada en normas sagradas o dogmas incuestionables, donde el individuo queda supeditado al colectivo y la sociedad abierta, o moderna, que carece de dogmas indiscutibles, permite la crítica y la pluralidad de ideas y garantiza los derechos y libertades individuales. Para Popper, la democracia liberal solo es compatible con la sociedad abierta mientras que los totalitarismos del siglo XX (fascismo, nazismo o comunismo), causantes de la guerra, fueron intentos de retorno a la sociedad cerrada, con sus verdades absolutas incuestionables y la supresión de la libertad de expresión y crítica.

Como estos totalitarismos se fundamentaban en configuraciones jerárquicas rígidas, las élites de la posguerra habrían impuesto un modelo basado en el individualismo y la demolición paulatina de las estructuras potentes de identidad, como la religión, la nación o la familia (los dioses fuertes), que brindaban sentido y estabilidad a las sociedades occidentales. Para sustituirlos, impulsaron “dioses débiles”, como el globalismo, el relativismo moral, el secularismo o el consumismo, que no saciarían el alma humana. El ocaso de los dioses fuertes habría debilitado la cohesión social y generando una pérdida de sentido, pertenencia y finalidad.

Explica así el éxito de figuras como Trump, que detestaría aquel consenso por haber conducido a esta sociedad abierta desestructurada, carente de valores fuertes, cobarde y mezquina, e impulsaría el regreso a una sociedad cerrada, fundamentada en el patriotismo, la religión cristiana, la comunidad o la familia

Sostiene Reno que este ideal de sociedad abierta no se fomentó como una opción política: se impuso como un dogma obligatorio. Cualquier crítica era descalificada como peligrosa, reaccionaria o fascista. En opinión del autor, este enfoque no supo distinguir entre los dioses fuertes positivos (los que sostienen la democracia) y los negativos (aquellos que empujan hacia el totalitarismo). Cortando por lo sano, el establishment intentó erradicar cualquier vestigio de apego, devoción o identidad fuerte, fomentando un régimen burocrático, aparentemente frío y neutral.

En los últimos tiempos, sin embargo, los dioses fuertes estarían regresando a hombros de una masa hambrienta de identidad, sentido, pertenencia y propósito, precipitando la quiebra del consenso de la posguerra. Explica así el éxito de figuras como Trump, que detestaría aquel consenso por haber conducido a esta sociedad abierta desestructurada, carente de valores fuertes, cobarde y mezquina, e impulsaría el regreso a una sociedad cerrada, fundamentada en el patriotismo, la religión cristiana, la comunidad o la familia. De ahí su admiración e identificación con figuras tan detestables como Putin, por representar la autoridad y los valores tradicionales, esos dioses fuertes que regresan para imponer moral y orden.

Pero en este análisis, muy en la línea del populismo trumpista, no todas las piezas encajan coherentemente. La sociedad abierta no pudo imponerse como un dogma incuestionable porque ambos conceptos son, por definición, incompatibles. Lo que diseñaron las élites tras la Segunda Guerra Mundial fue algo esencialmente distinto, aunque ciertamente contenga muchos de los elementos descritos por Reno.

El trauma de la posguerra

Todos los totalitarismos del siglo XX provocaron muerte y devastación, pero fue el nazismo y, concretamente, haber llegado al poder a través de las urnas, lo que atemorizó a las élites y desconcertó a intelectuales de la posguerra. La democracia (o la sociedad abierta), no eran ya una garantía contra la tiranía pues ciertos resultados electorales podían conducir al totalitarismo. Debían establecer trabas y limitaciones ideológicas y políticas, conducentes, no a impulsar la sociedad abierta sino a restringirla. Impulsaron un orden internacional basado en reglas, pero el proceso descrito por Reno no conducía a la sociedad liberal, como erróneamente creen muchos populistas de hoy, sino hacia otra sociedad cerrada, pero con dogmas distintos, eso sí, suficientemente incoherentes como para impedir la cohesión social y fomentar la apatía.

Para evitar que partidos totalitarios, o ajenos al consenso del sistema, pudieran alcanzar el poder, impulsaron sistemas electorales que dificultaran la obtención de mayorías absolutas, aunque ello empeorase la representación del ciudadano o trastocase el equilibrio de poderes. Es el concepto de “democracia limitada”, que se materializó en Europa Continental con el sistema electoral proporcional, de listas cerradas elaboradas por los partidos.

Pero también acometieron una ingeniería cultural para suprimir cualquier tipo de querencia que pudiera asociarse, aun lejanamente, con el nazismo. Se ridiculizó el patriotismo y el sentimiento nacional hasta el extremo de que, en España, incluso el propio nombre de la nación, y la bandera, se convirtieron casi en tabú, algo que dio alas a los nacionalismos regionales, mucho más agresivos y virulentos, aunque, paradójicamente, estos sí encajaban en la corrección política. La incoherencia conceptual alcanzaba el extremo.

El consenso de la posguerra no se fracturó porque los antiguos dioses fuertes sobrevivieran en el alma de la gente: quebró porque la caza de brujas desencadenada por las nuevas ideologías obligatorias terminó socavando los fundamentos de la democracia liberal y provocando el hastío y la indignación del público

Para llenar el vacío dejado por las antiguas tradiciones, se acabaron impulsando nuevas doctrinas, desde el ecologismo radical, la ideología de género, la corrección política, el multiculturalismo o el “wokeismo”, cuyo principal problema no es que sean colosales majaderías: cada uno puede creer libremente lo que desee, por muy insensato que sea. Adquirieron su carácter dañino al convertirse en dogmas obligatorios, que se impusieron aplicando la censura, el insulto, el castigo o la cancelación de quienes no se plegaban a esa ortodoxia. El consenso de la posguerra no se fracturó porque los antiguos dioses fuertes sobrevivieran en el alma de la gente: quebró porque la caza de brujas desencadenada por las nuevas ideologías obligatorias terminó socavando los fundamentos de la democracia liberal y provocando el hastío y la indignación del público.

El trumpismo acierta cuando señala con el dedo a esa Europa “pacifista” y buenista, reacia a asumir sus gastos de Defensa, centrada en la matraca del cero carbono cuando los bárbaros presionan ya las fronteras, igual que en Constantinopla discutían sobre el sexo de los ángeles mientras los invasores alcanzaban el pie de las murallas. Pero se equivoca radicalmente en las soluciones cuando, creyendo erróneamente que la sociedad abierta liberal es la causante de todo el desaguisado, pretende el regreso a unos valores tradicionales, pero… también obligatorios. De una sociedad cerrada… a otra.

Buscar inspiración y modelo en la Rusia actual, y alinearse con ella, por haber prohibido las creencias woke, es escapar de la sartén para caer en el fuego de un sistema extremadamente represivo, dónde el discrepante se arriesga a caer súbitamente por una ventana, de un régimen fundamentado en un expansionismo imperialista al estilo Hitler, pero, afortunadamente, con un ejército mucho peor. A este lado del telón, al menos, quien critica la ortodoxia no arriesga físicamente la vida; tan solo se expone a ser marginado, denigrado o a perder su puesto de trabajo, un precio mucho más asumible para cualquiera con valentía y convicción. Abocados a elegir, la Europa woke sería claramente el mal menor, el sistema menos cerrado de los dos.

La estrategia rusa del engaño

Pero Rusia tampoco es lo que dice ser. Dentro de su amplia campaña de desinformación, y con el fin de engañar a los ingenuos populistas occidentales, el régimen de Putin se presenta como religioso y tradicional cuando dista de serlo. Al igual que Vietnam del Norte (la potencia imperialista y agresora que pretendía anexionarse Vietnam del Sur) ganó la guerra fuera del campo de batalla persuadiendo a buena parte de la opinión pública americana de que su lucha era “antiimperialista”, Putin pretende vencer en la guerra de Ucrania, donde también es el agresor, convenciendo a mentes ingenuas y simples, como Trump o Vance, de que pasear al patriarca Cirilo como marioneta al servicio del Estado es prueba suficiente de la profunda religiosidad del régimen ruso. Incluso ha llegado a persuadir a algunos sectores tradicionalistas europeos de que la funesta Rusia de hoy es, nada menos, que una nueva Roma, eso sí, sin especificar si el emperador Putin es equiparable a Tiberio, Calígula o Nerón.

Donald Trump y JD Vance cometen un error de bulto. Si tanto añoran valores tales como el patriotismo, el sacrificio, el compromiso o la valentía, su modelo no debería ser Vladimir Putin sino Volodimir Zelenski

El ascenso del trumpismo no es exactamente el regreso de los dioses fuertes sino una reacción instintiva y emocional contra la extremada estupidez imperante, un impulso irracional que acaba conduciendo a soluciones todavía peores. La degeneración del mundo actual, las ideologías ridículas o la cobardía, no son el producto de un sistema más liberal sino el reflejo de un Occidente que se ha ido cerrando, imponiendo coactivamente nuevos dogmas, a cuál más absurdo e insensato. Trump se pasa el día arreando mandobles al aire, intentando combatir el fantasma de una sociedad abierta que ya no existe, con grave peligro para los que pasan por allí.

La sociedad abierta no se caracteriza por las creencias que en ella imperan. Puede ser muy religiosa, con respeto escrupuloso para los no creyentes. O muy laica, con libertad absoluta para quienes desean practicar su fe. Se distingue porque no hay creencias prohibidas ni obligatorias y se admite la crítica de todas las ideologías. Así, las nuevas ideas van incorporándose al legado del pasado, o sustituyéndolo, de manera, prudente y voluntaria, nunca forzada. Esta sociedad abierta de la libertad y la responsabilidad es la meta que debería buscar urgentemente Europa, junto con la recuperación de sus capacidades de defensa y disuasión ante la creciente amenaza.

Donald Trump y JD Vance cometen un error de bulto. Si tanto añoran valores tales como el patriotismo, el sacrificio, el compromiso o la valentía, su modelo no debería ser Vladimir Putin sino Volodimir Zelenski. Con todos sus defectos, no solo es quién mejor representa el regreso de los “dioses fuertes” integradores; él y sus compatriotas son los verdaderos héroes de nuestro tiempo.

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