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Opinión

La Ley de Comey

Trump, ante el martes decisivo

Cuando yo era niño me preguntaba, admito que bastante molesto, por qué mis padres no podían votar en las elecciones a presidente de Estados Unidos, si los americanos estaban aquí por todas partes y tenían bases y llegaban a la luna y salían en la tele todos los días veinte veces y eran, qué coño, los buenos. Porque los malos eran todos los demás, que nos odiaban. Bien se veía en Eurovisión. En el cole nos vengábamos contando aquellos chistes de “un francés, un inglés y un español”, en el que el español siempre era el más bruto pero también el más salao, y los otros eran medio tontos.

No me daba cuenta de que mis padres, en realidad, no podían votar ni al presidente de EEUU ni a ninguna otra cosa, porque los de Vox… (perdón) porque Franco no les dejaba. Aunque en el recreo los chicos argüíamos, con lógica inaplastable: bueno, pues si Franco no nos deja a los españoles votar aquí, sus razones tendrá, que para eso es Franco, que ya dice la tele que es más guapo y más alto y más listo que nadie, vale; pero, ¿por qué no nos deja votar tampoco en lo de los americanos? ¿A él qué más le da, jolín, si total viven muy lejos? Y no lo entendíamos. Serán cosas de Franco, nos decíamos, con el tono cauto que usábamos para hablar sobre la Santísima Trinidad y la muerte y las ecuaciones y otros misterios inalcanzables.

Dentro de unos días se celebran las elecciones presidenciales más importantes que ha habido en Estados Unidos, probablemente, desde que el 6 de noviembre de 1860 Abraham Lincoln derrotó a sus tres oponentes (Douglas, Breckinridge y Bell) y se convirtió en presidente, ganó la guerra civil, abolió la esclavitud y pronunció el discurso de Gettysburg, en el que dijo que tanta sangre y tanto horror debían servir para que “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” no desapareciese de la Tierra.

Victoria sobre Hillary Clinton

Los norteamericanos tienen la oportunidad histórica (esta vez sí que es apropiado el término) de sacar de la Casa Blanca al mayor error que han cometido en sus 244 años como nación: Donald J. Trump. Pudieron evitarlo hace cuatro años; no lo consiguieron, hoy se sabe ya con certeza, gracias a Rusia, a la manipulación de millones de estadounidenses por los poderosos medios de comunicación de extrema derecha (singularmente la Fox de Rupert Murdoch y Roger Ailes) y a un sistema de elección indirecta que permitió a Trump trepar a la presidencia con 2,8 millones de votos menos que su rival, Hillary Clinton.

Es posible y desde luego es esperable que hayan aprendido la lección. Las encuestas repiten ahora los triunfales vaticinios de hace cuatro años, cuando al final perdió Hillary. Pero esta vez la gente ya sabe lo que puede pasar con cuatro años más de ese señor metido en el despacho con más poder del mundo. Ya le conocen. Incluso quieres le votaron (casi 63 millones de personas: no es ninguna tontería) le conocen mucho mejor que antes. Esa es la mayor de las esperanzas.

Es muy fácil meterse con Donald Trump. Es un personaje más que una persona, un tipo elemental de mentalidad infantiloide. Un hombre educado en la televisión, por la televisión y para la televisión; eso es lo que le da la vida, porque sus negocios (esto tampoco ofrece ya demasiadas dudas) han ido como han ido a pesar de él, no gracias a él. A mí me gusta decir que, si fuese español, este hombre sería bastante parecido, peinado aparte, a Coto Matamoros. O, por mejor decir, al personaje que Coto Matamoros lleva representando desde hace muchos años.

Es un sujeto para el cual lo más importante es que le den la razón en lo que dice. No tenerla, que eso le da igual: que se la den. Quedar por encima, como el aceite

Es fácil reírse de Trump, sí. Hasta la gente de Vox, incluido el vapuleado y maltrecho Abascal, tiene que taparse la nariz y hablar más deprisa cuando se refieren a él, un individuo a quien los medios de comunicación que él no controla (y a los que odia) le han contabilizado unas 22.000 mentiras desde que tomó posesión del cargo, entre trolas grandes y pequeñas. Es posible, solo posible, que la mayor de todas sea que se infectó con la covid y que se curó al tercer día. Como Jesucristo. No estoy seguro (ni esa idea se me ha ocurrido solamente a mí, claro está), pero eso es perfectamente verosímil en un sujeto para el cual lo más importante es que le den la razón en lo que dice. No tenerla, que eso le da igual: que se la den. Quedar por encima, como el aceite. Así que él se curó en tres días de la covid, esa enfermedad de la que él se empeña en reírse y que ha segado la vida, a día de hoy, de casi 230.000 ciudadanos de su país y ha creado unas colas del hambre que miden kilómetros.

Es fácil reírse de ese individuo zafio, machista, ignorante… y peligrosísimo, porque es difícil conocer a una persona que sea, en su simplicidad mental, más vengativa. Pero reírse de él no sirve de gran cosa. Más bien es contraproducente, porque sus partidarios, la inmensa mayoría de los cuales pertenece a la franja más ignorante y castigada de la sociedad norteamericana, reaccionan como reaccionaron los alemanes con Hitler, muchísimos españoles con Franco y los chinos con Mao: cerrando filas, negándose a pensar, esforzándose en creerse los eslóganes y las consignas y las frases fáciles detrás de las cuales no hay absolutamente nada.

Series y documentales

Lo que hay que hacer es conocerle. En estos días, como es comprensible, abundan en todas las cadenas de televisión los programas, documentales y biopics sobre Donald Trump. No he conseguido encontrar ni uno solo, pero ni uno, que le sea favorable. Y he visto muchos (de los contrarios) tan ramplones y tan toscos como el propio personaje. Incluyo en este catálogo, mal que me pese, lo que ha hecho Michael Moore, tan certero en otras ocasiones.

Pero hay una pequeña joya que, si la ven, les ayudará a ustedes a hacerse una idea cabal y completa de cómo pasó todo y de qué fue exactamente lo que pasó. Se llama La ley de Comey y lo está ofreciendo Movistar. La ha dirigido Bill Ray para un grupo de productores comandado por la CBS. El reparto está encabezado por Jeff Daniels, que interpreta maravillosamente a James Comey (el director del FBI despedido por Trump, que le debía buena parte de su presidencia) y por un extraordinario Brendan Gleeson, que hace el papel de su vida encarnando al presidente. El resto de los actores no forman un reparto: forman una constelación.

Entonces aparecieron nuevos e-mails, y Comey no tuvo más remedio que anunciar, muy pocos días antes de la votación, que se reanudaba la investigación sobre la candidata demócrata

Verán cómo un republicano de toda la vida, Comey, que había sido Fiscal Adjunto de EEUU, fue convencido por el demócrata Obama para hacerse cargo del FBI, porque era una persona honrada que sabría mantener las distancias indispensables entre la política y la investigación policial. Verán cómo Comey dedicó un año entero a investigar los célebres e-mails de la señora Clinton, y acabó haciendo público que no había en ellos nada punible. Eso fue meses antes de las elecciones presidenciales. Pero entonces aparecieron (gracias a la injerencia rusa) nuevos e-mails, y Comey no tuvo más remedio que anunciar, muy pocos días antes de la votación, que se reanudaba la investigación sobre la candidata demócrata. Sin ese anuncio, Trump no habría sido presidente. Y a Comey no se le habría destruido la vida, que fue lo que le pasó.

Y verán después qué ocurrió cuando el portador de aquel inverosímil tupé entró en la Casa Blanca. La sensación de terror, pero no de los políticos, sino de los funcionarios, de los investigadores, de los juristas, de los ayudantes. Verán, con una base documental intachable, cómo aquel hombre comenzaba a desmontar la democracia norteamericana con su exigencia de lealtad personal y ciega a quienes no podían dársela de ninguna forma, porque así lo establece la ley. Cómo lo atropellaba todo, empezando por la verdad y siguiendo por la ley, cualquier tipo de ley. Cómo calumnia a todo aquel que se atreve a contradecirle. Cómo habla en privado, cómo trata de manejar o chantajear a todo el mundo, cómo no le importa, en realidad, nadie más que sí mismo: tiene un ego del tamaño del Empire State. Cómo miente una y otra vez, una y otra vez, constante, compulsivamente (esto son palabras de Comey), y cómo exige que los demás finjan ante él que se creen sus mentiras. Es Iván el Terrible. Es Calígula. Es Ricardo III. No, Ricardo III era bastante más inteligente, pero no menos despiadado.

Con esta serie, que les recomiendo vivamente, quizá dejen de reírse tanto de Trump y comiencen a entender la magnitud de lo que le aguarda al mundo si este desquiciado vuelve a ganar el próximo martes. Ya, ya sé que nosotros seguimos sin poder votar en esas elecciones, como cuando éramos chicos y mandaba Vox, digo como cuando Franco. Pero, ya que no podemos decidir, por lo menos nos queda la posibilidad de entender la realidad de los hechos. Y pensar por nosotros mismos. Trabajo difícil.

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