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Opinión

Los trenes no tienen alas

Renfe tiene que dejar de actuar como si estuviera en el negocio de la aviación, una industria que no puede competir con el tren y odia a la inmensa mayoría de sus clientes

Los trenes no tienen alas
Un viajero junto a un tren del AVE, en la Estación de Madrid-Puerta de Atocha. Europa Press

Renfe nunca se caracterizó por tener un sistema de tarifas demasiado coherente, pero la última actualización de su política de precios ha aumentado su complejidad hasta niveles incomprensibles. La página en internet de la compañía es una puerta a un galimatías de ofertas, categorías y suplementos a menudo contradictorios, aparentemente asignados al azar a trenes que operan distribuidos a lo largo del día de la forma menos uniforme posible.

Tras el caos aparente de todos esos billetes y ofertas, sin embargo, Renfe insiste estos días en que, aunque parezca mentira, hay una lógica subyacente a toda esta locura. La intentaban explicar, incluso, en dos artículos en su web esta semana, para aquellos que se crean capaces de aprehender toda esta locura. Su explicación, muy resumida, es que los responsables de Renfe creen estar gestionando una aerolínea, y fijan los precios siguiendo ese mismo modelo.

Siento ser la voz discordante en este aspecto, pero los AVE, a pesar de su nombre, no tienen alas, y la lógica que guía la política de precios de una compañía área no es en absoluto aplicable a una compañía ferroviaria.

Para explicar por qué, vale la pena insistir en tres aspectos claves que definen al tren como medio de transporte y que deberían guiar la política de precios. Primero, el ferrocarril es por encima de todo brutalmente eficiente. No hay otro medio de transporte que pueda mover tanta gente ocupando tan poco espacio y utilizando tan poca energía como un tren. Esto se extiende incluso cuando estás operando líneas de alta velocidad, que son (en contra de lo que dice el tópico) aún más eficientes usando energía que el ferrocarril convencional.

Segundo, el ferrocarril es más eficiente cuanta más gente esté moviendo, ya que en su estructura de costes priman mucho más los fijos (infraestructura y material móvil) que los variables (personal, energía, y mantenimiento), algo que no sucede en la aviación comercial. Cuanto más llenos estén los trenes y más cargada vaya una línea de viajeros, más bajo es el coste por viajero de esta.

Renfe tiene que llenar trenes para ganar eficiencia, no exprimir a todos y cada uno de sus viajeros para que paguen tanto como sea posible

Tercero, y especialmente importante, para llenar trenes es importante ofrecer el mejor servicio posible a los viajeros. Esto incluye no sólo tiempo de viaje o la conocida cantinela de que el tren te deja en el centro y el avión no, sino el nivel de fricción en el sistema: precios, conveniencia, tiempo de espera, conexiones, horarios, y facilidad para planificar un viaje.

La combinación de estos tres factores explica la lógica que debe seguir una compañía ferroviaria para diseñar su política comercial. El principal objetivo de la operadora no debe ser ofrecer el producto adecuado al precio adecuado para cada cliente, siguiendo la lógica de la misma Renfe según sus demenciales artículos, sino en mover tanta gente como sea posible para minimizar el coste medio por viajero, y establecer tarifas que hagan el servicio rentable después. Renfe tiene que llenar trenes para ganar eficiencia, no exprimir a todos y cada uno de sus viajeros para que paguen tanto como sea posible.

Para atraer tantos viajeros como sea posible, Renfe debe entender que sus mayores competidores no son Vueling, Ryanair y el resto de las compañías aéreas, sino el coche privado. El ferrocarril, en las distancias que hablamos en España, gana de paliza y casi sin intentarlo, a los aviones; cualquier trayecto de menos de tres horas en tren es preferible al avión, y con buen servicio, puede competir incluso en relaciones de hasta cinco horas. Renfe no debe preocuparse por ellos.

El coste del viaje es predecible; horas de conducción, gasolina, peajes, y lo que uno ya está pagando en depreciación, seguro, y mantenimiento del coche

El coche privado, sin embargo, sí es una alternativa al tren gracias a lo fácil que resulta para sus usuarios. Para empezar, el viaje en coche es de puerta a puerta, sin desplazamientos hacia o desde la estación. Planificar el viaje es trivial; basta con llenar el depósito y poner la dirección de destino en Google Maps. El coste del viaje es predecible; horas de conducción, gasolina, peajes, y lo que uno ya está pagando en depreciación, seguro, y mantenimiento del coche. Sí, hacer los 350 kilómetros de un trayecto como Valencia-Madrid al volante puede hacerse pesado, pero para los que nos gusta conducir, es casi un aliciente.

Si comparamos la conveniencia del coche con el caos reptante que es la web de Renfe en particular y el servicio en general, sin embargo, es fácil entender por qué a Renfe le cuesta atraer viajeros. Los precios son completamente impredecibles, y sacar una buena oferta exige planificación. Los horarios son poco menos que aleatorios; en vez de frecuencias previsibles (“un tren en punto y a la media”), en el Madrid-Valencia tienes ratos con trenes cada hora, o cada 15 minutos, o cada 30, o cada dos horas, o cada hora y media. La lista de destinos es escueta, ya que Renfe se niega a facilitar transbordos o enlaces. La compañía, además, te obliga a organizar tu viaje alrededor del billete que ha comprado, cobrándote extra si quieres un billete flexible y siempre exigiendo un trámite adicional para cambiar la reserva. Y dado que están en esto del revenue management y exprimir al viajero tanto como sea posible, como más importante sea para ti el viaje más te van a maltratar.

Con estos alicientes, muchos viajeros siguen prefiriendo el coche al tren. Renfe, ahora mismo, no puede competir ni en precio ni en calidad de servicio con un vehículo privado. Su prioridad es maximizar los ingresos por viajero, no mejorar la calidad de su servicio.

Japón o Alemania como ejemplos

Por desgracia, Renfe siempre ha modelado su red de alta velocidad en la experiencia francesa, y la SNCF está obsesionada en comportarse como una aerolínea. Si queremos maximizar el uso del ferrocarril, sin embargo, y hacer que las líneas de alta velocidad sean una inversión tan rentable como sea posible, el modelo a imitar debe ser Japón o Alemania. En estos dos países, las tarifas de los trenes de alta velocidad son fijas; la discriminación de precios se hace ofreciendo varias clases en cada tren, no manipulando burdamente el precio de cada billete. La prioridad es hacer que el servicio sea casi invisible al usuario, con frecuencias elevadísimas (6-8 trenes cada hora, en el caso japonés) y horarios predecibles. Coger el tren es plantarse en la estación y coger el primero que salga, sin mareos, esperas idiotas, o reservas innecesarias.

Lo fascinante es que el precio medio de los billetes en Alemania y Japón es mayor que en Francia o España. El coste de viajar es menor para los usuarios, sin embargo, ya que no tienen que perder el tiempo con sistemas tarifarios arcanos o adaptarse a horarios incomprensibles que exigen hacer planes extraños o tener horas muertas. La calidad del servicio permite que los billetes pueden ser más caros y seguir atrayendo viajeros.

Renfe tiene que simplificar sus tarifas. Tiene que diseñar y establecer unos horarios que sean prácticos para sus usuarios, no para sus contables. Y tiene que dejar de actuar como si estuviera en el negocio de la aviación, una industria que no puede competir con el tren, y odia a la inmensa mayoría de sus clientes.

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