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Opinión

Henchida la Tierra, ¿ahora qué?

La ministra de Medio Ambiente de Chile y presidenta de la COP25, Carolina Schmidt (2d), durante su participación en el plenario de la Cumbre del Clima de Madrid (COP25).

El fracaso de la Cumbre del Clima COP 25 nos va a servir para descargar toda la responsabilidad sobre el deterioro del planeta en nuestros culpables favoritos, que son los políticos. Señalando a los sospechosos habituales nos ahorramos la engorrosa labor de revisar nuestro papel como seres humanos en el planeta y podremos seguir contándonos que solo los poderosos son responsables de su deterioro. De esa forma volverá de nuevo a nuestros corazones la confortable certeza de nuestra personal e indiscutible inocencia en todo. También en lo referente al cuidado del planeta.

Por supuesto que estamos modificando las condiciones del planeta. Llevamos milenios haciéndolo. La estrategia de “creced y multiplicaos, y henchid la Tierra” es muy anterior al sistema capitalista y a la revolución industrial que lo acompañó, incluso es muy anterior al cristianismo que lo expresó en esa instrucción sagrada. Por tanto, acusar de los males ambientales a la economía y al “sistema” supone ignorar que, desde que aprendimos a dominar el fuego, los seres humanos lo usamos para transformar el entorno a nuestra conveniencia (que siempre era la de más praderas con caza o cultivos y menos bosques con tigres y osos). Ahí comenzó la carrera. Nunca pensamos que el inabarcable y amenazador planeta que durante miles de años nuestros antepasados trataron de dominar, llegaría un día a quedársenos pequeño y tendríamos que esforzarnos en no romperlo más.

La idea de que no somos entes separados de la naturaleza sino que formamos parte de ella es muy nueva, recientísima de hecho. Todas nuestras tradiciones, religiosas y laicas, han sostenido lo contrario; que éramos seres especiales, dominadores del entorno y ajenos a las miserias de las especies inferiores. Fue solo nuestro ritmo de intervención lo que cambió pero la senda de crecer más, plantar más, recolectar más, fabricar más, comer más, consumir más, correr más y guerrear más es la que el ser humano ha seguido siempre. 

En esa fiesta navideña de la Tierra que hemos vivido en Madrid, todo el mundo parecía convencido de que lo imposible era exigible para ya

La energía fósil hizo que los modos de fabricación, cultivo y transporte se hicieran potentísimos, tanto que, además de la prosperidad y la victoria contra el hambre, nuestra eterna enemiga, nos trajeron de matute algo nunca imaginado antes: una capacidad de destrucción tan enorme que superaba la de regeneración de la Tierra.

Por los datos científicos sabemos que hay que parar el ritmo de destrucción, claro que lo sabemos, pero también debería ser fácil de entender que cambiar el chip de tantos milenios cuesta y que no se logrará tan fácilmente como pretende ese adanismo occidental que rodeaba la COP 25. En esa fiesta navideña de la Tierra que hemos vivido en Madrid, con sus aros de colores, sus manifestaciones populares, sus anuncios muy verdes de corporaciones y empresas muy grandes y hasta con un Grinch adolescente, todo el mundo parecía convencido de que lo imposible era exigible para ya y que nada hay más fácil que abandonar en unas cuantas conferencias anuales la senda por la que llevamos caminando toda nuestra existencia como especie. Evidentemente, el fracaso está asegurado para quienes pretenden un listón tan inalcanzable.

La urgencia de un planeta

Sin duda los argumentos de la ciencia contra nuestra intromisión climática son tan sólidos e inapelables como lo son también las dificultades para darle la vuelta a nuestro concepto de lo que hacemos en el mundo. La urgencia también es innegable pero la urgencia de un planeta y de una generación, no la urgencia de un político o de un adolescente. Por ahora lo que es seguro es que la instrucción bíblica de henchid la Tierra ya la hemos completado. Ahora toca pensar en qué hace la humanidad a partir de este punto y eso es mucho recado para despacharlo en unas cuantas conferencias internacionales.

Un éxito sí que ha habido, circunstancial pero no desdeñable: que España ha mostrado a decisores importantes de todo el mundo nuestra capacidad para organizar eventos de primer orden en un tiempo récord. Incluso se ha comprobado, y hay que ponderarlo, que nuestras instituciones, cuando se ven ante estos retos, colaboran de forma activa y eficaz, por encima de sus diferencias políticas o ideológicas. No es poca cosa.

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