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Opinión

El auténtico test de estrés

España afronta estos días su mayor prueba de fuego como país. La peor crisis llega en el peor momento y con un capitán dubitativo y débil. La suerte está echada. Salvo quedarnos en casa, poco podemos hacer.

Lo que nos está ocurriendo estos días no lo habíamos visto nunca. Es un territorio inexplorado por el que vamos a tener que transitar, obligatoriamente, durante no se sabe cuánto. Se trata de una prueba de supervivencia para la que no hemos tenido mucho tiempo de preparación.

Vamos a vivir días muy duros: como personas, como familias, como sociedad. Aquellos que viven solos tendrán que tener la suficiente fortaleza para soportar el aislamiento más absoluto. Las parejas, sobre todo si tienen hijos, deberán afrontar el reto de convivir bajo un mismo techo todo el día evitando que alguien salga disparado por la ventana. Y la sociedad, a fin de cuentas, deberá armarse de solidaridad para tender la mano al que lo necesite y no juzgar en exceso a aquel que vaya por la calle y tosa de repente, aunque sea sólo por casualidad. Como caigamos en la paranoia de que cualquier persona es peligrosa porque nos puede contagiar, de que todos podemos estar infectados, estaremos perdidos.

Lo que se avecina es un auténtico test de estrés, una prueba de resistencia como esas que se le hacen a los bancos cada cierto tiempo para ver si pueden sobrevivir en las condiciones más adversas. El problema es que esta vez es con fuego real y ya no se pueden cambiar los compañeros de viaje. Las cartas han sido barajadas y poco podemos hacer más que quedarnos en casa y apretar los dientes.

Cada cual vivirá su propio test, pero todos juntos, como país, vamos a tener que hacer frente a la prueba más dura desde el 23-F de 1981. Porque todo apunta a que estamos ante el peor escenario, ya que a una emergencia sanitaria sin parangón en las últimas décadas se une el colapso económico que va a producir el confinamiento general, y lo peor de todo es que no sabemos cuánto va a durar.

Máxima incertidumbre

Esa incertidumbre sobre el final y las consecuencias de la crisis se acrecienta debido a dos factores. El primero es que la inmensa mayoría de todos nosotros no vamos a poder hacer mucho para evitar el desastre. Y el segundo es que quien dirige la nave en mitad de la tormenta no genera precisamente mucha confianza. Nos ha pillado la peor crisis en el peor momento como país (en medio de un desafío independentista y del fin del sistema alumbrado en la Transición) y con el Gobierno más frágil (fracturado en dos facciones y tan débil que su propia supervivencia depende de los enemigos de España).

Sólo un milagro puede evitar la catástrofe, y quizás ese milagro tenga que venir en forma de Gobierno de concentración entre los principales partidos constitucionalistas, esos que priorizan el interés común por encima de los chiringuitos territoriales.

Sin embargo, los primeros días de esta crisis no auguran nada bueno. El Gobierno nos tuvo durante varias jornadas entretenidos con la ley de libertad sexual en vez de prepararse para lo que se avecinaba a tenor del precedente italiano. Cuando pasó el 8-M, Moncloa elevó el tono de gravedad y Pedro Sánchez salió al fin de la cueva, pero simplemente para anunciar medidas que luego no han llegado o son insuficientes.

Sánchez nos prometió varios días seguidos un plan de choque económico... y seguimos sin verlo. El Consejo de Ministros del jueves pasado se limitó a aprobar una transferencia para las comunidades autónomas y a aplazar durante seis meses el pago de impuestos de las empresas. Más tarde se nos anunció el estado de alarma, pero ni siquiera sirvió para cerrar Madrid o Cataluña y evitar el contagio masivo del resto del país. Por no hablar de ese extraño confinamiento que permite a todo el mundo salir a comprar el pan, la prensa, pasar por el banco, acudir al trabajo e incluso sacar al perro.

Caos total

El desbarajuste como país está siendo total. Ante la pasividad y la falta de liderazgo de Sánchez, cada autonomía ha actuado a su libre albedrío. La primera que desató el caos fue Madrid, que anunció un lunes por la noche que cerraría los colegios... y acabó provocando las primeras escenas de pánico en los supermercados y el éxodo inmediato a sus lugares de origen de buena parte de los universitarios que estudian en la capital. Si el foco estaba centrado en Madrid hasta entonces, la decisión de Isabel Díaz Ayuso claramente contribuyó desde el martes a extender la epidemia por toda España.

En vez de localizar los focos y cerrar las regiones correspondientes, se ha hecho todo lo contrario: propagar la infección

Además, con el paso de las jornadas se fue extendiendo la idea de que la capital iba a ser cerrada por el Gobierno, algo a lo que dieron pábulo unos y otros y que al final no acabó llegando, pero que provocó igualmente las escenas de huida del viernes a mediodía, con una M-30 completamente atascada por la salida masiva de vehículos con destino a la playa o al pueblo de la infancia.

En vez de localizar los focos y cerrar las regiones correspondientes, se ha hecho todo lo contrario: propagar la infección. No es de extrañar, pues fue el propio Gobierno el que días antes se dedicó a incentivar una manifestación multitudinaria cuando cualquier experto hubiera aconsejado lo contrario... y hasta el mismísimo vicepresidente segundo se ha permitido el lujo de acudir a pecho descubierto a un Consejo de Ministros en plena cuarentena.

Ninguna de las señales son positivas. Estamos en manos de auténticos irresponsables. Los peores líderes lidiando con el peor toro. Los que sepan rezar, que recen.

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