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Opinión

El suspenso es reaccionario

Un grupo de estudiantes realizan los exámenes de la Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad

Hay dos axiomas estrechamente vinculados que caracterizan esta hora gaseosa: primero, la negación de la realidad y, segundo y consecuencia de ello, la convencionalidad de los hechos. No es que sean dos axiomas nuevos en la Historia, pero han ido cobrando un vigor suficiente como para convertirse en motores de la vida occidental. De hecho, uno y otro son las claves de la corrección política en todas sus variadas y apabullantes manifestaciones. Todo parte, pues, de que no hay una realidad objetiva (permítase el osado pleonasmo) que el hombre curioso se esfuerza en entender y descubrir, sino que lo que pasa y existe depende del cristal con que se mire. La consecuencia inmediata es que hay tantas realidades como seres humanos, todas igual de respetables y sostenibles. Lo mismo vale, pues, la teoría de la evolución que el creacionismo, por poner un ejemplo.

Si la realidad es lo que uno piensa, imagina o cree sin mayor rigor probatorio, entonces se concluye que la realidad es convencional y, por tanto, arbitraria. La realidad, pues, se puede construir y cambiar a conveniencia. La herramienta más útil hasta la fecha para la eliminación, corrección y creación de realidad es el lenguaje. Lo que haya ahí afuera es lo de menos: basta tocar las cosas con la varita mágica de los nombres para que las cosas cambien y sean como queramos que sean. Es, por tanto, un nominalismo de analogía bíblica, que marca la senda por la que ha de ir la moral social e individual, la política, hasta la ciencia. La insistencia en el uso decente de las palabras delata cada día a los lobbies de la corrección, que tanto coinciden hoy con los movimientos identitarios. Proponen un vocabulario obligatorio porque con él cambian la realidad existente y crean, con su magia onomástica, una nueva naturaleza de las cosas.

Las protestas por la dificultad de algunos exámenes son una petición unánime de aprobado general; a ver si vamos a ser los únicos gilipollas que tiremos piedras contra nuestro propio tejado

El preámbulo lleva ya al hecho concreto: la ley educativa del PP, aún vigente, proponía en origen la supresión de la Selectividad. Hubo tantas protestas de partidos, colectivos académicos, padres, sindicatos, que se optó por el recurso inefable a la lengua. Se le cambió el nombre a la prueba y con él quedaba cambiada de forma automática su propia esencia. Ahora, aunque se haga lo mismo, ya no se selecciona, sino que se evalúa. La verdad (con perdón) es que se llevaba ya mucho tiempo sin seleccionar: las pruebas suelen ser superadas por un 85% o 90% de los alumnos presentados. Todo lo que baje de ahí es un fracaso. Pero las pruebas, y esto es quizá lo más importante, son el resultado lógico de un ambiente educativo de pura ficción: como todos quieren tener clientela estudiantil, bajan sin remilgos los niveles de exigencia en la enseñanza secundaria y exigen sin remilgos que los exámenes de esta nueva Evaluación respondan a esos umbrales rebajados. Lo que viene luego en la Universidad es consecuencia inmediata de esta carrera por ver quién llega más lejos con la menor instrucción posible: una nueva y creciente rebaja de exigencias que proporciona graduados endebles, a quienes interesa más el traje del día de la graduación que un aprendizaje exigente de sus materias.

Los profesores de los Institutos y de las Universidades quieren tener alumnos. Cuantos más, mejor. Pero el nominalismo mágico, fuente de la corrección política, está fabricando una sociedad de copitos de nieve que, al menor contratiempo, se sienten ofendidos, maltratados, víctimas. En el ámbito educativo el mayor contratiempo es el suspenso. El suspenso, como era de esperar, está siendo ya el nuevo objetivo de la maquinaria lingüística. No hay derecho: ¿cómo se puede arruinar la vida de un chaval de esta manera tan injusta? Y los profesores tienden a aceptarlo y justificarlo, de modo que, para no sentirse señalados, renuncian a apuntar alto en su docencia y optan, en cambio, por facilitar las cosas al máximo con tal de que los alumnos saquen buenas notas, sigan con la autoestima en plena forma y continúen eligiendo sus benditas asignaturas. Urge, pues, sustituir la palabra suspenso, injusta y reaccionaria, por otra nueva que cambie de una vez la realidad de esta medida educativa tan coercitiva y demodé. La cosa se está extremando tanto que ahora ya un ocho es un insulto. Lo de menos, para la prueba de acceso a la Universidad, es que se hagan exámenes iguales en todo el Estado. Ellos solos se están ya igualando poco a poco para promocionar unas notazas de vuelo gallináceo y demostrar que los suspensos no son sino otro resto más de una sociedad injusta y anticuada. Las protestas numerosas por la dificultad de algunos exámenes, multiplicadas de forma exponencial por prensa y redes sociales, son una petición unánime de aprobado general. A ver si vamos a ser nosotros los únicos gilipollas que tiremos piedras contra nuestro propio tejado.

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