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Opinión

La supervivencia del euro

Bandera de la UE quemada en Atenas

El economista Joseph Stiglitz presentó el pasado miércoles ante una platea abarrotada y a veces entregada, su último libro en el que disecciona el euro, sus virtudes y, desde luego, sus defectos. Vienen a ser sus últimas conferencias una epitafio adelantado de un euro que, tal y como está definido en la actualidad, este gran economista considera muerto. Para Stiglitz, el euro puede que siga existiendo dentro de diez años, pero lo realmente importante es que muy probablemente el euro de hoy no tenga mucho que ver con el que conozcamos (¿?) dentro de una década.

En mi opinión el economista norteamericano acierta en muchos de sus análisis. Es correcto considerar que el euro nació viciado. No es algo que ahora se sepa. Hace más de dos décadas que algunas voces se elevaban desde los más recónditos despachos académicos para señalar los problemas que acarrearía una moneda única que atara las economías de sociedades y países tan diferentes. Entonces, algunos, tacharon a estos agoreros de envidiosos, de quintacolumnistas norteamericanos y británicos cuyo único y profundo deseo era evitar un paso más, y quizás el más significativo para la gente de a pie, de un proceso de integración que se iniciara cuatro décadas antes.

La integración monetaria es un paso que sólo las economías más avanzadas y equilibradas pueden dar

Pero muchos tenían razón. Solamente era necesario acudir a modelos económicos que nacieran mucho antes incluso de la misma idea del euro. Ya por los años sesenta se daba por buena la idea de que una moneda única era una cuestión compleja y muy exigente. Que la integración monetaria es un paso que sólo las economías más avanzadas y equilibradas pueden dar. Y evidentemente este no era el caso de una parte considerable de los países que finalmente el 1 de enero de 2002 pudieron disfrutar de una moneda común.

Entonces, si muchos dudaron y los modelos así lo preveían, ¿por qué se dio el paso? Existen por supuesto numerosas explicaciones. Muchas son de carácter político. Otras se basan en teorías de la conspiración donde se asocia la moneda única a oscuros deseos inconfesables de lobbies económicos o financieros. Otras, jocosas, asocian el euro a relatos extraños, compartiendo párrafos con otras ideas sobre extraterrestres o triángulos de energía. No voy a entrar en ninguna de ellas. No me corresponde, en especial en las últimas. Pero permítanme que les diga que la explicación que más encaja en mi visión del proceso es la que argumenta que la moneda única era un paso natural en un proceso de integración que había llegado a cotas ya elevadas en los años noventa. El nacimiento de la Unión Europea el 7 de febrero de 1992, buscaba la integración de los mercados, es decir, la eliminación de barreras comerciales y regulatorias  para reducir los costes de transacción y los riesgos implícitos en el comercio internacional. El objetivo de la unión es la fuerza, y en este caso observamos un claro ejemplo de ello. Las razones eran económicas, de bienestar, de mera supervivencia en un mundo donde la competencia y la emergencia de nuevas economías amenazaban con engullir definitivamente al continente europeo. Y la moneda única era el siguiente paso. Su nacimiento está justificado por muchas razones.

En un mundo tan integrado como el actual, no solo por monedas únicas, sino por sistemas financieros globales, por canales comerciales profundos, los países pierden soberanía a marchas forzadas

Sin embargo una moneda única exige mucho. Ya hemos hablado de esto en numerosas ocasiones, pero creo que siempre es necesario recordarlo. En un mundo tan integrado como el actual, no solo por monedas únicas, sino por sistemas financieros globales, por canales comerciales profundos, los países pierden soberanía a marchas forzadas. Los grandes equilibrios nacionales se ponen al servicio de la estructura económica mundial, y con el euro, más aún. Integrar en una misma moneda a países como España, Grecia o Portugal, además de Italia e Irlanda, con países como Alemania, Países Bajos o Bélgica tiene muchos inconvenientes. Los equilibrios de unos son los desequilibrios de otros, y si no terminan por encajar, y cancelarse, el futuro de la moneda única penderá de un hilo además de crear excesivos costes.

Una moneda única implica que los países abdican de sus privilegios cambiarios. No se pueden utilizar los tipos de cambio para ajustar sus economías. Para que lo entendamos, los tipos de cambio son como un parachoques flexible que permite a las economías absorber los shocks cíclicos con menores daños para quienes habitan el interior del vehículo. Cuando el tipo de cambio desaparece, los golpes se trasmiten con toda su crudeza y dureza a los pasajeros, que terminan por resultar gravemente lesionados.

Para compensar la pérdida del tipo de cambio, lo que se pide es que las economías sean lo suficientemente flexibles para absorber adecuadamente los ciclos. Es por esta razón que las reformas dentro de moneda única son absolutamente imprescindibles. Sin embargo esto no es suficiente. Además, necesitamos que los perdedores de los ciclos asimétricos puedan movilizarse para acudir allí donde el ciclo es más benigno, lo que termine por rebajar la presión en aquellas zonas de una moneda única donde la herida es más sangrante. Ocurre por ejemplo en los Estados Unidos, donde los ciclos asimétricos entre estados se minimizan por la elevada movilidad de la mano de obra.

No es posible sostener una moneda con 19 políticas fiscales separadas

Sin embargo permitir la movilidad de las personas no es aún suficiente. Además hay que tener consciencia de que se vive en un entorno integrado con una sola moneda y actuar en consecuencia. Los estabilizadores económicos de los ciclos deben a su vez estar integrados. No es posible sostener una moneda con 19 políticas fiscales separadas. Necesitamos instrumentos comunes, como gastos sociales integrados, por ejemplo de desempleo o de asistencia, con regulaciones laborales similares, con políticas de infraestructuras comunes. No es necesario más Estado, sino menos estados. Necesitamos compromiso de los países periféricos para controlar el gasto cuando sea posible. Necesitamos compromiso de los países centrales para expandir el gasto cuando sea posible y necesario. Necesitamos realmente una única política común, tanto en lo que concierne a la moneda como al gasto público.

Sólo así seremos capaces de seguir avanzando en la construcción de Europa. Seremos capaces de crear eso que ahora llamamos crecimiento “inclusivo”, que espante populismos xenófobos de derechas en el centro y de izquierda en el sur. Sólo de esa manera podremos alcanzar el anhelo de una Europa verdaderamente integrada. Yo apuesto por ello.

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