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Opinión

Somos otra cosa

Sánchez y Merkel

La Navidad tiene sus latazos, como sabe cualquiera, pero también sus momentos maravillosos. He tenido el privilegio de compartir una comida familiar con mi viejo amigo Eduardo Zorita Calvo. Es uno de los paleoclimatólogos de más prestigio en Europa y compruebo que, después de no vernos durante más de cuatro décadas, que se dice pronto, sigue siendo la persona encantadora, reflexiva y respetuosa que yo conocí cuando éramos muchísimo más jóvenes.

Vive en Hamburgo desde hace unos treinta años. Le pregunto cómo está la cosa por allá, que parece que doña Merkel abandona el timón del Gobierno.

–Sí –me dice–, es que no deja de perder elecciones regionales. Cada vez está más cuestionada por su partido. Y claro, ella se da cuenta de esto.

–Es curioso: en Alemania los líderes de los partidos se dan cuenta de cuándo su partido, o los ciudadanos, no los quieren. Aquí eso es mucho más difícil: los tienen que echar a escobazos y se llevan unos disgustos horrorosos. Pero Merkel puede volver a intentar un pacto con el SPD…

–Huy, no –dice Eduardo–, el SPD se está desmoronando. Mucha gente del partido conservador prefiere pactar con Los Verdes.

–¿Con los qué...?

Se trata de solucionar los problemas. Eso es todo. Los ciudadanos estudian lo que propone cada partido y luego votan a quien mejor le parece

Eduardo sonríe mientras se come una alcachofita con jamón, porque yo acabo de poner la misma cara que habría puesto si entrasen por la puerta dos extraterrestres y pidiesen una ración de ancas de rana. La derecha alemana pacta con Los Verdes, o al revés, y eso a la gente le parece lo más natural del mundo. Se trata de solucionar los problemas. Eso es todo. Los ciudadanos estudian lo que propone cada partido y luego votan a quien mejor le parece.

Eso en España es dificilísimo. Hay una desmesurada cantidad de personas que no es que voten a este o a aquel otro, sino que no votarían jamás por unos o por otros, bajo ninguna circunstancia, ocurriera lo que ocurriese. Eso es tremendo porque quiere decir que el corrimiento de votos de un sitio a otro no se produce por las soluciones que cada partido pueda proponer para mejorar la vida de los demás, sino por cuestiones presuntamente ideológicas. Es decir, que ese corrimiento de votos tiene algo de telúrico o geológico: uno no se hace de derechas o de izquierdas, o indepe, o neofalangista, de la noche a la mañana. Eso lleva tiempo y, por lo general, es efecto y también causa de desgarros. La conclusión es que los vaivenes electorales, en España, tienen que ver más con la propaganda (iba a decir el vocerío, pero estamos en navidades) que con la realidad. Esto lo saben como nadie los estrategas de comunicación de los partidos, campo en el que las centurias de Box (y lo escribo deliberadamente con B) son unos auténticos maestros. No son los únicos.

Yo querría ser alemán para poder ser indeciso ante unas elecciones

Yo querría ser alemán para poder ser indeciso ante unas elecciones. No lo he sido nunca, lo reconozco (indeciso, quiero decir; alemán, pues tampoco): peco de lo mismo que señalo en los demás, porque yo también he votado casi siempre a los mismos. Pero es que en Alemania, al menos hasta donde yo sé, nunca se ha mantenido en el poder, o ha liderado la oposición, un partido que funcionaba como una cueva de ladrones; un partido cuya máxima preocupación era señalar lo que robaban los de enfrente, que también lo hacían. Y todo el mundo lo sabía. Y muchísima gente ha seguido votando, durante años y años, a esa gente, de la que sabían a ciencia cierta que estaban saqueando las arcas públicas, cobrando comisiones, favoreciendo a los amigos y funcionando como una engrasadísima mafia.

Ahora que se repite por todas partes la peligrosa frase de que “todos los políticos son iguales”, deberíamos recordar que nuestros políticos son como les hemos dejado que sean. La culpa no es solo de los políticos. La culpa es de quienes les han, o les hemos, seguido votando (en Valencia, en Madrid, en Andalucía, en Cataluña, en Castilla y en todas partes), indiferentes al hedor del dinero sucio y quizá convencidos de que, si nosotros estuviésemos en su lugar, lo haríamos mucho mejor… para que no nos pillasen.

Es difícil ser indeciso en España como se es indeciso en Alemania, porque aquí los partidos se comportan de manera muy diferente…gracias a quienes les votamos. Está la impunidad y están las tripas, atizadas por la propaganda y por la costumbre de la mentira. Decía el otro día Lluís Pasqual, uno de los mejores hombres de teatro que hay en Europa, que si él tuviese 18 años y viera el futuro que le espera, seguramente también se ataría una estelada al cuello. Hay que admitir que tiene razón. Mucha gente que tiene una pensión de mierda con la que ha de alimentar a cuatro hijos y nueve nietos ha votado a Box en Andalucía. Porque lo que mueve a muchos votantes en España no es la convicción, o al menos la preferencia ante las diferentes opciones que se le proponen, sino lo mismo de siempre: el hartazgo más que la ilusión, el cabreo más que la serenidad, la propaganda y el vocerío más que la reflexión.

El ejemplo más inmediato lo tenemos ahí mismo. La derecha, que lleva desde junio aullando como si le hubiesen robado la cartera, dice que padecemos un “gobierno de Frankenstein”, por los inestables apoyos que tiene. Pues ahora son ellos los que se disponen a montar, en Andalucía, un “gobierno de Francoestein”, según feliz frase de Vicente Fernández de Bobadilla, merced a su pacto con la extrema derecha. Y tan frescos.

Aquí, los políticos que hemos hecho nosotros no conciben nada, absolutamente nada peor que perder el poder, o la posibilidad de gobernar

Esa es una línea roja que es muy peligroso cruzar. Quien fuera primer ministro de Francia y ahora candidato a la Alcaldía de Barcelona, Manuel Valls, ha dicho que “es mejor perder el gobierno que traicionar las propias convicciones y los valores democráticos”, y se refería a lo de Andalucía. Le están cayendo palos por todas partes, como es natural. Aquí, los políticos que hemos hecho nosotros no conciben nada, absolutamente nada peor que perder el poder, o la posibilidad de gobernar. La ética y las convicciones democráticas están bien para los libros y para algún discurso, pero no para ponerlos en práctica. No es que se acabe pactando con quien no quisieras, que es lo que sucede en Alemania: es que no hay límites en la desvergüenza, porque los partidos saben que la memoria colectiva es más bien flaca y que nadie recordará, pasados unos meses, qué se hizo, ni por qué, ni con quién.

Claro que el PSOE debería haber ayudado a que en Andalucía no llegase la neofalange a las instituciones, con el impulso que eso les va a dar en cuanto se convoquen elecciones generales. Pero no lo ha hecho (aún está a tiempo) porque sobra ambición, sobra cabreo, y faltan dignidad, serenidad y altura de miras. Porque sobra táctica y falta verdadera política. Porque esto no es Alemania, ni Francia siquiera.

Somos otra cosa. No sabemos bien qué, pero otra cosa.

Y feliz año nuevo, que ya está bien.

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