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Opinión

Solo nos queda la vida

Margaret y Dereck. Setenta años juntos. Murieron con tres días de diferencia. Pero aun tuvieron tiempo de cogerse de las manos y darnos un testimonio que nunca dará ningún político: solo nos queda la vida

Imagen de archivo de un hospital.

Cuando se conocieron con catorce años, la edad de los juegos y de los caramelos, como dicen en la Butterfly, no sabían que su último gesto de amor sería cogerse de las manos. Unas manos arrugadas, plagadas de surcos, de esas manchas que el paso de los años deja en la piel de los ancianos. Dereck supo que a su mujer le quedaba muy poco, apenas nada, y pidió a los médicos del hospital general de Trafford, en el Reino Unido, que le permitieran decirle por última vez que la quería. Ese matrimonio, ingresado en el mismo centro, estaba afectado por el maldito virus. Ya no están en esta tierra. En la misma ciudad donde se han ido, también de la mano, Partington, hay dos amantes menos en el censo felicísimo y reconfortante de personas que se aman, se necesitan, se saben imprescindibles la una de la otra. Él partió hacia el gran viaje el treinta y uno de enero y ella le siguió tres días después.

Cuando uno nace inicia ese viaje inexcusable que solo te conduce a un único destino, la muerte. Que el trayecto sea mejor o peor, provechoso o infeliz, útil o maldito depende en no poca medida de nosotros. Dereck y Margaret quisieron recorrer la senda juntos. Pasear por los caminos de los años es más hermoso cogido del brazo de quien amas. Los imagino radiantes el día de su boda, una ceremonia a la que no pueden hacer justicia esas fotografías que ahora parecen imprescindibles hasta para lo más banal y que el tiempo se encarga indefectiblemente en tornar amarillentas. Las fotos no reflejan los corazones, y a buen seguro, que al salir de la iglesia, los dos se pensaron fuertes, con toda la vida por delante, seguros, esperanzados. Fueron felices, según cuenta su hija Bárbara. Todo lo felices que pueden ser dos enamorados que se preocupan en hacer crecer esa frágil planta que llamamos amor regándola a diario con ternura, con besos, con risas, con caricias, con respeto y con esa intimidad que solo otorga la complicidad que da saberse poseedores de un secreto mágico, un secreto que solo conocen las parejas que se quieren, los niños pequeños y los artistas que crean solo para su propio espíritu, ajenos todos ellos al qué dirán.

Hoy hubiera sido imperdonable escribir de nada que no sea de la vida, de esa vida que se nos escurre a diario entre los dedos, de ese amor que no conoce ni de cifras macroeconómicas ni de secretarios de organización

Hoy debería escribir sobre la campaña catalana, sobre quién ganó el debate en TV3, sobre lo miserables que son en TVE rotulando que la infanta se va al extranjero como su abuelo, sobre la mordaza que Iglesias quiere ponernos a quienes escribimos sin pauta en el papel, en fin, este artículo se supone que habría de tratar cualesquiera de esas cosas, pero sería una blasfemia. Porque nada de lo anteriormente dicho, y muchas cosas más que mi pluma calla, forman parte de la vida real, de esa vida en la que la gente ríe, llora, ama, se desenamora, grita, salta o, simplemente, se sienta en un banco a ver como el río de la gente pasa ante sus ojos sin salpicarle siquiera.

No, hoy hubiera sido imperdonable escribir de nada que no sea de la vida, de esa vida que se nos escurre a diario entre los dedos, de ese amor que no conoce ni de cifras macroeconómicas ni de secretarios de organización ni de sistema electoral alguno, porque el amor es tan ciego como ciegos somos los humanos, y ahí es donde reside la magnífica locura de sentirse vivo, Esa pareja británica vivió y amó y ahora ya no están. No existe un biógrafo que nos detalle su vida cotidiana ni serán nada más que un recuerdo entre sus familiares y amigos, recuerdo destinado a irse apagando lentamente como las pavesas de una chimenea. Engrosarán algunas estadísticas y poco más. Pero qué importa. Se amaron tanto que murieron juntos. Se necesitaban tanto que no pudieron vivir el uno sin el otro. Rieron tantas veces que sus últimas lágrimas se convierten en una lección de vida y esperanza. Ha vivido, gritaba el esclavo que precedía al cadáver en la antigua Roma. Han amado, podrían decir los deudos de estos dos ancianos ejemplares.

Solo nos queda la vida, solo tenemos nuestra vida, solo poseemos lo que vivimos, lo que sentimos, lo que nos hace sonreír cuando vemos el rostro de nuestra pareja, cuando notamos como nos coge de la mano. Cuando, en medio de la desesperación, nos acaricia diciéndonos que todo saldrá bien, el mejor medicamento contra la locura jamás creado por el ser humano. Nadie les hablará de esto en campaña, claro, nadie debatirá acerca del amor, de su sentido, de la vida, en suma. Es tan importante que está fuera del alcance del circuito en el que se mueve la política, en el que tan solo se aspira a sobrevivir.

Pero a nosotros, nos queda la vida. Y amar. Hasta que la muerte intente separarnos, cosa que está por ver.

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