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Opinión

Una sociedad envenenada

Lazo amarillo en el Ayuntamiento de Barcelona

Hay como mínimo dos maneras de describir la situación que se vive en Cataluña. Una consiste en apelar a las grandes palabras, a la retórica y exclamar, con voz campanuda, “los tribunales de Justicia no pueden sustituir a los problemas políticos”. Y luego quedarse tan pancho porque la otra parte no se atreverá a preguntar de qué problemas políticos se trata.

La otra fórmula se reduce a escuchar las boberías de espíritu tertuliano -la tertulia mediática ejerce las veces de lo que fueron los debates de la Ilustración, hasta ahí hemos caído- e ir introduciendo algún apunte que obligue al todólogo a poner en cuestión su infranqueable castillo de naipes.

En el medio de esta pantomima ideológica se encuentra la mayoría de la población catalana que contempla con estupor la confirmación del dicho gallego todo es empeorable. Lema que goza de poca estima en el mundo mediterráneo donde los cielos son azules, la gente muy contenta de haberse conocido y se desborda la imaginación en volutas de felicidad compartida. La idea de los cielos plomizos, la frustración contra el medio y la tristeza congénita están muy mal vistos, tanto que se han borrado del imaginario: sólo quedan en la realidad cotidiana.

Hay amago de aplausos cuando Jordi Pujol acude a misa. Con Toto Riina hubiera ocurrido lo mismo si la policía y los tribunales se lo hubieran permitido

Cuando su discurso sobre el fracasado golpe de Estado en Cataluña -decir “rebelión” cuando quienes la ejecutan son los mandos de las instituciones catalanas viene a ser un eufemismo-, Felipe VI entendía que estaba en juego en primer lugar la Monarquía, pero los conjurados apreciaron que había sido partidista; cuando está en riesgo tu cabeza o tu corona, que vienen a ser lo mismo, lo obvio es defenderla. Ahora bien, lo que ningún analista alcanzó a pensar es que el Rey cometió un error al no recitar algunos párrafos en catalán. Cuando escuché este reproche por primera vez no podía dar crédito a lo que oía. O sea que para quedar bien en Cataluña con quien te quiere echar lo mejor es que le digas lo mucho que le estimas.

Las elecciones municipales fueron un espejo. ¡Qué importantes eran para el viejo carlismo los municipios! Me sorprende que nadie haya recogido la insigne aportación de una concejal de la Cataluña profunda que juró o prometió el cargo “por el año 1714 y la defensa de los Fueros”.

Estamos atados por la cobardía del lenguaje, la variante más fácil de lo políticamente correcto. El presidente Torra, elegido por corrimiento de escala y sin urnas, representa una opción de extrema derecha en Cataluña. ¿Alguien podría medir su diferencia con Abascal y la extrema derecha hispana? No existe más que para nosotros porque hubo un día, hace ya muchos años, que se abolió la lucha de clases. Convergencia no era el partido corrupto de la extrema derecha catalana, competidor de éxito frente al PP, sino los representantes de lo más granado del pueblo catalán.

Torra, elegido por corrimiento de escala y sin urnas, representa una opción de extrema derecha. ¿Alguien podría medir su diferencia con Abascal

En Barcelona hay miseria, explotación, corrupción, matonismo y clases sociales, pero la Generalitat las ha borrado del mundo mediático y además ha conseguido el consenso necesario para que la izquierda funcionarial -ya no hay otra- asuma el nacionalismo como liberador. Jordi Pujol sigue asistiendo a misa todos los días en su iglesia vecina. Está en su derecho, incluso de confesar y comulgar, porque la Iglesia catalana le garantiza que no ha pecado y no tiene nada de qué arrepentirse. Me consta que los feligreses de su clase y razón le saludan con reverencia y en ocasiones hay algún conato de aplausos. Imagino que con Toto Riina en Palermo hubiera ocurrido lo mismo si la policía y los tribunales se lo hubieran permitido.

Tras el fracaso de Manuel Valls hay un éxito sobreentendido. Sin darse cuenta, hasta el final ha logrado un retrato con vitriolo de la sociedad barcelonesa -Cataluña es Barcelona y el resto parroquias por cristianar-. Primero fue su bautismo patriótico que le calificaba entre el Ibex 35 y el gabacho, dos categorías muy al uso de los analfabetos funcionales. La izquierda asentada considera la marca Ibex-35 como una definición de los poderes que controlan la vida política; ahora han dejado de utilizarla porque sin el IBEX-35 ellos ya no serían lo que son. Lo de “gabacho” nos retrotrae al absolutismo carlista en el que se mueven con tanta soltura las familias que consiguieron, a un precio de coste, colocar a la antigua clase política. Ya no se admite a nadie más; el cupo está cubierto; ahora sólo se da paso a los subalternos.

Detengámonos en ese momento cenital en el que Valls, un político profesional dentro de un mundo de pazguatos inspirados, entrega sus tres votos a Ada Colau. Como por arte de magia de la política esos tres -luego quedarían en dos, ¿quién iba a pensar que Corbacho, un drogadicto del cargo público, no iba a mercarse otra sobredosis?- hacen el efecto de 30 y retratan la imagen del conjunto. Ciudadanos le expulsa, como él mismo deseaba porque ya carecía de cualquier futuro en esa banda de buscadores de destinos. Pero el gesto más llamativo es el de Ada Colau: apaña los tres concejales, imprescindibles para sentar sus reales en el Ayuntamiento y no depender absolutamente de los socialistas, el batallón de reclutas nacido para rebaño: alimentación asegurada y el pasto donde decidan los jefes. Los echó Colau apenas ayer, pero ahora los admite, bendito sea el santo nombre del patrono.

Colau puso de inmediato el lazo amarillo en la fachada del Ayuntamiento, el escapulario ‘indepe’ de uso obligado para los creyentes

Ada Colau pertenece a una especie abundante en los últimos años de la política catalana: la incorporación del “lumpen societario”; marginales con estudios de chichinabo salidos del arroyo de la política y esforzados aspirantes en la especialidad de pesos plumas: Gabriel Rufián y Ada Colau podrían considerarse paradigmas. Si te regalan tres concejales, lo menos que hace una persona decente es agradecerlo en público. Ella no, le desagrada esa familiaridad; como el chuleta de bar desprecia al parroquiano que le paga la ronda. Al día siguiente puso el lazo amarillo en la fachada del Ayuntamiento, el escapulario “indepe” de uso obligado para los creyentes. ¡Para que se enteren de quién manda en la taberna!

No voté a Valls, ni a nadie: se me atascaron las tragaderas, pero observo sus gestos, condenados a exitosos fracasos, y no dejo de pensar en aquellos empleados del erario de la cultura, siempre atados a munificientes limosnas, que le calificaron de fracasado histórico. Decir tamaña simpleza de quien alcanzó las más altas cotas de un Estado serio como el francés, y que lo diga con farfullera cobardía la inteligencia servil, no deja de ser el mayor elogio que puede conseguir un político.

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